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martes, mayo 03, 2011

Ernesto Sabato: La resistencia


ERNESTO SABATO
LA RESISTENCIA


a Elvira González Fraga,
quien colaboró conmigo en este
libro y a través de tantos años,
con profundísimo afecto.




PRIMERA CARTA
Lo pequeño
y lo grande



HAY DÍAS en que me levanto con una esperanza
demencial, momentos en los que siento que las
posibilidades de una vida más humana están al alcance de
nuestras manos. Éste es uno de esos días.
Y, entonces, me he puesto a escribir casi a tientas en la
madrugada, con urgencia, como quien saliera a la calle a
pedir ayuda ante la amenaza de un incendio, o como un
barco que, a punto de desaparecer, hiciera una última y
ferviente seña a un puerto que sabe cercano pero
ensordecido por el ruido de la ciudad y por la cantidad de
letreros que le enturbian la mirada.
Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a
la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar
la vida de otra manera. Nos pido ese coraje que nos sitúa en
la verdadera dimensión del hombre. Todos, una y otra vez,
nos doblegamos. Pero hay algo que no falla y es la
convicción de que —únicamente— los valores del espíritu
nos pueden salvar de este terremoto que amenaza la
condición humana.
Mientras les escribo, me he detenido a palpar una
rústica talla que me regalaron los tobas y que me trajo,
como un rayo a mi memoria, una exposición “virtual” que
me mostraron ayer en una computadora, que debo
reconocer que me pareció cosa de Mandinga. Porque a
medida que nos relacionamos de manera abstracta más nos
alejamos del corazón de las cosas y una indiferencia
metafísica se adueña de nosotros mientras toman poder
La Resistencia
entidades sin sangre ni nombres propios. Trágicamente, el
hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el
reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que es allí
donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los
gestos supremos de la vida. Las palabras de la mesa,
incluso las discusiones o los enojos, parecen ya
reemplazadas por la visión hipnótica. La televisión nos
tantaliza, quedamos como prendados de ella. Este efecto
entre mágico y maléfico es obra, creo, del exceso de la luz
que con su intensidad nos toma. No puedo menos que
recordar ese mismo efecto que produce en los insectos, y
aun en los grandes animales. Y entonces, no sólo nos cuesta
abandonarla, sino que también perdemos la capacidad para
mirar y ver lo cotidiano. Una calle con enormes tipas, unos
ojos candorosos en la cara de una mujer vieja, las nubes de
un atardecer. La floración del aromo en pleno invierno no
llama la atención a quienes no llegan ni a gozar de los
jacarandáes en Buenos Aires. Muchas veces me ha
sorprendido cómo vemos mejor los paisajes en las películas
que en la realidad.
Es apremiante reconocer los espacios de encuentro que
nos quiten de ser una multitud masificada mirando
aisladamente la televisión. Lo paradójico es que a través de
esa pantalla parecemos estar conectados con el mundo
entero, cuando en verdad nos arranca la posibilidad de
convivir humanamente, y lo que es tan grave como esto,
nos predispone a la abulia. Irónicamente he dicho en
muchas entrevistas que “la televisión es el opio del
pueblo”, modificando la famosa frase de Marx. Pero lo
creo, uno va quedando aletargado delante de la pantalla, y
aunque no encuentre nada de lo que busca lo mismo se
queda ahí, incapaz de levantarse y hacer algo bueno. Nos
quita las ganas de trabajar en alguna artesanía, leer un
libro, arreglar algo de la casa mientras se escucha música o
se matea. O ir al bar con algún amigo, o conversar con los
suyos. Es un tedio, un aburrimiento al que nos
acostumbramos como “a falta de algo mejor”. El estar
monótonamente sentado frente a la televisión anestesia la
sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica el alma.
Al ser humano se le están cerrando los sentidos, cada
vez requiere más intensidad, como los sordos. No vemos lo
que no tiene la iluminación de la pantalla, ni oímos lo que
no llega a nosotros cargado de decibeles, ni olemos
perfumes. Ya ni las flores los tienen.
Algo que a mí me afecta terriblemente es el ruido. Hay
tardes en que caminamos cuadras y cuadras antes de
encontrar un lugar donde tomar un café en paz. Y no es que
finalmente encontremos un bar silencioso, sino que nos
resignamos a pedir que, por favor, apaguen el televisor,
cosa que hacen con toda buena voluntad tratándose de mí,
pero me pregunto, ¿cómo hacen las personas que viven en
esta cuidad de trece millones de habitantes para encontrar
un lugar donde conversar con un amigo? Esto que les digo
nos pasa a todos, y muy especialmente a los verdaderos
amantes de la música, ¿o es que se cree que prefieren
escucharla mientras todos hablan de otros temas y a los
gritos? En todos los cafés hay, o un televisor, o un aparato
de música a todo volumen. Si todos se quejaran como yo,
enérgicamente, las cosas empezarían a cambiar. Me
pregunto si la gente se da cuenta del daño que le hace el
ruido, o es que se los ha convencido de lo avanzado que es
hablar a los gritos. En muchos departamentos se oye el
televisor del vecino, ¿cómo nos respetamos tan poco?
¿Cómo hace el ser humano para soportar el aumento de
decibeles en que vive? Las experiencias con animales han
demostrado que el alto volumen les daña la memoria
primero, luego los enloquece y finalmente los mata. Debo
de ser como ellos porque hace tiempo que ando por la calle
con tapones para los oídos.
El hombre se está acostumbrando a aceptar
pasivamente una constante intrusión sensorial. Y esta
actitud pasiva termina siendo una servidumbre mental,
una verdadera esclavitud.
Pero hay una manera de contribuir a la protección de la
humanidad, y es no resignarse. No mirar con indiferencia
cómo desaparece de nuestra mirada la infinita riqueza que
forma el universo que nos rodea, con sus colores, sonidos y
perfumes. Ya los mercados no son aquellos a los que iban
las mujeres con sus puestos de frutas, de verduras, de
carnes, verdadera fiesta de colores y olores, fiesta de la
naturaleza en medio de la ciudad, atendidos por hombres
que vociferaban entre sí, mientras nos contagiaban la
gratitud por sus frutos. ¡Pensar que con Mamá íbamos a la
pollería a comprar huevos que, en ese mismo momento,
retiraban de las gallinas ponedoras! Ahora ya todo viene
envasado y se ha comenzado a hacer las compras por
computadora, a través de esa pantalla que será la ventana
por la que los hombres sentirán la vida. Así de indiferente e
intocable.
No hay otra manera de alcanzar la eternidad que
ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la
universalidad que a través de la propia circunstancia: el
hoy y aquí. Y entonces ¿cómo? Hay que re-valorar el
pequeño lugar y el poco tiempo en que vivimos, que nada
tienen que ver con esos paisajes maravillosos que podemos
mirar en la televisión, pero que están sagradamente
impregnados de la humanidad de las personas que vivimos
en él. Uno dice silla o ventana o reloj, palabras que designan
meros objetos, y, sin embargo, de pronto transmitimos algo
misterioso e indefinible, algo que es como una clave, como
un mensaje inefable de una profunda región de nuestro ser.
Decimos silla pero no queremos decir silla, y nos entienden.
O por lo menos nos entienden aquéllos a quienes está
secretamente destinado el mensaje. Así, aquel par de
zuecos, aquella vela, esa silla, no quieren decir ni esos
zuecos, ni esa vela macilenta, ni aquella silla de paja, sino
Van Gogh, Vincent: su ansiedad, su angustia, su soledad;
de modo que son más bien su autorretrato, la descripción
de sus ansiedades más profundas y dolorosas. Sirviéndose
de objetos de este mundo aparentemente seco que está
fuera de nosotros, que acaso estaba antes de nosotros y que
muy probablemente nos sobrevivirá. Como si esos objetos
fueran temblorosos y transitorios puentes para salvar el
abismo que siempre se abre entre uno y el universo,
símbolos de aquello profundo y recóndito que reflejan;
indiferentes y grises para los que no son capaces de
entender la clave, pero cálidos y tensos y llenos de
intención secreta para los que la conocen. Porque el hombre
hace con los objetos lo mismo que el alma realiza con el
cuerpo, impregnándolo de sus anhelos y sentimientos,
manifestándose a través de las arrugas carnales, del brillo
de los ojos, de las sonrisas y de la comisura de sus labios.
Si nos volvemos incapaces de crear un clima de belleza
en el pequeño mundo a nuestro alrededor y sólo
atendemos a las razones del trabajo, tantas veces
deshumanizado y competitivo, ¿cómo podremos resistir?
La presencia del hombre se expresa en el arreglo de una
mesa, en unos discos apilados, en un libro, en un juguete.
El contacto con cualquier obra humana evoca en nosotros la
vida del otro, deja huellas a su paso que nos inclinan a
reconocerlo y a encontrarlo. Si vivimos como autómatas
seremos ciegos a las huellas que los hombres nos van
dejando, como las piedritas que tiraban Hansel y Gretel en
la esperanza de ser encontrados.
El hombre se expresa para llegar a los demás, para salir
del cautiverio de su soledad. Es tal su naturaleza de
peregrino que nada colma su deseo de expresarse. Es un
gesto inherente a la vida que no hace a la utilidad, que
trasciende toda posibilidad funcional. Los hombres, a su
paso, van dejando su vestigio; del mismo modo, al retornar
a nuestra casa después de un día de trabajo agobiante, una
mesita cualquiera, un par de zapatos gastados, una simple
lámpara familiar, son conmovedores símbolos de una costa
que ansiamos alcanzar, como náufragos exhaustos que
lograran tocar tierra después de una larga lucha contra la
tempestad.
Son muy pocas las horas libres que nos deja el trabajo.
Apenas un rápido desayuno que solemos tomar pensando
ya en los problemas de la oficina, porque de tal modo nos
vivimos como productores que nos estamos volviendo
incapaces de detenernos ante una taza de café en las
mañanas, o de unos mates compartidos. Y la vuelta a la
casa, la hora de reunimos con los amigos o la familia, o de
estar en silencio como la naturaleza a esa misteriosa hora
del atardecer que recuerda los cuadros de Millet, ¡tantas
veces se nos pierde mirando televisión! Concentrados en
algún canal, o haciendo zapping, parece que logramos una
belleza o un placer que ya no descubrimos compartiendo
un guiso o un vaso de vino o una sopa de caldo humeante
que nos vincule a un amigo en una noche cualquiera.
Cuando somos sensibles, cuando nuestros poros no
están cubiertos de las implacables capas, la cercanía con la
presencia humana nos sacude, nos alienta, comprendemos
que es el otro el que siempre nos salva. Y si hemos llegado
a la edad que tenemos es porque otros nos han ido
salvando la vida, incesantemente. A los años que tengo
hoy, puedo decir, dolorosamente, que toda vez que nos
hemos perdido un encuentro humano algo quedó atrofiado
en nosotros, o quebrado. Muchas veces somos incapaces de
un genuino encuentro porque sólo reconocemos a los otros
en la medida que definen nuestro ser y nuestro modo de
sentir, o que nos son propicios a nuestros proyectos. Uno
no puede detenerse en un encuentro porque está atestado
de trabajos, de trámites, de ambiciones. Y porque la
magnitud de la ciudad nos supera. Entonces el otro ser
humano no nos llega, no lo vemos. Está más a nuestro
alcance un desconocido con el que hablamos a través de la
computadora. En la calle, en los negocios, en los infinitos
trámites, uno sabe —abstractamente— que está tratando
con seres humanos pero en lo concreto tratamos a los
demás como a otros tantos servidores informáticos o
funcionales. No vivimos esta relación de modo afectivo,
como si tuviésemos una capa de protección contra los
acontecimientos humanos “desviantes” de la atención. Los
otros nos molestan, nos hacen perder el tiempo. Lo que deja
al hombre espantosamente solo, como si en medio de tantas
personas, o por ello mismo, cundiera el autismo.
He visto algunas películas donde la alienación y la
soledad son tales que las personas buscan amarse a través
de un monitor. Por no hablar de esas mascotas artificiales
que inventaron los japoneses, que no sé qué nombre tienen,
que se las cuida como si vivieran, porque tienen
“sentimientos” y hay que hablarles. ¡Qué basura y qué
trágico pensar que ésa es la manera que tienen muchas
personas de expresar su afecto! Un juego siniestro cuando
hay tanto niño tirado por el mundo, y tanto noble animal
camino a la extinción.
Estamos a tiempo de revertir este abandono y esta
masacre. Esta convicción ha de poseernos hasta el
compromiso.


La vida es abierta por naturaleza, aun en quienes la
barrera que han levantado en torno a lo propio pareciera
ser más oscura que una mazmorra. El latido de la vida
exige un intersticio, apenas el espacio que necesita un latido
para seguir viviendo, y a través de él puede colarse la
plenitud de un encuentro, como las grandes mareas pueden
filtrarse aun en las represas más fortificadas. O una
enfermedad puede ser la apertura, o el desborde de un
milagro cualquiera de la vida: una persona que nos ame a
pesar de nuestra cerrazón O como una gota que golpeara
incesantemente contra los altos muros. Y entonces la
persona que estaba más sola y cerrada puede ser ella
misma la más capacitada por haber sido quien soportó
largo tiempo esa grave carencia. Motivo por el cual son
muchas veces los que más orfandad han sufrido quienes
más cuidado ponen en la persona amada. Amor que nunca
se recibe como descontado, que siempre pertenece a la
magnitud del milagro. Y esta comprobación que tantas
veces hemos hecho en la vida, mal que les pese a algunos
psicólogos, es lo que nos alienta a pensar que nuestra
sociedad, tan enfermiza y deshumanizada, puede ser quien
dé origen a una cultura religiosa, como lo profetizó
Berdiaev a principios del siglo XX.
La medicina es una de las áreas donde puede verse una
contraola que golpea esta trágica creencia en la
Abstracción. Si en 1900 un curandero curaba por sugestión,
los médicos se echaban a reír, porque en aquel tiempo sólo
creían en cosas materiales, como un músculo o un hueso;
hoy practican eso mismo que antes consideraban
superstición con el nombre de “medicina psicosomática”.
Pero durante mucho tiempo subsistió en ellos el fetichismo
por la máquina, la razón y la materia, y se enorgullecían de
los grandes triunfos de su ciencia, por el solo hecho de
haber reemplazado el auge de la viruela por el del cáncer.
La falla central que sufrió la medicina proviene de la
falsa base filosófica de los tres siglos pasados, de la ingenua
separación entre alma y cuerpo, del cándido materialismo
que conducía a buscar toda enfermedad en lo somático. El
hombre no es un simple objeto físico, desprovisto de alma;
ni siquiera un simple animal: es un animal que no sólo
tiene alma sino espíritu, y el primero de los animales que
ha modificado su propio medio por obra de la cultura.
Como tal, es un equilibrio —inestable— entre su propio
soma y su medio físico y cultural. Una enfermedad es,
quizá, la ruptura de ese equilibrio, que a veces puede ser
provocada por un impulso somático y otras por un impulso
anímico, espiritual o social. No es nada difícil que
enfermedades modernas como el cáncer sean esencialmente
debidas al desequilibrio que la técnica y la sociedad
moderna han producido entre el hombre y su medio. ¿El
cáncer no es acaso un cierto tipo de crecimiento
desmesurado y vertiginoso?
Cambios mesológicos provocaron la desaparición de
especies enteras, y así como los grandes reptiles no
pudieron sobrevivir a las transformaciones que ocurrieron
al final del período mesozoico, podría suceder que la
especie humana fuese incapaz de soportar los catastróficos
cambios del mundo contemporáneo. Pues estos cambios
son tan terribles, tan profundos y sobre todo tan
vertiginosos, que aquellos que provocaron la desaparición
de los reptiles resultan insignificantes. El hombre no ha
tenido tiempo para adaptarse a las bruscas y potentes
transformaciones que su técnica y su sociedad han
producido a su alrededor; y no es arriesgado afirmar que
las enfermedades modernas sean los medios de que se está
valiendo el cosmos para sacudir a esta orgullosa especie
humana.
Nuestro tiempo cuenta con teléfonos para suicidas. Sí,
es probable que algo se le pueda decir a un hombre para
quien la vida ha dejado de ser el bien supremo. Yo mismo,
muchas veces, atiendo gente al borde del abismo. Pero es
muy significativo que se tenga que buscar un gesto amigo
por teléfono o por computadora, y no se lo encuentre en la
casa, o en el trabajo, o en la calle, como si fuésemos
internados en alguna clínica enrejada que nos separara de
la gente a nuestro lado. Y entonces, habiendo sido privados
de la cercanía de un abrazo o de una mesa compartida, nos
quedaran “los medios de comunicación”.
De la misma manera, cuánto mejor es morir en la propia
cama, rodeado de afecto, acompañado por las voces, los
rostros y los objetos familiares, que en esas ambulancias
que atraviesan como bólidos las calles para ingresar al
moribundo en una sala esterilizada, en lugar de dejarlo en
paz.
Con admiración recuerdo el nombre de algunos viejos
médicos cuya sola entrada sanaba al enfermo. ¡Cuánta
irónica sonrisa mereció esta deslumbrante verdad!
Es noche de verano, la luna ilumina de cuando en
cuando. Avanzo hacia mi casa entre las magnolias y las
palmeras, entre los jazmines y las inmensas araucarias, y
me detengo a observar la trama que las enredaderas han
labrado sobre el frente de esta casa que es ya una ruina
querida, con persianas podridas o desquiciadas; y, sin
embargo, o precisamente por su vejez parecida a la mía,
comprendo que no la cambiaría por ninguna mansión en el
mundo.
En la vida existe un valor que permanece muchas veces
invisible para los demás, pero que el hombre escucha en lo
hondo de su alma: es la fidelidad o traición a lo que
sentimos como un destino o una vocación a cumplir.
El destino, al igual que todo lo humano, no se
manifiesta en abstracto sino que se encarna en alguna
circunstancia, en un pequeño lugar, en una cara amada, o
en un nacimiento pobrísimo en los confines de un imperio.
Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los
profundos desencuentros, son obra de las casualidades,
sino que nos están misteriosamente reservados. ¡Cuántas
veces en la vida me ha sorprendido cómo, entre las
multitudes de personas que existen en el mundo, nos
cruzamos con aquellas que, de alguna manera, poseían las
tablas de nuestro destino, como si hubiéramos pertenecido
a una misma organización secreta, o a los capítulos de un
mismo libro! Nunca supe si se los reconoce porque ya se los
buscaba, o se los busca porque ya bordeaban los aledaños
de nuestro destino.
El destino se muestra en signos e indicios que parecen
insignificantes pero que luego reconocemos como
decisivos. Así, en la vida uno muchas veces cree andar
perdido, cuando en realidad siempre caminamos con un
rumbo fijo, en ocasiones determinado por nuestra
voluntad más visible, pero en otras, quizá más decisivas
para nuestra existencia, por una voluntad desconocida
aun para nosotros mismos, pero no obstante poderosa e
inmanejable, que nos va haciendo marchar hacia los
lugares en que debemos encontrarnos con seres o cosas
que, de una manera o de otra, son, o han sido, o van a ser
primordiales para nuestro destino, favoreciendo o
estorbando nuestros deseos aparentes, ayudando u
obstaculizando nuestras ansiedades, y, a veces, lo que
resulta todavía más asombroso, demostrando a la larga
estar más despiertos que nuestra voluntad consciente.
En el momento, nuestras vidas nos parecen escenas
sueltas, una al lado de la otra, como tenues, inciertas y
livianísimas hojas arrastradas por el furioso y sin sentido
viento del tiempo. Mi memoria está compuesta de
fragmentos de existencia, estáticos y eternos: el tiempo no
pasa, entre ellos, y cosas que sucedieron en épocas muy
remotas entre sí están unas junto a otras vinculadas o
reunidas por extrañas antipatías y simpatías. O acaso
salgan a la superficie de la conciencia unidas por vínculos
absurdos pero poderosos, como una canción, una broma o
un odio común. Como ahora, para mí, el hilo que las une y
que las va haciendo salir una después de otra es cierta
ferocidad en la búsqueda de algo absoluto, cierta
perplejidad, la que une palabras como hijo, amor, Dios,
pecado, pureza, mar, muerte.
Pero no creo en el destino como fatalidad, como en la
tradición griega, o en nuestro tango: “contra el destino,
nadie la talla”. Porque de ser así, ¿para qué les estaría
escribiendo? Creo que la libertad nos fue destinada para
cumplir una misión en la vida; y sin libertad nada vale la
pena. Es más, creo que la libertad que está a nuestro alcance
es mayor de la que nos atrevemos a vivir. Basta con leer la
historia, esa gran maestra, para ver cuántos caminos ha
podido abrir el hombre con sus brazos, cuánto el ser
humano ha modificado el curso de los hechos. Con
esfuerzo, con amor, con fanatismo.
Pero si no nos dejamos tocar por lo que nos rodea no
podremos ser solidarios con nada ni nadie, seremos esa
expresión escalofriante con que se nombra al ser humano
de este tiempo, “átomo cápsula”, ese individuo que crea a
su alrededor otras tantas cápsulas en las que se encierra, en
su departamento funcional, en la parte limitada del trabajo
a su cargo, en los horarios de su agenda. No podemos
olvidar que antes la siembra, la pesca, la recolección de los
frutos, la elaboración de las artesanías, como el trabajo en
las herrerías o en los talleres de costura, o en los
establecimientos de campo, reunían a las personas y las
incorporaban en la totalidad de su personalidad. Fue la
intuición del comienzo de esta ruptura la que llevó a los
obreros del siglo XVIII a rebelarse contra las máquinas, a
querer prenderles fuego. Hoy los hombres tienden a
cohesionarse masivamente para adecuarse a la creciente y
absoluta funcionalidad que el sistema requiere hora a hora.
Pero entre la vida de las grandes ciudades, que lo
sobrepasan como un tornado a las arenas de un desierto, y
la costumbre de mirar televisión, donde uno acepta que
pase lo que pase, y no se cree responsable, la libertad está
en peligro. Tan grave como lo que dijo Jünger: “Si los lobos
contagian a la masa, un mal día el rebaño se convierte en
horda”.
Si cambia la mentalidad del hombre, el peligro que
vivimos es paradójicamente una esperanza. Podremos
recuperar esta casa que nos fue míticamente entregada. La
historia siempre es novedosa. Por eso a pesar de las
desilusiones y frustraciones acumuladas, no hay motivo
para descreer del valor de las gestas cotidianas. Aunque
simples y modestas, son las que están generando una
nueva narración de la historia, abriendo así un nuevo curso
al torrente de la vida.
La pertenencia del hombre a lo simple y cercano se
acentúa aún más en la vejez cuando nos vamos
despidiendo de proyectos, y más nos acercamos a la tierra
de nuestra infancia, y no a la tierra en general, sino a aquel
pedazo, a aquel ínfimo pedazo de tierra en que transcurrió
nuestra niñez, en que tuvimos nuestros juegos y nuestra
magia, la irrecuperable magia de la irrecuperable niñez. Y
entonces recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un
perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, con su
rumor de cigarras, un arroyito. Cosas así. No grandes cosas
sino pequeñas y modestísimas cosas, pero que en el ser
humano adquieren increíble magnitud, sobre todo cuando
el hombre que va a morir sólo puede defenderse con el
recuerdo, tan angustiosamente incompleto, tan
transparente y poco carnal, de aquel árbol o de aquel
arroyito de la infancia; que no sólo están separados por los
abismos del tiempo sino por vastos territorios.
Así nos es dado ver a muchos viejos que casi no hablan
y todo el tiempo parecen mirar a lo lejos, cuando en
realidad miran hacia dentro, hacia lo más profundo de su
memoria. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a
sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que
la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y
aunque nosotros (nuestra conciencia, nuestros
sentimientos, nuestra dura experiencia) hayamos ido
cambiando con los años; y también nuestra piel y nuestras
arrugas van convirtiéndose en prueba y testimonio de ese
tránsito, hay algo en el ser humano, allá muy dentro, allá en
regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la
infancia y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a
los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso
resguardando la eternidad del alma en la pequeñez de un
ruego.
Se ha necesitado una crisis general de la sociedad para
que estas sencillas pero humanas verdades resurgieran con
todo su vigor. Estaremos perdidos si no revertimos, con
energía, con amor, esta tendencia que nos constituye en
adoradores de la televisión, los chicos idiotizados que ya no
juegan en los parques. Si hay Dios, que no lo permita.
Vuelven a mi memoria imágenes de hombres y mujeres
luchando en la adversidad, como aquella indiecita
embarazada, casi una niña, que me arrancó lágrimas de
emoción en el Chaco porque en medio de la miseria y las
privaciones, su alma agradecía la vida que llevaba en ella.
Qué admirable es a pesar de todo el ser humano, esa
cosa tan pequeña y transitoria, tan reiteradamente
aplastada por terremotos y guerras, tan cruelmente puesta
a prueba por los incendios y naufragios y pestes y muertes
de hijos y padres.
Sí, tengo una esperanza demencial, ligada,
paradójicamente, a nuestra actual pobreza existencial, y al
deseo, que descubro en muchas miradas, de que algo
grande pueda consagrarnos a cuidar afanosamente la tierra
en la que vivimos.
Con todo, mientras digo esto, algo como una visión
tremenda me hace sentir que ya pasó la gran pesadilla, que
ya hemos comprendido que toda consideración abstracta,
aunque se refiera a problemas humanos, no sirve para
consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las
tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de
carne y hueso, un pobre ser con ojos que miran
ansiosamente (¿hacia qué o hacia quién?), una criatura que
sólo sobrevive por la esperanza.
Ya muy cansado, en esta noche de noviembre, la
araucaria me trae a la memoria el amor que mi amigo
Tortorelli tenía por sus árboles. Era conmovedor, llegaba
hasta a abrazar alguno que le recordaba la época en que él
mismo había sido guardabosques. Tuvimos la emoción de
recorrer con él, por la Patagonia, lugares tan
impresionantes como los bosques petrificados, los de
arrayanes, y aquellos otros donde se yerguen árboles
milenarios. Nos decía, acariciando el tronco de esas
formidables araucarias y coihues todavía vivos: “Piensen
por un momento que cuando surgió el Imperio Romano y
cuando se derrumbó, cuando los griegos y los troyanos
combatían por Helena, este árbol ya estaba aquí, y siguió
estando cuando Rómulo y Remo fundaron Roma, y cuando
nació Cristo. Y mientras Roma llegaba a dominar el mundo,
y cuando cayó. Y así pasaron imperios, guerras
interminables, Cruzadas, el Renacimiento, y la historia
entera de Occidente hasta hoy. Y ahí lo tienen todavía”.
También nos dijo que los vientos húmedos del Pacífico
precipitan casi toda su agua del lado chileno, de modo que
un incendio de este lado es fatal, porque los árboles mueren
y el desierto avanza inexorablemente. Entonces, nos llevó
hasta el límite de la estepa patagónica y nos mostró los
cipreses, casi retorcidos por el sufrimiento que, como dijo,
“cubrían la retaguardia”. Duros y estoicos, como una legión
suicida, daban el último combate contra la adversidad.
Creo en los cafés, en el diálogo, creo en la dignidad de
la persona, en la libertad. Siento nostalgia, casi ansiedad de
un Infinito, pero humano, a nuestra medida.



SEGUNDA CARTA:
Los antiguos valores

Tenía ante mí toda la rica tierra, y
sin embargo tan solo miraba hacia lo
más humilde y lo más pequeño...
¿Dónde estaríamos los pobres
hombres si no existiera la tierra fiel?,
¿qué tendríamos si no tuviéramos
esta belleza y bondad?
R. WALSER


DESPUÉS DE RECORRER durante horas la imponente
Quebrada de Humahuaca hemos regresado a la antigua
ciudad de Salta, tan hermosa en otro tiempo, hoy casi
irreconocible, plagada de letreros y de edificios modernos
que han roto la belleza de sus calles coloniales. Ya nada va
quedando, como si nadie la mirara, aristócrata ciudad de
Salta, como si también a ella le hubiera llegado este
desencanto moderno que en nada pone empeño, que
construye las casas para que se deshagan al día siguiente,
ya sin frentistas, ni viejos herreros.
Por la tarde me he acercado a la histórica Catedral, el
santuario donde mañana miles de creyentes celebrarán la
Fiesta del Milagro. Muchos de ellos hace días que vienen
peregrinando para ofrecer sus candorosas promesas tan
simples como una flor de campo, y sus pedidos tan
apremiantes como la comida, la salud o el trabajo.
Sentado en la plaza volvieron mis obsesiones de
siempre. Las sociedades desarrolladas se han levantado
sobre el desprecio a los valores trascendentes y
comunitarios y sobre aquéllos que no tienen valor en
dinero sino en belleza. Una vez más compruebo cómo se
han afeado las ciudades de nuestro país, tanto Buenos Aires
como las antiguas ciudades del interior. ¡Qué poco se las ha
cuidado! Da dolor ver fotos de hace años, cuando todavía
cada una conservaba su modalidad, sus árboles, el frente de
sus edificios. A través de mis cavilaciones, me detengo a
mirar a un chiquito de tres o cuatro años que juega bajo el
cuidado de su madre, como si debajo de un mundo
resecado por la competencia y el individualismo, donde ya
casi no queda lugar para los sentimientos ni el diálogo
entre los hombres, subsistieran, como antiguas ruinas, los
restos de un tiempo más humano. En los juegos de los
chicos percibo, a veces, los resabios de rituales y valores
que parecen perdidos para siempre, pero que tantas veces
descubro en pueblitos alejados e inhóspitos: la dignidad, el
desinterés, la grandeza ante la adversidad, las alegrías
simples, el coraje físico y la entereza moral.
El niño sigue jugando en la glorieta de la plaza, donde
seguramente mañana tocará la orquesta o habrá concierto
de guitarras como antes en Rojas, los días de fiesta.
En otra época —lamento utilizar expresiones con cierto
aire arqueológico, pero cuando se tiene casi la edad del
siglo... qué digo, ¡la del siglo pasado!—, cuando yo era un
niño en Rojas, aún se mantenían valores que hacían del
nacimiento, el amor, la adolescencia, la muerte, un
ceremonial bello y profundo. El tiempo de la vida no era el
de la prisa de los relojes sino que aún guardaba espacio
para los momentos sagrados y para los grandes rituales,
donde se mezclaban antiguas creencias de estas tierras con
las gestas de los santos cristianos. Un ritmo pausado en el
que fiestas y aconteceres marcaban los hitos fundamentales
de la existencia, que eran esperados por aquellos que
teníamos seis o siete años, por los adultos y hasta por los
ancianos. Como la llegada del Carnaval, un cumpleaños, la
celebración de la Navidad, ese encanto indescifrable de la
mañana de Reyes, o la gran festividad del Santo Patrono
con procesión, empanadas y bailes. Hasta el cambio de las
estaciones y la alternancia de los días y las noches parecían
albergar un enigma que formaba parte de aquel ritual,
perpetuado a través de generaciones como en una historia
sagrada. Todos participaban de esas fiestas, desde los más
pobres hasta los más ricos. Recuerdo la admiración con que
observaba yo las pruebas de los jinetes y cómo me gustaba
ir a los circos.
Había épocas buenas y épocas calamitosas, pero
dependían de la naturaleza, de las cosechas; el hombre no
sentía que debía obrar siempre y en cualquier momento
para controlar el acontecer de todo, como lo cree hoy en
día.
Ahora la humanidad carece de ocios, en buena parte
porque nos hemos acostumbrado a medir el tiempo de
modo utilitario, en términos de producción. Antes los
hombres trabajaban a un nivel más humano,
frecuentemente en oficios y artesanías, y mientras lo hacían
conversaban entre ellos. Eran más libres que el hombre de
hoy que es incapaz de resistirse a la televisión. Ellos podían
descansar en las siestas, o jugar a la taba con los amigos. De
entonces recuerdo esa frase tan cotidiana en aquellas
épocas: “Venga amigo, vamos a jugar un rato a los naipes,
para matar el tiempo, no más”, algo tan inconcebible para
nosotros. Momentos en que la gente se reunía a tomar
mate, mientras contemplaba el atardecer, sentados en los
bancos que las casas solían tener al frente, por el lado de las
galerías. Y cuando el sol se hundía en el horizonte, mientras
los pájaros terminaban de acomodarse en sus nidos, la
tierra hacía un largo silencio y los hombres, ensimismados,
parecían preguntarse sobre el sentido de la vida y de la
muerte.
La vida de los hombres se centraba en valores
espirituales hoy casi en desuso, como la dignidad, el
desinterés, el estoicismo del ser humano frente a la
adversidad. Estos grandes valores, como la honestidad, el
honor, el gusto por las cosas bien hechas, el respeto por los
demás, no eran algo excepcional, se los hallaba en la
mayoría de las personas. ¿De dónde se desprendía su valor,
su coraje ante la vida?
Otra frase de entonces, en la que nunca reparé como en
este tiempo, era aquélla de “Dios proveerá”. El modo de ser
de entonces, el desinterés, la serenidad de sus modales,
indudablemente reposaba en la honda confianza que tenían
en la vida. Tanto para la fortuna como para la desgracia, lo
importante no provenía de ellos. También los valores
surgían de textos sagrados, eran mandatos divinos.
Los hombres, desde que se encontraron parados sobre
la tierra, creyeron en un Ser superior. No hay cultura que
no haya tenido sus dioses. El ateísmo es una novedad de
los tiempos modernos; “ves llorar la Biblia junto a un
calefón” nunca antes pudo haber sido dicho. Y, si no,
volvamos a leer a Hornero, o a los mitos de América. Los
hombres creían ser hijos de Dios y el hombre que siente
semejante filiación puede llegar a ser siervo, esclavo, pero
jamás será un engranaje. Cualquiera sean las circunstancias
de la vida, nadie le podrá quitar esa pertenencia a una
historia sagrada: siempre su vida quedará incluida en la
mirada de los dioses.
¿Podremos vivir sin que la vida tenga un sentido
perdurable? Camus, comprendiendo la magnitud de lo
perdido dice que el gran dilema del hombre es si es posible
o no ser santos sin Dios. Pero, como ya antes lo había
proclamado genialmente Kirilov, “si Dios no existe, todo
está permitido”. Sartre deduce de la célebre frase la total
responsabilidad del hombre, aunque, como dijo, la vida sea
un absurdo. Esta cumbre del comportamiento humano se
manifiesta en la solidaridad, pero cuando la vida se siente
como un caos, cuando ya no hay un Padre a través del cual
sentirnos hermanos, el sacrificio pierde el fuego del que se
nutre.
Si todo es relativo, ¿encuentra el hombre valor para el
sacrificio? ¿Y sin sacrificio se puede acaso vivir? Los hijos
son un sacrificio para los padres, el cuidado de los mayores
o de los enfermos también lo es. Como la renuncia a lo
individual por el bien común, como el amor. Se sacrifican
quienes envejecen trabajando por los demás, quienes
mueren para salvar al prójimo, ¿y puede haber sacrificio
cuando la vida ha perdido el sentido para el hombre, o sólo
lo halla en la comodidad individual, en la realización del
éxito personal?
Por la mañana, en camino hacia el monumento a
Güemes, ese héroe romántico y corajudo, me he detenido a
mirar una calesita con sortija como las de mi pueblo. Y la
emoción me cierra la garganta al pensar en la belleza
pueblerina en la que me crié, esas simples alegrías tan poco
frecuentes en los chicos de hoy.
Otro valor perdido es la vergüenza. ¿Han notado que la
gente ya no tiene vergüenza y, entonces, sucede que
entremezclados con gente de bien uno puede encontrar,
con amplia sonrisa, a cualquier sujeto acusado de las peores
corrupciones, como si nada? En otro tiempo su familia se
hubiera enclaustrado, pero ahora todo es lo mismo y
algunos programas de televisión lo solicitan y lo tratan
como a un señor.
Desde la perspectiva del hombre moderno, la gente de
antes tenía menos libertad. Eran menores las posibilidades
de elección, pero, indudablemente, su responsabilidad era
mucho mayor. No se les ocurría, siquiera, que pudieran
desentenderse de los deberes a su cargo, de la fidelidad al
lugar que la vida parecía haberles otorgado.
Algo notable es el valor que aquella gente daba a las
palabras. De ninguna manera eran un arma para justificar
los hechos. Hoy todas las interpretaciones son válidas y las
palabras sirven más para descargarnos de nuestros actos
que para responder por ellos.
No quiero pesarlos con las anécdotas grabadas en mi
memoria. Además, es probable que los más jóvenes no
comprendan el alcance de los mitos, que son la experiencia
de una vida remota intemporal, cargada de significados
que iluminan el presente. Como bien dice Eliade, cada
concepción del mundo necesita ser vivida desde dentro
para comprenderla, y el hecho de compartirla afianza la
pertenencia y el vínculo entre los hombres.
Entonces la gente se conocía y no necesitaba mostrarse,
la trayectoria de la vida de cada uno estaba a la vista de
todos. Y esto lo puedo afirmar porque, para mí, el hecho de
que la gente me reconozca no sólo me da gran aliento, sino
que también crea en mí una responsabilidad. En cambio,
cuando multitudes de seres humanos pululan por las calles
de las grandes ciudades sin que nadie los llame por su
nombre, sin saber de qué historia son parte, o hacia dónde
se dirigen, el hombre pierde el vínculo delante del cual
sucede su existencia. Ya no vive delante de la gente de su
pueblo, de sus vecinos, de su Dios, sino angustiosamente
perdido entre multitudes cuyos valores no conoce, o cuya
historia apenas comparte.
Cuando la cantidad de culturas relativiza los valores, y
la “globalización” aplasta con su poder y les impone una
uniformidad arrogante, el ser humano, en su desconcierto,
pierde el sentido de los valores y de sí mismo y ya no sabe
en quién o en qué creer. Como dijo Gandhi:
No quiero cerrar los cuatro rincones de mi casa ni
poner paredes en mis ventanas. Quiero que el espíritu
de todas las culturas aliente en mi casa con toda la
libertad posible. Pero me niego a que nadie me sople los
peones. Me gustaría ver a esos jóvenes nuestros que
sienten afición a la literatura aprender a fondo el inglés
y cualquier otra lengua. Pero no me gustaría que un
solo indio se olvidase o descuidase su lengua materna,
que se avergonzase de ella o que la creyese impropia
para la expresión de su pensamiento y de sus
reflexiones más profundas. Mi religión me prohíbe
hacer de mi casa una prisión.
En nuestro país son muchos los hombres y las mujeres
que se avergüenzan, en la gran ciudad, de las costumbres
de su tierra. Trágicamente, el mundo está perdiendo la
originalidad de sus pueblos, la riqueza de sus diferencias,
en su deseo infernal de “clonar” al ser humano para mejor
dominarlo. Quien no ama su provincia, su paese, la aldea, el
pequeño lugar, su propia casa por pobre que sea, mal
puede respetar a los demás. Pero cuando todo está
desacralizado la existencia es ensombrecida por un amargo
sentimiento de absurdo. De ahí uno de los motivos por los
cuales hoy se tiene tanto terror a la muerte; se ha
convertido en un tabú. Ya casi no hay velatorios y llorar en
un entierro es un acto inadecuado, poco frecuente. En
cuanto nos descuidemos, habremos dejado de compartir
ese misterioso momento en que el alma se retira del cuerpo,
en que éste queda tan muerto como queda una casa cuando
se retiran para siempre los seres que la habitan y, sobre
todo, que sufrieron y amaron en ella. Pues no son las
paredes, ni el techo, ni el piso lo que individualiza a la casa
sino esas personas que la viven, con sus conversaciones, sus
risas, con sus amores y odios; seres que impregnan la casa
de algo inmaterial pero profundo, como es la sonrisa en un
rostro.
La Resistencia
Negar la muerte, no ir a los cementerios, no llevar luto,
todo eso pareció una afirmación de la vida, y lo fue, en
alguna medida. Pero, paradójicamente, se ha convertido en
una trampa, una de las tantas que la sociedad actual ha
fabricado para que el hombre no llegue a percibir las
situaciones límite, aquellas en las que se nos desploma
nuestro mundo, las únicas que nos pueden sacudir de esta
inercia en que avanzamos. Decía Donne que nadie duerme
en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo, y que,
sin embargo, todos dormimos de la cuna a la sepultura; o
no estamos enteramente despiertos.
Nada sabríamos de la vida sin la dolorosa conciencia de
aquel misterio final. Así lo entendieron las culturas que
identificaban a la Diosa de la Fertilidad con la Divinidad de
la Muerte. La Madre Tierra cuidaba tanto de las semillas
corno de los muertos, ya que estos últimos, como los granos
que habían sido enterrados, regresarían a la vida
recubiertos bajo una nueva forma. En China, en su
milenaria tradición, las mujeres eran sepultadas con sus
vestidos de bodas.
