POLILLA
Raúl Arteaga
Seguro de su vocación, Víctor de María cursa estudios de
actuación. Su entrega es absoluta; devora la teoría, estudia y lee cuanto texto
le recomiendan, busca bibliografía nacional y extranjera, elabora fichas,
resúmenes de libros, ensayos, entrevistas de actores, guionistas y
escenógrafos. Le animan ciertos maestros que él ha marcado como excelentes y
sabios ordenados en el trabajo; curtidos por la experiencia de su camino por
los escenarios, por las tablas de pequeños y grandes teatros. Otros maestros y
sus compañeros lo catalogan como ratón empanzonado por comer hojas y hojas que
después caga sin digerir.
Víctor María ejerce dos cualidades: una voluntad férrea; una
vez tomada una decisión, no escatima en tiempo, trabajo, dedicación, sin
importar sacrificios él logra, casi invariablemente, su objetivo. La otra,
fundamental, consiste en olvidar malos recuerdos, experiencias desagradables,
menospreciar (olvidar) sus limitaciones, carencias y miedos. Su grado de
autoestima es infinito y su vida será trascendental basada en la idea del
hombre libre, purificado, sin prejuicios, culpas, remordimientos, exento de
miedos. ¡Sí! Los miedos son el peor lastre de la humanidad. Miedo a la vida, al
éxito, a la muerte. Los miedos, se decía, son habitaciones malignas, sin
salida; en ellos el hombre se esconde justificando sus derrotas, sus odios
contra los otros y contra sí mismo, por el simple error de vivir. Odio a la
riqueza, a la pobreza. El odio es natural en el ser humano. Por ello Víctor de
María se amaba. Él encarna la perfección intelectual, su espíritu superior lo
protege e impulsa, lo hace diferente. Tampoco descuida su cuerpo, se mantiene
en forma cargando pesas, corre diez kilómetros diarios y su alimentación es
nutritiva y natural. Desde luego no toma alcohol, ni fuma, la masturbación es
aberrante, habita en las mentes viciosas y holgazanas; mentes mediocres
esclavas del deseo.
Una tarde, antes del crepúsculo impreciso, entre primavera y
verano, de cielo estrecho devorado por nubes grises, sin lluvia y un sol opaco
y perezoso que avienta sombras lentas, Víctor María se concentra para su
ejercicio de introspección y meditación profunda. Desnudo entra al enorme
ropero, herencia de generaciones. Deberá permanecer de pie, realizar ejercicios
respiratorios hasta alcanzar el desprenderse de su cuerpo y poner la mente en
blanco. Con los ojos cerrados olfatea perfumes rancios. De pie, con los brazos
cruzados, se ajusta al estrecho espacio. La respiración es sorda. Por segundos
se impone el silencio. Oye ruidos pequeñitos, casi mudos. Primero arriba, luego
a los lados. Los ruidos crecen, se concentra más; de su mente sale la voz
“Estás castigado, reza, arrepiéntete, eres malo, por eso te metemos aquí para
que las polillas te coman vivo si no pides perdón a tus padres”. Comienza a
rezar en voz baja, luego más fuerte, a gritos --¡Por favor perdónenme, ya no,
por favor, por piedad sáquenme…perdón!—Siente un polvillo fino sobre su cabeza,
las polillas vienen por él. La puerta del ropero se abre. Su padre lo saca de
los cabellos. “Eres un cobarde chillón” Su madre lo abraza. Él toma las tijeras
y las entierra en el cuello del hombre. De inmediato ataca a la mujer: “No
volverá a suceder; arderán junto con las polillas. Prendió fuego a su casa y se
marchó a su clase.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario