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miércoles, marzo 21, 2012

Antonio Tabucci: A contratiempo


A CONTRATIEMPO
ANTONIO TABUCCI
Ocurrió así:

 el hombre había embarcado en un aeropuerto italiano, porque todo empezaba en Italia, y que fuera Milán o Roma era secundario, lo importante es que fuese un aeropuerto italiano que permitiera tomar un vuelo directo para Atenas, y desde allí, tras una breve espera, un enlace para Creta con la Aegean Airlines, porque de eso estaba seguro, de que el hombre había viajado con la Aegean Airlines, de modo que había cogido en Italia un avión que le permitía enlazar desde Atenas con Creta alrededor de las dos de la tarde, lo había visto en el horario de la compañía griega, lo que significaba que éste había llegado a Creta alrededor de las tres, tres y media de la tarde. El aeropuerto de salida tiene, en todo caso, una importancia relativa en la historia de quien había vivido aquella historia, es una mañana de un día cualquiera de finales de abril de dos mil ocho, un día espléndido, casi veraniego. Lo que no es un detalle insignificante, porque el hombre que estaba a punto de coger el avión, meticuloso como era, le daba mucha importancia al tiempo y consultaba un canal vía satélite dedicado a la meteorología de todo el globo, y el tiempo, según había visto, era realmente espléndido en Creta: veintinueve grados durante el día, cielo despejado, humedad dentro de los límites consentidos, un tiempo de playa, el ideal para tumbarse en esas arenas blancas de las que hablaba su guía, sumergirse en el mar azul y gozar de unas merecidas vacaciones. Porque ése era también el motivo del viaje de aquel hombre que estaba a punto de vivir esa historia: unas vacaciones. Y en efecto eso fue lo que pensó, sentado en la sala de espera de los vuelos internacionales de Roma-Fiumicino, mientras esperaba que el altavoz lo llamara para embarcar hacia Atenas.


Y por fin está en el avión, cómodamente instalado en clase preferente — es un viaje pagado, como se verá después —, agasajado por las atenciones de los asistentes de vuelo. Su edad es difícil de establecer, incluso para quien conocía la historia que el hombre estaba viviendo: digamos que entre los cincuenta y los sesenta, delgado, robusto, de aspecto sano, pelo entrecano, bigotillos finos y rubios, gafas de plástico para la presbicia colgadas del cuello. La profesión. También acerca de este punto para quien conocía su historia había cierta incertidumbre. Podía tratarse de un mánager de una multinacional, uno de esos anónimos hombres de negocios que se pasan la vida en una oficina y cuyos méritos son reconocidos un día por la sede central. Pero también de un biólogo marino, uno de esos estudiosos que, observando al microscopio las algas y los microorganismos sin moverse de su laboratorio, son capaces de afirmar que el Mediterráneo se convertirá en un mar tropical como tal vez lo fuera hace millones de años. Pero también esa hipótesis le parecía poco satisfactoria, los biólogos que estudian los mares no siempre están encerrados en sus laboratorios, recorren playas y acantilados, hasta se sumergen, realizan hallazgos científicos personales, y aquel pasajero adormecido en su asiento de preferente en un vuelo para Atenas no tenía realmente aspecto de biólogo marino, tal vez los fines de semana iba al gimnasio y mantenía en buena forma su propio cuerpo, nada más. Pero, en realidad, si realmente iba al gimnasio, ¿para qué iba? ¿Con qué objeto mantener su cuerpo con aquel aspecto tan juvenil? Realmente no había motivo: con la mujer a la que había considerado la compañera de su vida ya hacía tiempo que había terminado, no tenía nueva compañera ni amante, vivía solo, se guardaba mucho de cualquier compromiso serio, aparte de alguna rara aventura de esas que pueden ocurrir a todos. Tal vez la hipótesis más creíble es que fuera un naturalista, un moderno seguidor de Linneo, y que se dirigiera a un congreso a Creta junto con otros expertos en hierbas y en esas plantas medicinales que abundan en Creta. Porque una cosa era cierta, estaba de camino hacia un simposio de estudiosos como él, el suyo era un viaje que premiaba una vida entera de trabajo y de abnegación, el simposio tenía lugar en la ciudad de Retimno, iba a alojarse en un hotel formado por bungalós, a pocos kilómetros de Retimno, adonde un coche a su servicio lo llevaría cada tarde, y tenía todas las mañanas a su disposición.

El hombre se despertó, sacó de la bolsa de mano la guía de Creta y buscó el hotel donde iba a alojarse. El resultado lo tranquilizó: dos restaurantes, una piscina, servicio de habitaciones, el hotel, cerrado durante el invierno, no abría hasta mediados de abril, lo que significaba que debían ser poquísimos los turistas, los clientes habituales, los nórdicos sedientos de sol, como los definía la guía, estaban aún en sus casitas boreales. Una amable voz ante el micrófono rogó que se abrocharan los cinturones, había empezado el descenso hacia Atenas, donde aterrizarían al cabo de unos veinte minutos aproximadamente. El hombre cerró la mesita y puso derecho el respaldo del asiento, metió la guía en la bolsa de mano y sacó de la redecilla del asiento de delante el periódico que había distribuido la azafata y al que no había prestado atención. Era un periódico con muchos suplementos en color, como ya es costumbre en los fines de semana, el de economía y finanzas, el de deportes, el de decoración y el magazine. Descartó todos los suplementos y abrió el magazine. En la portada, en blanco y negro, había una fotografía del hongo de la bomba atómica, con este titular: «Las grandes imágenes de nuestro tiempo». Empezó a hojearlo con cierta reluctancia. Después de un anuncio de dos estilistas junto a un jovenzuelo con el torso desnudo, que por un momento tomó por una de esas grandes imágenes de nuestro tiempo, la primera verdadera imagen de nuestro tiempo: la losa de piedra de una casa de Hiroshima en la que, a causa del calor de la explosión atómica el cuerpo de un hombre se había licuado dejando impresa su propia sombra. No la había visto nunca y se sorprendió, sintiendo una especie de remordimiento contra sí mismo: aquello había ocurrido más de sesenta años antes, ¿cómo era posible que no la hubiera visto nunca? La sombra sobre la piedra estaba de perfil, y en ese perfil le pareció reconocer a su amigo Ferruccio, que el día de Nochevieja de mil novecientos noventa y nueve, poco antes de medianoche, sin motivos comprensibles se tiró del décimo piso de un edificio de via Cavour. ¿Cómo era posible que la silueta de Ferruccio, aplastada contra el suelo el treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y nueve, se pareciera a la silueta absorbida por una piedra de una ciudad japonesa en mil novecientos cuarenta y cinco? La idea era absurda, y sin embargo se le cruzó por la mente con toda su absurdidad. Siguió hojeando la revista, y entretanto su corazón empezó a latir con un ritmo desordenado, uno-dos-pausa, tres-uno-pausa, dos-tres-uno, pausa-pausa-dos-tres, las llamadas extrasístoles, no era nada patológico, se lo había asegurado el cardiólogo tras un día entero de pruebas, sólo una cuestión de ansia. Pero, entonces, ¿por qué? No podían ser aquellas imágenes las que le provocaban tanta emoción, eran cosas lejanas. Aquella niña desnuda con los brazos levantados que corría al encuentro de la cámara fotográfica con el trasfondo de un paisaje apocalíptico ya la había visto más de una vez sin experimentar una impresión tan violenta, y ahora en cambio le provocó una intensa turbación. Pasó la página. Al borde de una fosa había un hombre arrodillado con las manos unidas, mientras un muchachito de aspecto sádico le apuntaba con una pistola a la sien. Jemeres Rojos, decía el pie de foto. Para confortarse se obligó a pensar que eran asuntos de lugares lejanos y definitivamente alejados en el tiempo, pero pensarlo no fue suficiente, una extraña forma de emoción, que era casi un pensamiento, le estaba diciendo lo contrario, aquella atrocidad había ocurrido ayer, mejor dicho, había ocurrido justo esa mañana, mientras él estaba cogiendo el avión, y como por arte de magia había sido impresa en aquella página que estaba mirando. La voz por megafonía comunicó que a causa del tráfico aéreo el aterrizaje se retrasaría un cuarto de hora, y mientras tanto los pasajeros podían disfrutar del panorama. El avión dibujó una amplia curva, inclinándose a la derecha; por la ventanilla del lado contrario consiguió divisar el azul del mar mientras la suya encuadraba la blanca ciudad de Atenas, con una mancha de verde en el medio, un parque indudablemente, y la Acrópolis después, se veía perfectamente la Acrópolis, y el Partenón, notó que las palmas de sus manos estaban húmedas de sudor, se preguntó si no sería una especie de pánico provocado por el avión que daba vueltas sin sentido, y mientras tanto miraba la fotografía de un estadio donde unos policías de cascos con viseras apuntaban con sus fusiles ametralladores a un grupo de hombres descalzos, y debajo estaba escrito: Santiago de Chile, 1973. Y en la página de al lado una fotografía que le pareció un montaje, un truco indudablemente, no podía ser verdad, no la había visto nunca: en el balcón de un palacio decimonónico se veía al papa Juan Pablo II, junto a un general de uniforme. El Papa era sin duda el Papa, y el general era sin duda Pinochet, con ese pelo untado de brillantina, el rostro regordete, los bigotillos y las gafas Ray-Ban. El pie de foto rezaba: Su Santidad el Pontífice en su visita oficial a Chile, abril de 1987. Se puso a hojear a toda prisa la revista, como ansioso por llegar hasta el final, casi sin mirar las fotografías, pero ante una tuvo que detenerse, se veía a un chico de espaldas vuelto hacia una furgoneta de la policía, el muchacho tenía los brazos levantados como si el equipo de sus amores hubiera marcado un gol, pero, mirándola mejor, se entendía perfectamente que estaba cayendo hacia atrás, que algo más fuerte que él lo había abatido. Debajo estaba escrito: Génova, julio de 2001, reunión de los ocho países más ricos del mundo. Los ocho países más ricos del mundo: la frase le provocó una extraña sensación, como algo al mismo tiempo comprensible y absurdo, porque era comprensible y sin embargo absurdo. Cada fotografía tenía una página plateada como si fuera Navidad, con la fecha en caracteres grandes. Había llegado al dos mil cuatro, pero vaciló, no estaba seguro de querer ver la fotografía siguiente, ¿cómo era posible que mientras tanto el avión siguiera dando vueltas sin sentido?, pasó la página, se veía un cuerpo desnudo arrojado al suelo, evidentemente era un hombre, pero en la foto su zona púbica estaba desenfocada, un soldado con un uniforme de camuflaje extendía una pierna hacia el cuerpo como si alejara con el pie un saco de basura, el perro que sujetaba de una correa intentaba morderle una pierna, los músculos del animal estaban tan tensos como la cuerda que lo sujetaba, en la otra mano el soldado sostenía un cigarrillo. Debajo estaba escrito: cárcel de Abu Ghraib, Irak, 2004. Después de ésa, llegó al año en el que él se hallaba, el año de gracia de dos mil ocho después de Cristo, es decir se halló en sincronía, eso fue lo que pensó por más que no supiera con qué, pero sincrónico. Ignoraba cuál sería la imagen con la que estaba en sincronía, pero no pasó la página, y mientras tanto el avión estaba aterrizando por fin, vio la pista que corría por debajo de él con las rayas blancas intermitentes que a causa de la velocidad se convertían en una raya única. Había llegado.


El aeropuerto Venizelos parecía nuevo y reluciente, sin duda lo habían construido con ocasión de las Olimpíadas. Se congratuló consigo mismo por ser capaz de llegar hasta la sala de embarque para Creta evitando leer los letreros en inglés, el griego que había aprendido en el instituto seguía siéndole útil, qué curioso. Cuando bajó en el aeropuerto de Hania en un primer momento no se dio cuenta de que ya había llegado a su destino: en el breve vuelo desde Atenas a Creta, poco menos de una hora, se había quedado profundamente dormido, olvidándose de todo, según le pareció, incluso de sí mismo. Hasta tal extremo que cuando por la escalerilla del avión salió a aquella luz africana se preguntó dónde estaba, y por qué estaba allí, y hasta quién era, y en aquel estupor de nada se sintió incluso feliz. Su maleta no tardó en aparecer en la cinta, justo al salir de las salas de embarque estaban las oficinas de alquiler de coches, ya no se acordaba de las instrucciones, ¿Hertz o Avis? Si no era una sería la otra, por suerte adivinó a la primera, con las llaves del coche le entregaron un mapa de carreteras de Creta, una copia del programa del simposio, la reserva hotelera y el trazado del recorrido que había de seguir para llegar hasta el complejo turístico donde estaban alojados los congresistas. Que a esas alturas se sabía de memoria, porque se lo había estudiado una y otra vez en su guía, muy rica en mapas de carreteras: desde el aeropuerto hay que bajar directamente a la carretera costera, no queda otro remedio, a menos que se quiera ir hacia las playas de Marathi, se gira a la izquierda, porque en caso contrario acaba uno al oeste, y él iba al este, hacia Heraklion, se pasa por delante del Hotel Doma, se recorre la Venizelos y se siguen los letreros en verde que señalan una autopista, pero que es en realidad una autovía costera, que se abandona poco después de Georgopolis, una localidad de vacaciones que es recomendable evitar, como especificaba la guía, y se siguen los letreros del hotel, Beach Resort, era muy fácil.

El automóvil, un Volkswagen negro aparcado al sol, estaba al rojo vivo, pero apenas dejó que se enfriara con las ventanillas abiertas, entró como si llegara tarde a una cita, aunque no llegara tarde ni hubiera cita alguna, eran las cuatro de la tarde, tardaría poco más de una hora en llegar al hotel, el simposio no empezaba hasta la noche del día siguiente, con un banquete oficial, tenía más de veinticuatro horas de libertad, ¿qué prisa tenía? Ninguna prisa. Al cabo de unos cuantos kilómetros de carretera un cartel turístico señalaba la tumba de Venizelos, a pocos centenares de metros de la carretera principal. Decidió hacer una breve parada para refrescarse antes del viaje. Cerca de la entrada del monumento había una heladería, con una gran terraza al aire libre desde la que se dominaba la pequeña ciudad. Se sentó en una mesita, pidió un café a la turca y un sorbete de limón. La ciudad que contemplaba había pertenecido a los venecianos y después a los turcos, era hermosa, y de un candor tal que casi hería los ojos. Ahora se sentía realmente bien, con una energía insólita, el malestar que había experimentado en el avión se había desvanecido completamente. Estudió el mapa de carreteras: para llegar hasta la autovía de Heraklion podía atravesar la ciudad o rodear el golfo de Souda, unos cuantos kilómetros más. Escogió el segundo itinerario, el golfo desde lo alto era muy hermoso y el mar, de un azul intenso. La bajada desde la colina hasta Souda fue muy agradable, por detrás de la vegetación baja y el tejado de algunas casas se veían pequeñas ensenadas de arena blanca, le entraron muchas ganas de darse un baño, apagó el aire acondicionado y bajó la ventanilla para recibir en el rostro aquel aire caliente que olía a mar. Superó el pequeño puerto industrial, el centro habitado y llegó al cruce en el que, tras girar a la izquierda, la carretera se adentraba en el recorrido costero que llevaba a Iraklion. Puso el intermitente a la izquierda y se detuvo. Un coche por detrás de él tocó el claxon invitándolo a proseguir: por el otro carril no venía nadie. Él no avanzó, dejó que el coche lo adelantara, después puso el intermitente a la derecha y tomó la dirección opuesta, donde un letrero rezaba Mourniès.

Y ahora estamos siguiendo a ese ignoto personaje que ha llegado a Creta para dirigirse a una amena localidad marina y que en determinado momento, bruscamente, por un motivo ignoto también, ha tomado una carretera que lleva a las montañas. El hombre prosiguió hasta Mourniès, cruzó la aldea sin saber hacia dónde iba, como si supiese adónde ir. En realidad no pensaba, conducía y nada más, sabía que estaba yendo hacia el sur, el sol, aún en lo alto, estaba ya a sus espaldas. Desde que había cambiado de dirección volvía a notar aquella sensación de ligereza que durante unos pocos instantes había experimentado en la mesita de la heladería mirando desde lo alto el amplio horizonte: una ligereza insólita, y al mismo tiempo una energía de la que no conservaba memoria, como si hubiera vuelto a ser joven, una suerte de leve ebriedad, casi una pequeña felicidad. Llegó hasta una aldea que se llamaba Fournès, atravesó el centro con seguridad, como si ya conociera la carretera, se detuvo en un cruce, la carretera principal proseguía hacia la derecha, él tomó por otra secundaria que indicaba Lefka Ori, los montes blancos. Prosiguió tranquilo, la sensación de bienestar se estaba transformando en una especie de alegría, se le vino a la cabeza un aria de Mozart y sintió que podía reproducir sus notas, empezó a silbarlas con una facilidad que lo sorprendió, desentonando de manera lastimosa en un par de pasajes, lo que le provocó risa. La carretera se estaba enfilando entre las ásperas gargantas de una montaña. Era un lugar hermoso y agreste, el automóvil corría por una estrecha franja de asfalto que seguía el lecho de un torrente seco, en determinado momento el lecho del torrente desapareció entre las piedras y el asfalto acabó en un sendero de tierra, en una llanura baldía entre montañas inhospitalarias; entretanto la luz iba menguando, pero él seguía adelante como si ya conociese la carretera, como alguien que obedece a una memoria antigua o a una orden recibida en sueños, y de repente sobre un palo torcido vio un letrero de hojalata con unos orificios, como si hubiera sido agujereado por disparos o por el tiempo, que rezaba: Monastiri.

Lo siguió como si fuera lo que estaba esperando hasta que vio un pequeño monasterio con un tejado semiderruido. Comprendió que había llegado. Bajó del coche. La puerta desvencijada de aquellas ruinas colgaba hacia el interior. Pensó que en aquel lugar ya no quedaba nadie, una colmena de abejas debajo del pequeño pórtico parecía ser su único guardián. Bajó y aguardó como si tuviera una cita. Se había hecho casi de noche. Por la puerta apareció un fraile, era muy viejo y se movía con dificultad, tenía aspecto de anacoreta, con el pelo descuidado sobre los hombros y una barba amarillenta, qué quieres, le preguntó en griego. ¿Entiendes italiano?, contestó el viajero. El viejo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Un poco, murmuró. He venido a darte el relevo, dijo el hombre.

De modo que así había sido, y no había otra conclusión posible, porque aquella historia no preveía otras conclusiones posibles, pero quien conocía esta historia sabía que no podía permitir que concluyera de esa manera, y aquí daba un salto temporal. Y gracias a uno de esos saltos temporales que sólo en la imaginación son posibles, se hallaba en el futuro, en relación con ese mes de abril de dos mil ocho. Cuántos años más no se sabe, y quien conocía la historia mantenía cierta ambigüedad al respecto, veinte años, por ejemplo, que para la vida de un hombre son muchos, porque si en el dos mil ocho un hombre de sesenta años está aún en la plenitud de sus fuerzas, en el dos mil veintiocho será un viejo, con el cuerpo desgastado por el tiempo.

Así imaginaba la continuación de la historia quien conocía esta historia, de modo que aceptemos encontrarnos en el año dos mil veintiocho, como pretendía quien conocía esta historia y había imaginado su continuación.

Y, llegados a este punto, quien imaginaba la continuación de esta historia veía a dos jóvenes, un chico y una chica, con sendos pantalones cortos de cuero y botas de senderismo, que estaban haciendo un viaje por las montañas de Creta. La chica le decía a su compañero: a mí me parece que esa vieja guía que encontraste en la biblioteca de tu padre es completamente descabellada, el monasterio a estas alturas sólo será un montón de piedras repleto de lagartijas, ¿por qué no volvemos hacia el mar? Y el chico contestaba: creo que tienes razón. Pero justo cuando decía eso ella replicaba: bueno, no, sigamos adelante un poco más, nunca se sabe. Y, efectivamente, bastaba dar la vuelta a la áspera colina de piedras rojas que cortaba una parte del paisaje y el monasterio estaba allí, mejor dicho, sus ruinas, y los chicos seguían avanzando, entre las gargantas soplaba el viento y levantaba el polvo, la puerta del monasterio se había derrumbado, nidos de avispas defendían aquel tugurio vacío, y los chicos ya habían vuelto la espalda a tanta melancolía cuando oyeron una voz. En el vano ciego de la puerta había un hombre, era viejísimo y tenía un aspecto horrible, con una larga barba blanca sobre el pecho y el pelo alborotado sobre los hombros. Oooh, llamó la voz, nada más. Los chicos se detuvieron. El hombre preguntó: ¿entendéis italiano? Los chicos no contestaron. ¿Qué ha ocurrido desde dos mil ocho?, preguntó el viejo. Los chicos se miraron, no tenían valor para intercambiarse ni una sola palabra. ¿Tenéis alguna fotografía?, preguntó otra vez el viejo, ¿qué ha ocurrido desde dos mil ocho? Después hizo un gesto con la mano, como para alejarles, aunque quizá estuviera espantando las avispas que revoloteaban bajo el pórtico, y volvió a entrar en la oscuridad de su tugurio.


El hombre que conocía esta historia sabía que no podía acabar de ninguna otra manera. Antes de escribirlas, a él le gustaba contarse sus historias. Y se las contaba de manera tan perfecta, con todos sus detalles, palabra por palabra, que puede decirse que estaban escritas en su memoria. Se las contaba preferentemente a última hora de la tarde, en la soledad de aquella gran casa vacía, o ciertas noches en las que no conseguía conciliar el sueño, ciertas noches en las que el insomnio no le concedía más remedio que la imaginación, poca cosa, pero la imaginación le daba una realidad tan viva como para parecer más real que la realidad que estaba viviendo. Con todo, lo más difícil no era contarse sus historias, eso era fácil, era como si las palabras con las que se las contaba las viera escritas en la pantalla oscura de su habitación, cuando la fantasía le dejaba con los ojos de par en par. Y aquella historia precisamente, que se había contado ya tantas veces que le parecía un libro ya impreso y que en las palabras mentales con las que se la contaba era facilísima de decir, era en cambio dificilísima de escribir con los caracteres del alfabeto a los que debía recurrir cuando el pensamiento ha de hacerse concreto y visible. Era como si le faltara el principio de realidad para escribir su relato, y era por esto, para vivir la realidad efectual de lo que era real en él pero que no conseguía volverse real en verdad, por lo que había escogido aquel lugar.

Su viaje había sido preparado al detalle. Llegó al aeropuerto de Hania, recogió la maleta, entró en las oficinas de Hertz, recogió las llaves del coche. ¿Tres días?, le preguntó con asombro el empleado. ¿Qué tiene de raro?, dijo él. Nadie viene de vacaciones a Creta sólo tres días, contestó sonriendo el empleado. Tengo un largo fin de semana, dijo él, para lo que tengo que hacer me basta.

Era hermosa la luz de Creta, no era mediterránea, era africana; para llegar hasta el Beach Resort emplearía una hora y media, dos como mucho, incluso yendo despacio llegaría hacia las seis, una ducha y se pondría a escribir de inmediato, el restaurante del hotel estaba abierto hasta las once, era un jueves por la tarde, contó: viernes, sábado y domingo enteros, tres días enteros. Bastarían, en su cabeza estaba ya todo escrito.

Por qué giró a la izquierda en aquel semáforo no hubiera sabido explicarlo. Los postes de la autovía se distinguían nítidamente, cuatrocientos o quinientos metros más y embocaría la carretera costera para Heraklion. Y en cambio giró a la izquierda, donde un pequeño letrero azul le indicaba una localidad ignota. Pensó que había estado ya allí, porque en un instante lo vio todo: una carretera arbolada con casas diseminadas, una plaza austera con un feo monumento, una cornisa de rocas, una montaña. Fue como un relámpago. Es esa cosa extraña que la medicina no sabe explicar, se dijo, lo llaman déjà vu, un ya visto, no me había ocurrido nunca. Pero la explicación que se dio no lo consoló, porque el ya visto perduraba, era más fuerte que lo que veía, envolvía como una membrana la realidad circunstante, los árboles, los montes, las sombras de la tarde, incluso el aire que estaba respirando. Se sintió preso del vértigo y temió ser absorbido por él, pero fue un instante, porque al dilatarse aquella sensación experimentaba una extraña metamorfosis como un guante que al darse la vuelta arrastra consigo la mano que cubría. Todo cambió de perspectiva, en un santiamén sintió la ebriedad del descubrimiento, una sutil náusea y una mortal melancolía, pero también una sensación de liberación infinita, como cuando por fin entendemos algo que sabíamos desde siempre y no queríamos saber: no era el ya visto lo que lo engullía en un pasado jamás vivido, era él quien lo estaba capturando en un futuro aún por vivir. Mientras conducía por aquella carreterilla entre olivares que lo llevaba hacia las montañas, era consciente de que en determinado momento habría de encontrar un viejo cartel oxidado repleto de agujeros en el que estaba escrito: Monastiri. Y que lo seguiría. Ahora todo estaba claro.

Eduardo Milán: POEMAS


POEMAS

Eduardo Milán


 
Sin Profundidad
A Antonio Ochoa

Sin profundidad que reubique
las estrellas en la noche nueva
pasa el poema hacia la pregunta:
¿para qué sirvo? ¿Para qué todo esto?
Desdén, dolor,
desencanto en los ojos antes
encantados, poco pan con mano preparada
por dinero. Para esto:
como alivio del hambre milenaria
de los hombres que no tienen
más que eso.


Jugados Como Siempre

Jugados como siempre
estuvimos, como echados
aunque fuese sin echar fuera del mundo, dados
a las condiciones reinantes, a la eterna
imprecisión del hecho en sí
que se sustrae, cortante
o en secreto: ese caracol
que no escucha sino su ruido interno
de mar, que oye llover
particularmente sobre sus chapas
gotas precisas, las traslúcidas,
las que filtran toda densidad, toda viscosa
sofocación: botas entrando a la Universidad
cuando la aurora, sabia, distraída,
como un golpe de caballos fuera de épica.



No Digan Sus Patas Lo Que No Canté...

No digan sus patas lo que no canté.
Que las patas de los caballos no hablen por mí.
No soy el amante de la velocidad rizomada,
no es mía esa pelambre. No soy el fascinado por los haces
de luz que se refracta y se refracta,
haceres de cuenta de una deuda infinita,
ése son los demás, hacedores de nocturnos.
No hablen las patas por las palabras que no pude,
calle la caballería del insomnio

Gabriel Fuster: La Princesa de Marte

LA PRINCESA DE MARTE
Gabriel Fuster

¿Será posible que un día vuelva a Marte?

Tal es el grito excedido en Jonh Carter, con su laúd constelado. John Carter es un personaje de ficción creado por Edgar Rice Burroughs que aparece en la serie marcianas de sus novelas. Burroughs retrata al personaje como un soldado de la Guerra Civil Americana, nativo de Virginia, que busca hacerse rico encontrando una mina de oro extraviada en Arizona, conforme a los reportes de guerra. Al tiempo que se esconde de los indios Apaches en una cueva y cae en una muerte aparente, es transportado misteriosamente a Marte en una suerte de proyección astral, donde descubre su vocación de pacificador del planeta, pues resulta más ágil y fuerte que los nativos sujetos a la gravedad marciana, y se propone ganar el corazón de una Princesa de piel roja, que es inasible como la paz en un sistema binario de lunas. Sin embargo, antes de conseguir los favores reales, es teletransportado involuntariamente de vuelta a la Tierra, donde buscará por todos los medios reencontrar el camino de regreso al planeta rojo y el corazón de su soberana, el resto de sus días. Su tragedia individual concentra la tragedia de nuestro tiempo: no reconoció la luz, porque la princesa de Marte fue transportada a la Tierra también, sin ninguno saberlo.

                       Un año agonizando por el agudo amor sexual sobre el plexo solar, que pide se le substituya por la conexión umbilical perdida, lo coloca por encima de la crueldad consigo, llevando al paroxismo del absurdo y la sofocación humana. En la invisibilidad de la comunicación telefónica, platicamos.

                        “¿Será posible que un día vuelva a Marte? No tengo empleo, no puedo pagar la renta. Estoy engordando como un cochino, me hallo desesperado. Si me aviento del techo de mi edificio, ¿me moriré?”

                  “No creo, Carter. Son solo ocho pisos. Probablemente quedes lisiado de por vida. Y si sigues con esa depresión, ni yo ni nadie querrá empujar tu silla de ruedas.”

                “Bueno, bueno. Y si primero bebo un frasco de acido muriático y me lanzo al vacío, ¿me moriré?”

                 “¿Bromeas? Ya te dije que quedarás lisiado de por vida y además sin esófago. En tu siguiente cumpleaños no hallo un voluntario para cortar todo lo inútil de tu pastel lleno de velas, molerlo en la licuadora y suministrártelo vía sonda endoscópica percutánea. Conmigo no cuentes.”

            “Entiendo, ¿Y si me corto el cuello con un cuchillo cebollero, salto del techo y espero que me arrolle un camión de la Ruta 6?”

“Esa sí es una buena opción”
          Antes de llegar la revisión de estas tendencias suicidas, uno tuvo que haber escuchado el drama de su retorno imposible a lo primitivo, viviendo como asceta y reajustándose a la antigua gravedad terrestre.

                -Gabriel, no sé qué hacer. Estaba paseando por la Calzada del Gigante y el intestino grueso se me aflojó de su lugar.

                  -¿El intestino grueso se te aflojó a mitad de la calle? ¿Cómo el radiador de un coche viejo?

-Sí, estaba caminando dentro de la “normalidad” y de pronto sentí un bulto llenar mis pantalones. Supuse que me había cagado. Al llegar a la casa, revisé mis calzones y allí estaba expuesto el pedazo de aparato digestivo, con la presión de una tuba sonora. Era el tramo del recto. ¿Qué hago? Esta gravedad terrestre me está despedazando.

-Calma, ¿tienes aguja e hilo?
          -Sí

          -¿Tijeras?

-Sí
           -¿Un pedazo de seda tornasol? ¿O muselina, de la que se utiliza para tutús?
          
         -Sí

-¿Puedes conseguir un patrón de costura de alguna revista Vanity?
           Carter interrumpe en seco mis instrucciones. Me regresa la llamada a la siguiente hora.

            -Ya lo conseguí, pero que los exploradores de los telescopios se traguen sus estadísticas. Nada importa. No tengo empleo, no tengo dinero. Estoy engordando como un cochino, me hallo desesperado, ay.

               -Te queda una salida falsa

               -Tienes razón, pero necesitaré tu ayuda

              Adelantándose otra vez a los necios, Carter organiza una fiesta, ávido de comer y beber hasta saciarse con la ambrosía de Júpiter, cuando sólo a Venus interesa el juicio de Paris, porque la velada es en honor del libro Best-seller de John Gray, relativo a la armonía planetaria entre los sexos, al exacto lamento de nuestros ojos. “Los hombres son de Marte”, me explica. “Y las mujeres no me interesan”. Otro parece extraviado en Plutón.

En preparación al gran banquete, éste rentó el garaje del señor Iván Hermes para guardar sus muebles. Como en un incendio, momentáneamente tuvo que abandonar la casa para dar paso a un ejército de floristas, carpinteros, electricistas, pintores y la mano de obra de empleadores ilegales, mientras la decoración se aproxima a una fiesta campestre finlandesa. Después, el despeñar de una música y el combate de los espejos, llenos de bandejas y saludos. Cerca de 300 personas recibieron invitaciones hechas a mano, incluyendo los inquilinos del edificio, especialmente el amigo imaginario, cuya novia sigue las estrellas, sin distingo para la vida del fan o del astrólogo.
          Puesto que le ha dedicado este homenaje al lugar que se cree viven los comunistas y está ligado a los misteriosos canales observados por Schiaparelli, rompiéndole un huevo de carnaval en la calva extendida por oleadas de lava volcánica, para que le cosquilleen los papelitos de colores y sonría la cara de Cidonia, deparando hermosura con su rendija de alcancía, Carter me pide referencias para contratar una escort, cuyos favores podrían ser rifados en punto de la medianoche. Yo me hallo tan intimidado por la pregunta y tan pobre para pagar los servicios de una prostituta, que todo cuanto puedo ser capaz es acercarme a pedirle su autógrafo. Una atractiva chica pelirroja atiende al llamado y Carter la hizo vestir una ajustada camiseta roja, con la descripción en el pecho, diciendo “La Princesa de Marte”. La princesa empezó a circular afablemente dentro del departamento que poco a poco se iba congestionando, porque la mayoría de los invitados habían respondido a la invitación y, a su vez, trajeron a sus amigos. No hay más que medias palabras en el lenguaje de los globos de bienvenida. Si los invitados deseaban saltar en el cráter deslumbrado hacia adentro de su ombligo, merecer el cascabel de su pie a que bailen los ojos en éxtasis, ellos tenían que escribir sus nombres y sus cantidades de dinero en una cartulina preparada especialmente para la subasta, para depositarla en la gran piñata claveteada al centro de la habitación, llena de ambición como un huevo Fabergé.

              Carter se había asegurado que la cósmica epidermis de la primera nalgada, supliendo el golpe del mesón para indicar al mejor postor, complaciera a hombres y mujeres por igual, ardiendo en la más alta fiebre, que su interesada puja puede asimilar. Una maestra de Kindergarten, en lo particular, apostó 20 veces, ansiosa de superar la mejor oferta.  

La chica enguantada en la fantasía de Ópera Espacial se pasea ostentosa y teatral, penetra a los grupos ermitaños que sustentan su propia fiesta. Un invitado la reconoce y exclama: “¿Janis?”. Confrontando la voz dentro de la cacofonía de comentarios, Janis replica: “¿Liza?”.
            “¿Ella es Deyanira?”, pregunta el muchacho al lado de Liza. De pronto, resulta evidente que casi la mitad de los concurrentes conocen a Deyanira Toris, puesto que la edecán había sido coronada Reina de los estudiantes del Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey, en 2002. Posteriormente, saberla desaparecida durante la despedida al último Volkswagen escarabajo, con más de cincuenta años de producción, saliendo de la planta automotriz de Puebla, México, para ser transportado al Museo Autostadt de Wolfburg, Alemania, pero alimentando el rumor de hallarse manejándolo sin rumbo definido, sobre el paisaje desamparado de Urano, todos estos años.

-¡Soy la Princesa de Marte! – Deyanira responde, sin traza de vergüenza.
          -¡Amor, tenía años sin saber de ti! – exclama Liza, conteniendo las lágrimas de emoción.

          -Lo sé. ¿Sabes lo difícil que es encontrar empleo, el primer día que salimos de la universidad? En todas las empresas, te piden experiencia laboral o las nalgas para contratarte. Es una chingadera.

La mayoría de los asistentes sabían de lo que hablaba. Todos ellos eran desempleados. Todos y cada uno abrazaron a Janis y la felicitaron, al menos por llevarse un cheque a casa esa noche, libre de impuestos. Principalmente, el reportero paparazzi se siente más caliente que Mercurio, porque a escondidas se ha enamorado. Todo el mundo se dispuso a bailar. La rifa se llevó a cabo y eventualmente la ganadora resultó la maestra de Kindergarten. El grupo entero salió detrás de la pareja. Yo sospecho que organizaron una orgía en algún hotel de categoría.
             -¿Te sientes mejor? – le pregunto a Carter.

             Ambos nos hallamos colapsados de cansancio en el diván de la sala.

-Mucho mejor, aunque nosotros que habitamos las octavas superiores se nos enseña a no malgastar los iones saludables en los trogloditas, cuya especie usted clasifica. Hablo de distintas dimensiones y de esto y esto y esto.
           -Perdón, lo olvidaba. Oye Carter, ¿En serio te desmaterializaste y tuvo tu translocación aquí por accidente, o estoy mirando un pase de abordar de la línea Continental Airlines, asomándose de tu bolsillo?

Carter tiene el sueño de Jasoom, como cuando le decimos a un profesor: “¿Y ya ha leído a Jacques Lacan?”. Lo que deriva en suficiente omnisciencia para adivinar por adelantado los números aleatoriamente seleccionados que tocan a la lotería, sin atinarle a uno.  
                 Ay, ¿Será posible que un día vuelva a Marte?








viernes, marzo 16, 2012

Jorge Enrique Audoum: Desencuentros con Julio Cortázar


Desencuentros con Julio Cortázar
Jorge Enrique Audoum


es como si lo hubiera visto morirse quince meses atrás o
sea el 6 de noviembre de 1982 cuando enterrábamos a Carol
hacía un frío triste y gris y allí estábamos los amigos
desfilando sobre un suelo movedizo y húmedo de hojas
sucias de otoño como si hubiera servido para otros
entierros u otros otoños
y tras haber echado cada uno una flor -rosas amarillas
había pedido su madre por teléfono- sobre la caja
angosta y pequeñita
nosotros que habíamos enterrado en nuestra vida a tantos
muertos y dándole el pésame a tantos deudos
nos encontrábamos en el cementerio de Montparnasse
con un único deudo solo alto duro flaco
de pie con una gabardina azul bajo el arco de unos
árboles casi decorado de teatro

Como en él todo era grande (sobre todo el corazón) me
hizo sentirme más pequeño con su inmenso abrazo y
su recomendación de que me cuidara
pero en ese instante como si yo no hubiera sido yo sino
uno de sus personajes de esos con supersticiones y
premoniciones causales y casuales
decía me decía ¿ya quién vamos a darle el pésame
cuando él se muera si no a nosotros mismos?
como si él y no alguno de nosotros los otros hubiera de
morirse primero
después los que quedamos nos juntamos los pedazos
prometiéndonos vernos con mayor frecuencia no
dejar que las calles y distancias de parís nos
separaran estar más juntos que antes como para
que nadie llegara a faltarnos
y es precisamente él quien nos falta ahora y estamos
todos dándonos el pésame abrazándonos más
estrechamente que nunca recibiendo condolencias
por teléfono o por correo
sintiéndolo de pronto alIado cuando entramos en un
bistrot o tomamos el metro o escuchamos jazz o nos
ponemos un pullover
y habiendo olvidado en esa oportunidad sus antiguas
instrucciones para llorar
traté a escondidas en difícil homenaje a su memoria de
subir de espaldas la escalera
y he de incurrir en el ya lugar común de decir de
ciertas situaciones o de ciertos desencuentros
sucesivos que parecen un cuento de cortázar
pero la culpa es suya por habernos demostrado que uno
puede pasar de su mundo cotidiano y rutinario a un
universo paradójico con solo tomar un tren o abrir
una puerta

en septiembre de 1982 la Universidad Internacional
Menéndez y Pelayo de españa acordó culminar un
seminario celebrado en sitges rindiendo homenaje a
la obra de Cortázar y entregándole una medalla
Julio no pudo asistir atado como estaba a la cama de
hospital de su mujer (y sin embargo en esos días
escribió dos cuentos de horror sobre el fascismo
argentino)
y por generosidad de los participantes se decidió que yo
recibiera la medalla en su nombre
pero en lugar de entregármela en su estuche el rector me
la "impuso" o sea simplemente que me la puso
o sea que me la quité en seguida porque estaba destinada
a otro pecho
y agradecí no en nombre de  Cortázar sino en el de quienes
éramos sus amigos y hermanos
ese reconocimiento a la obra del gigante "pastor de
palabras" pero también a la del hombre que con sus
largos brazos de boxeador frustrado golpeaba en cada
round la mandíbula de los dictadores
al que le había quitado todas las cáscaras a la realidad
hasta encontrar en ella las semillas de lo imaginario
al doble compañero en quien la literatura y la revolución
se daban la mano comprensivas
a su ejemplar capacidad latinoamericana de ubicuidad
porque estaba en lo esencial de Chile y de Argentina en
Cuba y Nicaragua en El Salvador y Guatemala
tratando en todas las tribunas posibles y desde todos los
tribunales de explicarles a los europeos cómo son las
cosas contra las que se debaten o por las que combaten
nuestros pueblos
yo declaré en aquel acto cordial y solemne que entregaría
a Julio la medalla por lo menos en unión de los
participantes en el seminario radicados en parís -
Saúl Yurkievich, Osvaldo Soriano y Miguel Rojas Mix-
desde la casa de Eduardo Galeano lo llamamos por teléfono
para enteramos del estado de salud de carol y yo le
hice el resumen de la solidaridad de profesores y
alumnos de amigos y desconocidos en ese momento
tenso que estaban pasando esas dos vidas
y le prometí esa fraternal miniatura del acto de sitges
para cuando carol saliera del hospital
pero Carol salió del hospital al cementerio y me pareció
que celebrar la reunión sin ella habría sido algo como
faltar a mi palabra o algo como olvidarla demasiado
pronto

por lo demás Julio se puso sanamente a viajar en seguida

fue al sur de Francia y volvió a Cuba (que le había cambiado
casi veinticinco años atrás las líneas de la mano) y a
Nicaragua (donde "han empujado la palabra cultura a
la calle como si fuera un carrito de helados o de
frutas")
cuando estuvo de regreso yo entraba unavezmente más
al hospital por nuevos incidentes corazonales
y estuve un mes fuera de parís por razones de convalecencia

a mi regreso saúl estaba ausente y Soriano había ido a
hacer una "prospección" en Argentina donde su último
libro disputaba con uno de Julio el primer lugar en la
lista de best-sellers
cuando en junio apareció Deshoras y lo encontré en una
lectura de poemas que hizo claribel alegría conmigo
me pareció llegada la oportunidad que buscaba y le
propuse celebrarlo con la reunión nueve meses
postergada y entregarle la medalla
pero él se marchaba al día siguiente a iIalia y a no sé qué
otros países más
luego vinieron las vacaciones de verano en las que todos
se ausentaron excepto yo que me fui a ecuador en
septiembre y octubre
a mi vuelta la medalla guardada en un cajón del escritorio
me seguía quemando las manos
y decidí dársela aun cuando fuera sin pretexto literario ni
fiesta casera ni invitados íntimos
pero él podía por fin volver a su Argentina en donde tanto
tiempo le estuvo prohibido entrar ya veces ser leído
e iba a hacer un nuevo viaje a Cuba y Nicaragua pasando
por París pero esta vez su médico no se lo permitió
"por el peligro de la enfermedades tropicales" según
Julio que seguía engañándo(se)nos
en diciembre lo encontré en casa de Daniel Viglietti y por
vez primera lo vi malhumorado harto de venir
arrastrando tres años de alergias y seis meses de
leucemia y otros trastornos
cuando al abrazarle le pregunté cómo estaba me dijo
"Mal como de costumbre"
cuando al despedirme le dije que se cuidara me respondió
secamente "I will do my best"
desde entonces durante dos meses fue huésped semanal
de los hospitales
y aún así se dio modos para hacerme llegar en enero
Los autonautas de la cosmoruta amorosamente escrito a
cuatro manos entre él y Carol Dunlop
a comienzos de febrero de paso por parís Eduardo Galeano
me dejó un ejemplar de Las caras y las máscaras que Julio
quería leer "durante su convalecencia"
y Miguel Rojas Mix que en esta historia de hospitales
estaba entonces hospitalizado me hizo saber que por
saúl yurkievich sabía que el cronopio mayor se
acordaba de que no le había dado aún su medalla

Julio ya no quería que se lo visitara en el hospital pero
alfredo guevara logró hacerle llegar el testimonio de
solidaridad de cuba que ponía a su disposición un
avión y toda su capacidad médica
aunque sabíamos o sospechábamos o temíamos que fuera
demasiado tarde
en la noche del sábado 11 de febrero le escribí unos
renglones recordándole que por viajes impostergables
ausencias intempestivas e idas y vueltas suyas y mías
a los hospitales se había postergado la entrega de ese
símbolo de admiración y reconocimiento de la
universidad española a la limpieza de su vida y la
limpieza de su obra
pero que se iban acumulando en mi poder cosas que le
pertenecían
y que se las enviaba con alguien para que por intermedio
de Aurora Bernárdez -que había sido su primera
mujer y era su última entrañable enfermera- las
recibiera el domingo a las cuatro de la tarde
pero el domingo se estuvo muriendo desde las cinco de
la mañana hasta que hacia el mediodía un médico
tardíamente compasivo le puso una inyección para
que no le dolieran más el corazón ni el resto
esa noche vi en su casa de reojo el estuche con la medalla
el libro y la carta

justo un año antes él había hablado del "término del
periplo de una vida que entra en su ocaso [...] al fin de
un larguísimo viaje por las tierras y los mares del
tiempo"
no nos parecía a nosotros que hubiese sido tan largo pero
ahí estábamos enterrándolo el martes con un solecito
frío de invierno en una caja larga y ancha capaz de
contener al gran hermano mayor aunque con la
impresión de que había tenido que empequeñecerse
para pasar por la muerte sin bajar la cabeza
nos fue imposible convencer a los empleados de pompas
fúnebres de que la familia éramos nosotros cuando
nos pedían que nos retiráramos
y volvimos a abrazarnos más estrechamente que la vez
anterior
sintiéndonos que a pesar de estar todos juntos nos
habíamos quedado un poco más solos
(Carol había muerto el 2 de noviembre "Día de los fieles
difuntos"
Julio fue a reunirse con ella -bajo la hermosa sábana de
mármol que había tallado Luis Tomasello- el 14 de
febrero "Día de los enamorados"
dejo constancia de ello porque para él esas cosas tenían
significado )
1984

 
Tomado de "Antología poética" de Jorge Enrique Audoum
Visor 1998

Manuel Maples Arce: De Andamios Internos Radiográficos


PRISMA
Soy un punto muerto en medio de la hora,

equidistante al grito náufrago de una estrella.

Un parque de manubrio se engarrota en la sombra,

y la luna sin cuerda

me oprime en las vidrieras.

Margaritas de orodes

hojadas al viento.

La ciudad insurrecta de anuncios luminosos

flota en los almanaques,y allá de tarde en tarde,

por la calle planchada se desangra un eléctrico.

El insomnio, lo mismo que una enredadera,

se abraza a los andamios sinoples del telégrafo,

y mientras que los ruidos descerrajan las puertas,

la noche ha enflaquecido lamiendo su recuerdo.

El silencio amarillo suena sobre mis ojos.

¡Prismal, diáfana mía, para sentirlo todo!

Yo departí sus manos,

pero en aquella hora

gris de las estaciones,

sus palabras mojadas se me echaron al cuello,

y una locomotora

sedienta de kilómetros la arrancó de mis brazos.

Hoy suenan sus palabras más heladas que nunca.

¡Y la locura de Edison a manos de la lluvia

!El cielo es un obstáculo para el hotel inverso

refractado en las lunas sombrías de los espejos;

los violines se suben como la champaña,

y mientras las ojeras sondean la madrugada,

el invierno huesoso tirita en los percheros.

Mis nervios se derraman.

La estrella del recuerdo

naufragada en el agua

del silencio.Tú y yo

coincidimos

en la noche terrible,

meditación temática

deshojada en jardines.

Locomotoras,

gritos,

arsenales, telégrafos.

El amor y la vida

son hoy sindicalistas,

y todo se dilata en círculos concéntricos.

 FLORES ARITMÉTICAS
Esas rosas eléctricas de los cafés con música
que estilizan sus noches con “poses”
operísticas,
languidecen de muerte, como las semifusas,
en tanto que en la orquesta se encienden anilinas

y bosteza la sífilis entre “tubos de estufa”.

Equivocando un salto de trampolín, las joyas

se confunden estrellas de catálogos Osram.
Y olvidado en el hombro de alguna Margarita,
deshojada por todos los poetas franceses,

me galvaniza una de estas pálidas “ísticas”
que desvelan de balde sus ojeras dramáticas,
y un recuerdo de otoño de hospital se me entibia,

Y entre sorbos de exóticos nombres

 fermentados,el amor, que es un fácil juego de cubilete,
prende en una absurda figura literaria
el dibujo melódico de un vals incandescente.

El violín se accidenta en sollozos teatrales,

y se atraganta un pájaro los últimos compases.
Este techo se llueve.
La noche en el jardín

se da toques con pilas eléctricas de éter,

y la luna está al último grito de París.
Y en la sala ruidosa,

el mesero académico descorchaba las horas.

TODO EN UN PLANO OBLICUO

En tanto que la tisis —todo en un plano oblicuo—

paseante de automóvil y tedio triangular,

me electrizo en el vértice agudo de mí mismo.

Van cayendo las horas de un modo vertical.
Y simultaneizada bajo la sombra eclíptica
de aquel sombrero unánime,
se ladea una sonrisa,mientras que la blancura en éxtasis de frasco
se envuelve en una llama d’Orsay de gasolina.
Me debrayo en un claro
de anuncio cinemático.
Y detrás de la lluvia que peinó los jardines
hay un hervor galante de encajes auditivos;
a aquel violín morado le operan la laringe
y una estrella reciente se desangra en suspiros.
Un incendio de aplausos consume las lunetas
de la clínica, y luego —¡oh anónima de siempre!—
desvistiendo sus laxas indolencias modernas,
reincide —flor de lucro— tras los impertinentes.
Pero todo esto es sólo
un efecto cinemático,
porque ahora, siguiendo el entierro de coches,
allá de tarde en tarde estornuda un voltaicos
sobre las caras lívidas de los “players” románticos,
y florecen algunos aeroplanos de hidrógeno.
En la esquina, un “umpire” de tráfico, a su modo,
va midiendo los “outs”, y en este
amarillismo,se promulga un sistema luminista de rótulos.
Por la calle verdosa hay brumas de suicidio.