Esta creencia en la fecundidad de la vida más allá de la
muerte es universal y la expresan los símbolos que, aun sin
que lo sepamos, están presentes en nuestros ritos fúnebres,
como las velas que arden por el último cumpleaños de la
persona que ha muerto y las coronas que se le colocan para
simbolizar su triunfo, el haber llegado a la meta, del mismo
modo en que se corona a los atletas triunfantes. En nuestras
provincias hay hermosas celebraciones como la Difunta
Correa, esa joven mujer que parte con su bebé en busca de
su marido que ha caído prisionero. Ella cae muerta en el
desierto pero, cuando la encuentran, los paisanos afirman
que la criatura seguía mamando de ella. Algo inconcebible
para nosotros pero pleno de poesía y de capacidad
simbólica para los hombres de aquellas tierras que
peregrinan al desierto sanjuanino para ser ayudados por
ella. ¡Con cuánta emoción hemos compartido en Santiago
del Estero esa cena que sigue a la muerte de una criatura!
La llaman la Comida del Angelito y tiene una resonancia
sagrada muy honda, por el dolor de quienes han quedado
sin la criatura y comen entre lágrimas, como un ruego,
simbolizando la magnitud de su esperanza. No por nada
Dostoievski da final a los Karamazov con una narración
semejante.
El calor es insoportable y pesado, la luna, casi llena, está
rodeada de un halo amarillento. No se mueve ni una hoja:
todo anuncia la tormenta. Las montañas parecen
iluminadas como una escenografía nocturna de teatro; sin
embargo, los jardines están todavía impregnados de un
perfume intenso a jazmines y magnolias.
La religión ha perdido influencia sobre los hombres y
desde hace unas décadas los mitos y las religiones
parecieron superados para siempre y el ateísmo se
generalizó en los espíritus avanzados. Sin embargo, en
estos años, el hombre en su desesperación ha vuelto su
mirada hacia las religiones en busca de Alguien que lo
pueda sostener.
Todo eso, me dirán, no son más que leyendas, cosas en
las que se creía antes. Sin embargo, cuando el pensamiento
y la poesía constituían una sola manifestación del espíritu
que impregnaba desde la magia de las palabras rituales
hasta la representación de los destinos humanos, desde las
invocaciones a los dioses hasta sus plegarias, el hombre
pudo indagar el cosmos sin romper la armonía con los
dioses. Hoy no tenemos una narración, un relato que nos
una como pueblo, como humanidad, y nos permita trazar
las huellas de la historia de la que somos responsables. El
proceso de secularización ha pulverizado los ritos
milenarios, los relatos cosmogónicos, creencias que fueron
tan enraizadas en la humanidad como el reencuentro con
los muertos, los poderes sanadores de un bautismo, o el
perdón de los pecados.
Pero ¿cómo pueden ser una falsedad las grandes
verdades que revelan el corazón del hombre a través de un
mito o de una obra de arte? Si aún nos siguen conmoviendo
las desventuras y proezas de aquel caballero andrajoso de
la Mancha se debe a que algo tan risible como su lucha
contra los molinos de viento revela una desesperada
verdad de la condición humana. Lo mismo ocurre con los
sueños, de ellos se puede decir cualquier cosa, menos que
sean una mentira. Pero al sobrevalorarse lo racional, fue
desestimado todo aquello que la lógica no lograba explicar.
¿Acaso son explicables los grandes valores que hacen a la
condición humana, como la belleza, la verdad, la
solidaridad o el coraje? El mito, al igual que el arte, expresa
un tipo de realidad del único modo en que puede ser
expresada. Por esencia, es refractario a cualquier tentativa
racionalizadora, y su verdad paradójica desafía a todas las
categorías de la lógica aristotélica o dialéctica. A través de
esas profundas manifestaciones de su espíritu, el hombre
toca los fundamentos últimos de su condición y logra que
el mundo en que vive adquiera el sentido del cual carece.
Por eso mismo, todos los filósofos y artistas, siempre que
han querido alcanzar el absoluto, debieron recurrir a
alguna forma del mito o la poesía. Jaspers sostuvo que los
grandes dramaturgos de la antigüedad vertían en sus obras
un saber trágico, que no sólo emocionaba a los espectadores
sino que los transformaba, y por ello los dramaturgos se
convertían en profetas del ethos de su pueblo. Y el propio
Sartre, cuando intenta revelarnos el drama de los franceses
bajo el dominio de los nazis, escribe Las Moscas, que, en
resistencia, no es otra cosa que una adaptación del antiguo
drama de Esquilo, Orestes, aquel héroe trágico que
valientemente luchará por la libertad.
El mayor empobrecimiento de una cultura es ese
momento en que un mito empieza a definirse
popularmente como una falsedad. Así ocurrió en la Grecia
clásica. Tras el derrumbe de aquellos relatos, Lucrecio
cuenta haber visto “corazones apesadumbrados en todos
los hogares; acosada por incesantes remordimientos, la
mente era incapaz de aliviarse y se veía forzada a
desahogarse mediante lamentaciones recalcitrantes”. Como
al desmoronarse los cimientos de una casa, las sociedades
comienzan a precipitarse cuando sus mitos pierden toda su
riqueza y su valor.
En este empobrecimiento se atrofian capacidades
profundas del alma, tan entrañables a la vida humana
como los afectos, la imaginación, el instinto, la intuición
para desarrollar, al extremo la inteligencia operativa y las
capacidades prácticas y utilitarias.
Frente a cuestiones inefables es infructuoso tratar de
acercarnos por medio de definiciones. La incapacidad de
los discursos filosóficos, teológicos o matemáticos para
responder a estos grandes interrogantes revela que la
condición última del hombre es trascendente, y por lo
tanto, misteriosa, inasible.
Cuando en 1945, en Hombres y engranajes, yo expresaba
este mismo punto de vista, los intelectuales se abalanzaron
contra mi libro con ferocidad e ironía. Pero, ahora, ante la
vulnerabilidad, o el fracaso, de la Razón, de la Política y de
la Ciencia, el ser humano oscila en el vacío sin encontrar
dónde enraizarse ni en el cielo ni en la tierra, mientras es
atragantado por una avalancha de información que no
puede digerir y de la que no recibe alimento alguno.
“¿Es posible que a pesar de las invenciones y progresos,
a pesar de la cultura, la religión y el conocimiento del
universo, se haya permanecido en la superficie de la vida?”
Tristemente, con la nostalgia de los proyectos irrealizados,
no nos queda más que responder afirmativamente a la
pregunta de Rilke, porque la sabiduría es fidelidad a la
condición humana. ¿Qué ha puesto el hombre en lugar de
Dios? No se ha liberado de cultos y altares. El altar
permanece, pero ya no es el lugar del sacrificio y la
abnegación, sino del bienestar, del culto a sí mismo, de la
reverencia a los grandes dioses de la pantalla.
El sentimiento de orfandad tan presente en este tiempo
se debe a la caída de los valores compartidos y sagrados. Si
los valores son relativos, y uno adhiere a ellos como a las
reglamentaciones de un club deportivo, ¿cómo podrán
salvarnos ante la desgracia o el infortunio? Así es como
resultan tantas personas desesperadas y al borde del
suicidio. Por eso la soledad se vuelve tan terrible y
agobiante. En ciudades monstruosas como Buenos Aires
hay millones de seres angustiados. Las plazas están llenas
de hombres solitarios y, lo que es más triste aún, de jóvenes
abatidos que, a menudo, se juntan a tomar alcohol o a
drogarse, pensando que la vida carece de sentido, hasta
que, finalmente, se dicen con horror que no hay absoluto.
Recuerdo la soledad del campo, ¡tan distinta! Era esa
soledad de la llanura infinita que le confería al hombre una
tendencia natural a la religiosidad y a la metafísica. No es
una casualidad que las tres grandes religiones de Occidente
hayan nacido en la soledad del desierto, en esa especie de
metáfora de la nada en la que el infinito se conjuga con la
finitud del hombre. Nuestras modernas maneras de
pensamiento creen que aquéllos eran pueblos atrasados,
siendo que para ellos la verdad era un descubrimiento, algo
frente a lo cual cabía el asombro. En la modernidad, el
hombre ha buscado en sus construcciones lógicas la
respuesta a las grandes incógnitas, creyendo, así, que al
hacerlo era muy superior a quienes aguardaban la
Providencia. Pero hoy en día, tantos golpes ha recibido el
orgulloso intelecto humano, que estamos en condiciones de
abrir los ojos a creencias impensables hace unos años.
La búsqueda religiosa del hombre de hoy es indudable.
Y como dice Jünger:
Lo mítico vendrá sin lugar a dudas, se encuentra ya en
camino. Más aún, está ya siempre ahí, y llegada la hora,
emerge a la superficie como un tesoro.
Ya los jóvenes han empezado a buscar de una manera
nueva en las religiones. Pero no debemos engañarnos,
muchas veces aparece como algo superficial, capaz de
adaptarse a cualquier manera de vivir, un techito
confortable que nada pidiera, sin el abismo de la fe que
entraña la verdadera religiosidad.
No hablo por añoranza de un tiempo legendario del
cual aquellos que lo vivimos nos pudiéramos vanagloriar.
Es necesario admitir que muchos de esos valores eran
respetados porque no se vislumbraba otra manera de vivir.
El conocimiento de otras culturas otorga la perspectiva
necesaria para mirar desde otro lugar, para agregar otra
dimensión y otra salida a la vida. La humanidad está
cayendo en una globalización que no tiende a unir culturas,
sino a imponer sobre ellas el único patrón que les permita
quedar dentro del sistema mundial. Sin embargo, y a pesar
de esto, la fe que me posee se apoya en la esperanza de que
el hombre, a la vera de un gran salto, vuelva a encarnar los
valores trascendentes, eligiéndolos con una libertad a la
que este tiempo, providencialmente, lo está enfrentando.
Bajo el sol de la Quebrada de
Humahuaca,
testigo callado de luchas y matanzas,
el Río Grande serpentea como mercurio
brillante.
Ejércitos del Inca,
caravanas de cautivos,
columnas de conquistadores,
caballerías patriotas.
Para arriba, para abajo...
Y luego noches de silencio mineral,
en que vuelve a sentirse
el solo murmullo del Río Grande,
imponiéndose —lenta pero seguramente—
sobre los sangrientos, pero ¡tan
transitorios!
combates entre los hombres.
Entramos en la plaza de Salta y nos mezclamos con la
gente que ha caminado leguas con sus “misa chicos”. Se los
ve cansados, en su pobreza, en sus caras arrugadas, pero
confiados siguen cantando con sus instrumentos de
montaña. A su lado se renueva el candor. Milagro son ellos,
milagro es que los hombres no renuncien a sus valores
cuando el sueldo no les alcanza para dar de comer a su
familia, milagro es que el amor permanezca y que todavía
corran los ríos cuando hemos talado los árboles de la tierra.


TERCERA CARTA:
Entre el bien y el mal Lo humano del hombre es
desvivirse por el otro hombre.
E. LEVINAS




ESTA MAÑANA di por seguro que venía la sudestada, y me
equivoqué. La tormenta se mantuvo en suspenso, estática.
Los grises se fueron atenuando y a la tardecita ya ningún
rasgo plomizo se distinguía en el cielo. Este simple e
inofensivo error me llevó, imperceptiblemente, a las
grandes equivocaciones que uno comete en la vida. Y de
ahí, a través de un vasto territorio de sueños y recuerdos,
mi alma quedó al borde de la imagen de mi madre aquella
tarde, cuando la fui a visitar a La Plata y la encontré de
espaldas, sentada a la gran mesa solitaria del comedor
mirando a la nada, es decir, a sus memorias, en la
oscuridad de las persianas cerradas, en la sola compañía
del tictac del viejo reloj de pared. Rememorando,
seguramente, aquel tiempo feliz en que todos estábamos
alrededor de la enorme mesa Chippendale, y los grandes
aparadores y trinchantes de otro tiempo, con el padre en
una cabecera y ella en la otra; cuando mi hermano Pepe
repetía sus cuentos, las inocentes mentiras de aquel folklore
familiar.
A mi madre se le habían empañado los ojos al verme y
algo me había repetido de aquello de que la vida es un
sueño. Yo la había mirado en silencio. Qué le podía
atenuar, ella estaría viendo hacia atrás noventa años de
fantasmagorías. Después, como a pequeños sorbos, me fue
contando historias de Rojas y de su familia albanesa hasta
que fue hora de irse. ¿Había que irse? Los ojos de mi madre
volvieron a nublarse. Pero ella era estoica, descendía de
una familia de guerreros, aunque no lo quisiera, aunque lo
negase.
Todavía la recuerdo en la puerta, saludando levemente
con su mano derecha, de manera no demasiado fuerte, no
fuera a creer, esas cosas. En la calle 3 los árboles habían
empezado a imponer su callado enigma del atardecer.
Todavía volvió una vez más la cabeza. Con su mano,
tímidamente, ella repitió la seña. Luego quedó sola.
Tan enardecidas fueron mis búsquedas que entonces no
supe reconocer que era ésa la última vez que vería a mi
madre sana, de pie, y que ese dolor perduraría para
siempre, como hasta esta misma noche que entre lágrimas
la recuerdo.
Entre lo que deseamos vivir y el intrascendente ajetreo
en que sucede la mayor parte de la vida, se abre una cuña
en el alma que separa al hombre de la felicidad como al
exiliado de su tierra. Porque entonces, mientras mi madre
quedaba detenida allí, inmóvil, no pudiendo retener a su
hijo, no queriéndolo hacer, yo, sordo a la pequeñez de su
reclamo, corría ya tras mis afiebradas utopías, creyendo
que al hacerlo cumplía con mi vocación más profunda. Y
aunque ni la ciencia, ni el surrealismo, ni mi compromiso
con el movimiento revolucionario hayan saciado mi
angustiosa sed de absoluto, reivindico el haber vivido
entregado a lo que me apasionó. En ese tránsito, impuro y
contradictorio como son los atributos del movimiento
humano, me salvó un sentido intuitivo de la vida y una
decisión desenfrenada ante lo que creía verdadero. La
existencia, como al personaje de La náusea, se me aparecía
como un insensato, gigantesco y gelatinoso laberinto; y
como él, sentí la ansiedad de un orden puro, de una
estructura de acero pulido, nítido y fuerte. Cuanto más me
acosaban las tinieblas del mundo nocturno, más me
aferraba al universo platónico, porque cuanto más grande
es el tumulto interior, más nos sentimos inclinados a
cerrarnos en algún orden. Y así, nuestras búsquedas,
nuestros proyectos o trabajos nos quitan de ver los rostros
que luego se nos aparecen como los verdaderos mensajeros
de aquello mismo que buscábamos, siendo a la vez, ellos,
las personas a quienes nosotros debiéramos haber
acompañado o protegido.
¡Qué poco tiempo le dedicamos a los viejos! Ahora que
yo también lo soy, cuántas veces en la soledad de las horas
que inevitablemente acompañan a la vejez, recuerdo con
dolor aquel último gesto de su mano y observo con tristeza
el desamparo que traen los años, el abandono que los
hombres de nuestro tiempo hacen de las personas mayores,
de los padres, de los abuelos, esas personas a quienes les
debemos la vida. Nuestra “avanzada” sociedad deja de
lado a quienes no producen. ¡Dios mío!, ¡dejados a su
soledad y a sus cavilaciones!, ¡cuánto de respeto y de
gratitud hemos perdido! ¡Qué devastación han traído los
tiempos sobre la vida, qué abismos se han abierto con los
años, cuántas ilusiones han sido agostadas por el frío y las
tormentas, por los desengaños y las muertes de tantos
proyectos y seres que queríamos!
Yo había intentado un ascenso, un refugio de alta
montaña cada vez que había sentido dolor, porque esa
montaña era invulnerable; cada vez que la basura ya era
insoportable, porque esa montaña era límpida; cada vez
que la fugacidad del tiempo me atormentaba, porque en
aquella altura reinaba la eternidad. Pero el rumor de los
hombres había terminado siempre por alcanzarme, se
colaba por los intersticios y subía desde mi propio interior.
Porque el mundo no sólo está afuera sino en lo más
recóndito de nuestro corazón. Y tarde o temprano aquella
alta montaña incorruptible concluye pareciéndonos un
triste simulacro, una huida, porque el mundo del que
somos responsables es éste de aquí: el único que nos hiere
con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da
la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este
amor, esta espera de la muerte. El único que nos ofrece un
jardín en el crepúsculo, el roce de la mano que amamos.
Mientras les escribo, vuelve la imagen de mi madre a
quien dejé tan sola en sus últimos años. Hace tiempo escribí
que la vida se hace en borrador, lo que indudablemente le
da su trascendencia pero nos impide, dolorosamente,
reparar nuestras equivocaciones y abandonos. Nada de lo
que fue vuelve a ser, y las cosas y los hombres y los niños
no son lo que fueron un día. ¡Qué horror y qué tristeza, la
mirada del niño que perdimos!
¡Mira! Las palabras inocentes me han
rejuvenecido al fin
y como en otro tiempo las lágrimas brotan 
de mis ojos.
Y recuerdo los días hace mucho pasados
y la tierra nativa vuelve a alegrar de nuevo
mi alma solitaria
y la casa donde crecí un día con tus bendiciones,
donde, alimentado con amor, muy pronto
creció el niño.
Ah, cuántas veces pensé que yo te
reconfortaría
Cuando a mí mismo me veía obrar a lo
lejos sobre el vasto mundo.
Mucho intenté y soñé, y me he llagado el
pecho
a fuerza de luchar, pero haréis que yo sane
¡queridos míos! Y aprenderé a vivir como
tú, Madre, mucho tiempo;
es piadosa y tranquila la vejez..
Vendré a ti: bendice ahora a tu nieto una
vez más,
Que, así, el hombre mantenga lo que de
niño prometió.
HÖLDERLIN


En la desesperación de ver el mundo he querido detener
el tiempo de la niñez. Sí, al verlos amontonados en alguna
esquina, en esas conversaciones herméticas que para los
grandes no tienen ninguna importancia, he sentido
necesidad de paralizar el curso del tiempo. Dejar a esos
niños para siempre ahí, en esa vereda, en ese universo
hechizado. No permitir que las suciedades del mundo
adulto los lastimen, los quiebren. La idea es terrible, sería
como matar la vida, pero muchas veces me he preguntado
en cuánto contribuye la educación a adulterar el alma de
los niños. Es verdad que la naturaleza humana va
transformando los rasgos, las emociones, la personalidad.
Pero es la cultura la que le da forma a la mirada que ellos
van teniendo del mundo.
Es urgente encarar una educación diferente, enseñar
que vivimos en una tierra que debemos cuidar, que
dependemos del agua, del aire, de los árboles, de los
pájaros y de todos los seres vivientes, y que cualquier daño
que hagamos a este universo grandioso perjudicará la vida
futura y puede llegar a destruirla. ¡Lo que podría ser la
enseñanza si en lugar de inyectar una cantidad de
informaciones que nunca nadie ha retenido, se la vinculara
con la lucha de las especies, con la urgente necesidad de
cuidar los mares y los océanos!
Hay que advertirles a los chicos del peligro planetario y
de las atrocidades que las guerras han provocado en los
pueblos. Es importante que se sientan parte de una historia
a través de la cual los seres humanos han hecho grandes
esfuerzos y también han cometido tremendos errores. La
búsqueda de una vida más humana debe comenzar por la
educación. Por eso es grave que los niños pasen horas
atontados delante de la televisión, asimilando todo tipo de
violencias; o dedicados a esos juegos que premian la
destrucción. El niño puede aprender a valorar lo que es
bueno y no caer en lo que le es inducido por el ambiente y
los medios de comunicación. No podemos seguir leyéndole
a los niños cuentos de gallinas y pollitos cuando tenemos a
esas aves sometidas al peor suplicio. No podemos
engañarlos en lo que refiere a la irracionalidad del
consumo, a la injusticia social, a la miseria evitable, y a la
violencia que existe en las ciudades y entre las diferentes
culturas. Con poco que se les explique, los niños
comprenderán que se vive un grave pecado de despilfarro
en el mundo.
Gandhi llama a la formación espiritual, la educación del
corazón, el despertar del alma, y es crucial que
comprendamos que la primera huella que la escuela y la
televisión imprimen en el alma del chico es la competencia,
la victoria sobre sus compañeros, y el más enfático
individualismo, ser el primero, el ganador. Creo que la
educación que damos a los hijos procrea el mal porque lo
enseña como bien: la piedra angular de nuestra educación
se asienta sobre el individualismo y la competencia. Genera
una gran confusión enseñarles cristianismo y competencia,
individualismo y bien común, y darles largas peroratas
sobre la solidaridad que se contradicen con la desenfrenada
búsqueda del éxito individual para la cual se los prepara.
Necesitamos escuelas que favorezcan el equilibrio entre la
iniciativa individual y el trabajo en equipo, que condenen el
feroz individualismo que parece ser la preparación para el
sombrío Leviatán de Hobbes cuando dice que el hombre es
el lobo del hombre.
Tenemos que reaprender lo que es gozar. Estamos tan
desorientados que creemos que gozar es ir de compras. Un
lujo verdadero es un encuentro humano, un momento de
silencio ante la creación, el gozo de una obra de arte o de
un trabajo bien hecho. Gozos verdaderos son aquellos que
embargan el alma de gratitud y nos predisponen al amor.
La sabiduría que los muchos años me han traído y la
cercanía a la muerte me enseñaron a reconocer la mayor de
las alegrías en la vida que nos inunda, aunque aquélla no es
posible si la humanidad soporta sufrimientos atroces y pasa
hambre.
La educación no está independizada del poder, y por lo
tanto, encauza su tarea hacia la formación de gente
adecuada a las demandas del sistema. Esto es en un sentido
inevitable, porque de lo contrario formaría a magníficos
“desocupados”, magníficos hombres y mujeres “excluidos”
del mundo del trabajo. Pero si esto no se contrabalancea
con una educación que muestre lo que está pasando y, a la
vez, promueva al desarrollo de las facultades que están
deteriorándose, lo perdido será el ser humano. Y sólo habrá
privilegiados que puedan a la vez comer, tener una casa y
un mínimo de posibilidades económicas, y ser personas
espiritualmente cultivadas y valiosas. Va a ser difícil
encontrar la manera que permita a los hombres acceder a
buenos trabajos y a una vida que cuente con la posibilidad
de crear o realizar actividades propias del espíritu.
La historia es novedosa. El hombre, enceguecido por el
presente, casi nunca prevé lo que va a suceder. Si atina a
ver un futuro diferente lo hace como agravamiento de la
situación actual o como el surgimiento de lo contrario,
cuando los cambios suelen venir por hechos irreconocibles
en su momento, o, al menos, no valorados en su dimensión.
Hoy, ante la cercanía del momento supremo, intuyo que un
nuevo tiempo espiritualmente muy rico está a las puertas
de la humanidad, si comprendemos que cada uno de
nosotros posee más poder sobre el mal en el mundo de lo
que creemos. Y tomamos una decisión.
Lentamente iba naciendo un nuevo día en la ciudad de
Buenos Aires, un día como otro cualquiera de los innumerables
que han nacido desde que el hombre es hombre. Desde la ventana,
Martín vio a un chico que corría con los diarios de la mañana, tal
vez para calentarse, tal vez porque en ese trabajo hay que
moverse. Un perro vagabundo, no muy diferente del Bonito,
revolvía un tacho de basura. Una muchacha como Hortensia iba a
su trabajo.
¿Cómo había dicho Bruno una vez? La guerra podía ser
absurda o equivocada, pero el pelotón al que uno pertenecía era
algo absoluto.
Estaba D’Arcángelo, por ejemplo. Estaba la misma Hortensia.
Un perro basta.
El hombre, el alma del hombre, está suspendida entre el
anhelo del Bien, esa nostalgia eterna de amor que llevamos,
y la inclinación al Mal, que nos seduce y nos posee, muchas
veces sin que ni siquiera nosotros hayamos comprendido el
sufrimiento que nuestros actos pudieron haber provocado
en los demás. El poder del mal en el mundo me llevó a
sostener durante años un tipo de maniqueísmo: si Dios
existe y es infinitamente bondadoso y omnipotente, está
encadenado, porque no se lo percibe; en cambio, el mal es
de una evidencia que no necesita demostración. Bastan
algunos ejemplos: Hitler, las torturas que se cometieron en
América latina. Son esos momentos en que una y otra vez
me repito ¡cuánto mejores son los animales! Sin embargo,
qué grandiosa y conmovedora es la presencia de la bondad
en medio de la ferocidad y la violencia.
La bondad y la maldad nos resultan inabarcables,
porque suceden en nuestro propio corazón. Son,
indudablemente, el gran misterio. Esta trágica dualidad se
refleja sobre la cara del hombre donde, lenta pero
inexorablemente, dejan su huella los sentimientos y las
pasiones, los afectos y los rencores, la fe, la ilusión y los
desencantos, las muertes que hemos vivido o presentido,
los otoños que nos entristecieron o desalentaron, los amores
que nos han hechizado, los fantasmas que, en sus sueños o
en sus ficciones, nos visitan o acosan. En los ojos que lloran
por dolor, o se cierran por el sueño pero también por el
pudor o la astucia, en los labios que se aprietan por
empecinamiento pero también por crueldad, en las cejas
que se contraen por inquietud o extrañeza o que se
levantan en la interrogación y la duda, en fin, en las venas
que se hinchan por rabia o sensualidad, se va delineando la
móvil geografía que el alma termina por construir sobre la
sutil y maleable piel del rostro. Revelándose así, según la
fatalidad que le es propia, a través de esa materia que a la
vez es su prisión y su gran posibilidad de existencia.
El arte fue el puerto definitivo donde colmé mi ansia de
nave sedienta y a la deriva. Lo hizo cuando la tristeza y el
pesimismo habían ya roído de tal modo mi espíritu que,
como un estigma, quedaron para siempre enhebrados a la
trama de mi existencia. Pero debo reconocer que fue
precisamente el desencuentro, la ambigüedad, esta
melancolía frente a lo efímero y precario, el origen de la
literatura en mi vida.
En los tratados, el escritor debe ser coherente y unívoco
y por eso el ser humano se le escapa de las manos. En la
novela, el personaje es ambiguo como en la vida real, y la
realidad que aparece en una gran obra de ficción es
realmente representativa. ¿Cuál es la Rusia verdadera? ¿La
del piadoso, sufriente y comprensivo Aliosha Karamazov?
¿O la del canalla de Svidrigailov? Ni la una ni la otra. O,
mejor dicho, la una y la otra. El novelista es todos y cada
uno de sus personajes, con el total de las contradicciones
que esa multitud presenta. Es a la vez, o en diferentes
momentos de su existencia, piadoso y despiadado,
generoso y mezquino, austero y libidinoso. Y cuanto más
complejo es un individuo, más contradictorio es. Lo mismo
ocurre con los pueblos.
No es una casualidad que el desarrollo de la novela
coincida con el desarrollo de los tiempos modernos.
¿Dónde se iban a refugiar las Furias? Cuando una cultura
las reprime, explotan y su daño es mucho mayor. Se habla
mucho del Hombre Nuevo, con mayúsculas. Pero no
vamos a crear a ese hombre si no lo reintegramos. Está
desintegrado por esta civilización racionalista y mecánica
de plásticos y computadoras. En las grandes culturas, como
en las obras de arte, las fuerzas oscuras son atendidas, por
más que nos avergüencen o nos den asco.
“Persona” quiere decir máscara, y cada uno de nosotros
tiene muchas. ¿Hay realmente una verdadera que pueda
expresar la compleja, ambigua y contradictoria condición
humana?
Me acuerdo de algo que había dicho Bruno: siempre es
terrible ver a un hombre que se cree absoluta y
seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizá hasta
de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso. Siempre,
decía Bruno, llevamos una máscara, que nunca es la misma
sino que cambia para cada uno de los lugares que tenemos
asignados en la vida: la del profesor, la del amante, la del
intelectual, la del héroe, la del hermano cariñoso. Pero ¿qué
máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando
estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos
observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica,
nos intima, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese
instante se deba a que el hombre está entonces frente a la
Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable
conciencia.
¡Cuántas lágrimas hay detrás de las máscaras! ¡Cuánto
más podría el hombre llegar al encuentro con el otro
hombre si nos acercáramos los unos a los otros como
necesitados que somos, en lugar de figuramos fuertes! Si
dejáramos de mostrarnos autosuficientes y nos
atreviéramos a reconocer la gran necesidad del otro que
tenemos para seguir viviendo, como muertos de sed que
somos en verdad, ¡cuánto mal podría ser evitado!
Viene a mi memoria aquel relato que hace Saint
Exupéry de cuando tuvo que aterrizar forzosamente en el
desierto, y él y su mecánico quedaron por tres días sin agua
para beber. Hasta el rocío sobre el fuselaje del avión lamían
al amanecer. Cuando el delirio ya había comenzado a
poseerlos, un beduino sobre un camello, desde una duna
lejana, fijó su mirada sobre ellos. El nómada avanzó sobre
la arena, nos dice, como un dios sobre el mar.
El árabe nos ha mirado, simplemente. Nos ha empujado
con las manos en nuestros hombros, y hemos obedecido.
Nos hemos tendido. No hay aquí ni razas, ni lenguas, ni
divisiones. Hay ese nómada pobre que ha posado sobre
nuestros hombros manos de arcángel.
Después de hacer una descripción inolvidable del agua,
dice:
En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te
borrarás, sin embargo, para siempre de mi memoria. No
me acordaré nunca de tu rostro. Tú eres el Hombre y te
me aparecerás con la cara de todos los hombres a la vez.
Nunca fijaste la mirada para examinamos, y nos has
reconocido. Eres el hermano bien amado. Y, a mi vez, yo
te reconoceré en todos los hombres. Te me aparecerás
bañado de nobleza y de benevolencia, gran Señor que
tienes el poder de dar de beber. Todos mis amigos, todos
mis enemigos en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un
solo enemigo en el mundo.
Los tiempos modernos fueron siglos señalados por el
menosprecio a los esenciales atributos y valores del
inconsciente. Los filósofos de la Ilustración sacaron la
inconsciencia a patadas por la puerta. Y se les metió de
vuelta por la ventana. Desde los griegos, por lo menos, se
sabe que las diosas de la noche no se pueden menospreciar,
y mucho menos excluirlas, porque entonces reaccionan
vengándose en fatídicas formas.
Los seres humanos oscilan entre la santidad y el pecado,
entre la carne y el espíritu, entre el bien y el mal. Y lo grave,
lo estúpido es que desde Sócrates se ha querido proscribir
su lado oscuro. Esas potencias son invencibles. Y cuando se
las ha querido destruir se han agazapado y finalmente se
han rebelado con mayor violencia y perversidad.
Hay que reconocerlas, pero también luchar
incansablemente por el bien. Las grandes religiones no sólo
preconizan el bien, sino que ordenan hacerlo, lo que prueba
la constante presencia del mal. La vida es un equilibrio
tremendo entre el ángel y la bestia. No podemos hablar del
hombre como si fuera un ángel, y no debemos hacerlo. Pero
tampoco como si fuera una bestia, porque el hombre es
capaz de las peores atrocidades, pero también capaz de los
más grandes y puros heroísmos.
Me inclino con reverencia ante quienes se han dejado
matar sin devolver el golpe. Yo he querido mostrar esta
bondad suprema del hombre en personajes simples como
Hortensia Paz o el sargento Sosa. Como ya lo he afirmado,
el ser humano no podría sobrevivir sin héroes, santos y
mártires porque el amor, como el verdadero acto creador,
es siempre la victoria sobre el mal.


CUARTA CARTA:
Los valores
de la comunidad
Cada uno de nosotros es
culpable ante todos, por
todos y por todo.
F. DOSTOIEVSKI




QUIERO HABLARLES de Buenos Aires. Aunque yo no vivo en
ella y me resultaría insoportable, la reconozco como mi
ciudad, por eso mismo es que la sufro. Ella representa, de
alguna manera, lo que es la vida de estas urbes donde
viven, o sobreviven, millones de habitantes. Pero antes les
voy a repetir la situación del mundo, lo que todos sabemos,
en la esperanza de que por la repetición, como la gota de
agua, o el martillo contra la puerta cerrada, veamos un día
que las cosas revirtieron. Acaso en verdad ya lo está
haciendo: ya se filtra la luz entre las rendijas de la vieja
civilización.
Asistimos a una quiebra total de la cultura occidental. El
mundo cruje y amenaza con derrumbarse, ese mundo que
para mayor ironía es el resultado de la voluntad del
hombre, de su prometeico intento de dominación.
Guerras que unen la tradicional ferocidad a su
inhumana mecanización, dictaduras totalitarias,
enajenación del hombre, destrucción catastrófica de la
naturaleza, neurosis colectiva e histeria generalizada, nos
han abierto por fin los ojos para revelarnos la clase de
monstruo que habíamos engendrado y criado
orgullosamente.
Aquella ciencia que iba a dar solución a todos los
problemas físicos y metafísicos del hombre contribuyó a
facilitar la concentración de los estados gigantescos, a
multiplicar la destrucción y la muerte con sus hongos
atómicos y sus nubes apocalípticas.
A cada hora el poder del mundo se concentra y se
globaliza. Veinte o treinta empresas, como un salvaje
animal totalitario, lo tienen en sus garras. Continentes en la
miseria junto a altos niveles tecnológicos, posibilidades de
vida asombrosas a la par de millones de hombres
desocupados, sin hogar, sin asistencia médica, sin
educación. La masificación ha hecho estragos, ya es difícil
encontrar originalidad en las personas y un idéntico
proceso se cumple en los pueblos, es la llamada
globalización. ¡Qué horror! ¿Acaso no comprendemos que
la pérdida de los rasgos nos va haciendo aptos para la
clonación? La gente teme que por tomar decisiones que
hagan más humana su vida, pierdan el trabajo, sean
expulsados, pasen a pertenecer a esas multitudes que
corren acongojadas en busca de un empleo que les impida
caer en la miseria, que los salve. La total asimetría en el
acceso a los bienes producidos socialmente está terminando
con la clase media, y el sufrimiento de millones de seres
humanos que viven en la miseria está permanentemente
delante de los ojos de todos los hombres, por más esfuerzo
que hagamos en cerrar los párpados. Pronto no podremos
ya gozar de estudios o conciertos porque serán más
apremiantes las preguntas que nos impondrá la vida
respecto de nuestros valores supremos. Por la
responsabilidad de ser hombres.
Esta crisis no es la crisis del sistema capitalista, como
muchos imaginan: es la crisis de toda una concepción del
mundo y de la vida basada en la idolatría de la técnica y en
la explotación del hombre. Para la obtención del dinero,
han sido válidos todos los medios. Esta búsqueda de la
riqueza no ha sido llevada adelante para todos, como país,
como comunidad; no se ha trabajado con un sentimiento
histórico y de fidelidad a la tierra. No, desgraciadamente
esto parece la estampida que sigue a un terremoto donde
en medio del caos cada uno saquea lo que puede. Es
innegable que esta sociedad ha crecido llevando como meta
la conquista, donde tener poder significó apropiarse y la
explotación llegó a todas las regiones posibles de mundo.
La economía reinante asegura que la superpoblación
mundial no puede ser asimilada por la sociedad actual.
Esta frase me da escalofríos: es suficiente para que los
poderes maléficos justifiquen la guerra. Las guerras
siempre han contado con el auspicio de grandes sectores de
la población que, de alguna manera u otra, se beneficiaban
de ella. Como centinela, todo hombre ha de permanecer en
vela. Esto nunca ha de suceder. El “sálvese quien pueda”
no sólo es inmoral, sino que tampoco alcanza.
Las creencias y el pensamiento, los recursos y las
invenciones fueron puestos al servicio de la conquista.
Colonialismos e imperios de todos los signos, a través de
luchas sangrientas, pulverizaron tradiciones enteras y
profanaron valores milenarios, cosificando primero la
naturaleza y luego los deseos de los seres humanos.
Sin embargo, misteriosamente, es en el deseo donde se
está generando un cambio. Lo siento en los hombres que se
me acercan en la calle y lo creo de las juventudes del
mundo. Pero es en la mujer en quien se halla el deseo de
proteger la vida, absolutamente.
La degradación de los tribunales y el descreimiento en
la justicia provocan la sensación de que la democracia es un
sistema incapaz de investigar y condenar a los culpables,
como si resultara un caldo de cultivo favorable a la
corrupción, cuando, en realidad, lo que ocurre es que en
ningún otro sistema es posible denunciarla. No es que en
otros no exista; hasta termina siendo más corrupta y
degradante, si creemos en el conocido aforismo de Lord
Acton: “El poder corrompe, pero el poder absoluto
corrompe absolutamente”.
Debemos exigir que los gobiernos vuelquen todas sus
energías para que el poder adquiera la forma de la
solidaridad, que promueva y estimule los actos libres,
poniéndose al servicio del bien común, que no se entiende
como la suma de los egoísmos individuales, sino que es el
supremo bien de una comunidad. Debemos hacer surgir,
hasta con vehemencia, un modo de convivir y de pensar,
que respete hasta las más hondas diferencias. Como
bellamente define Zambrano, la democracia es la sociedad
en la cual no sólo es posible sino exigido el ser persona.
Frágil y falible, hoy en día ningún otro sistema ha probado
otorgar al hombre más justicia social y libertad que la
precaria democracia en que vivimos. La democracia no sólo
permite la diversidad sino que debiera estimularla y
requerirla. Porque necesita de la presencia activa de los
ciudadanos para existir, de lo contrario es masificadora y
genera indiferencia y conformismo. De ahí la esclerosis de
la que padecen muchas democracias.
No se puede identificar, sin más, democracia con
libertad. Muchos no sólo dejan de buscar la libertad, sino
que hasta le temen. Si se compara la libertad de hoy con la
que había hace unas pocas décadas, dolorosamente se
comprueba que la libertad está en retroceso. Millones de
hombres en el mundo, y también en nuestro riquísimo país,
están condenados a trabajar durante diez o doce horas y
vivir hacinados, miserablemente. Los siervos de la gleba no
le están muy lejos. Este hecho hace que quienes podemos
vivir en libertad seamos más responsables, porque como
dijo Camus, “la libertad no está hecha de privilegios, sino
que está hecha sobre todo de deberes”.
Como hombres libres en un campo de reclusos nuestra
misión es trabajar por ellos, de todas las formas a nuestro
alcance. “La verdadera libertad no vendrá de la toma del
poder por parte de algunos, sino del poder que todos
tendrán algún día de oponerse a los abusos de la autoridad.
La libertad personal llegará inculcando a las multitudes la
convicción de que tienen la posibilidad de controlar el
ejercicio de la autoridad y hacerse respetar”, afirmó
Gandhi, ese hombre que luchó hasta la muerte por la
libertad de su milenario país. Gandhi era un convencido de
que al hombre no se le otorgaría la libertad exterior hasta
tanto no hubiera sabido desarrollar la libertad interior.
Ésta es una gran tarea para quienes trabajan en la radio,
en la televisión o escriben en los diarios; una verdadera
gesta que puede llevarse a cabo si es auténtico el dolor que
sentimos por el sufrimiento de los demás.
Muy a menudo compruebo que todo es opinable, y
alguien que comenzó antes de ayer puede hablar tanto
como otro cuya trayectoria está largamente probada en la
vida del país. Y su opinión llega a ser clasificatoria, y no
tiene siquiera que demostrarse. La llamada opinión pública
es la suma de lo que se le ocurre a quienes, en esos minutos,
pasan ocasionalmente por la esquina elegida, y conforman
el mínimo universo de una encuesta que, sin embargo,
saldrá a grandes titulares en los diarios y los programas de
televisión. Las preguntas que suelen hacerse son de una
torpeza que pondrían frenético a Sócrates, que las colocó en
el lugar de quien ayuda a dar a luz. Todo pasa y todas las
perspectivas son válidas. Lo mismo Chicho que Napoleón,
Cristo que el Rey de Bastos. No se piensa en futuro, todo es
de coyuntura.
Otra consecuencia de este estado de cosas es la
sobrevaloración de la diversión. Los programas
“divertidos” tienen mucho raiting —y el raiting es lo
supremo— no importa a costa de qué valor, ni quién lo
financia. Son esos programas donde divertirse es degradar,
o donde todo se banaliza. Como si habiendo perdido la
capacidad para la grandeza, nos conformáramos con una
comedia de regular calidad. Esta desesperación por
divertirse tiene sabor a decadencia.
Quienes así actúan reflejan una posición
verdaderamente escéptica donde no cabe enfurecerse, ya
que se descree de toda conquista que pueda mejorar la
vida. Si algo es apocalíptico es este vivir como si mañana
no hubiera mundo y sólo nos restara disimular la tragedia.
Nuestra civilización ha tomado un tipo de bienestar
como el “deber ser” de la vida, fuera del cual no hay
salvación. Este objetivo es logrado por el miedo, y por la
incapacidad que tienen hoy los hombres de vivir los
momentos duros, las situaciones límite, los obstáculos. En
especial, se tiene horror al fracaso. Se oculta cualquier
avería en el bienestar, pues enseguida se teme la exclusión,
quedar eliminado de la existencia como un equipo de
fútbol lo estaría en un campeonato. Tal es la dificultad que
tiene el hombre actual de superar las tormentas de la vida,
de recrear la existencia después de las caídas.
Salían por centenares del subterráneo, tropezaban,
bajaban de los colectivos atestados, entraban en el
infierno de Retiro, donde volvían a encimarse en los
trenes. Año nuevo, milenio nuevo, pensaba el muchacho
con piadosa ironía, viendo a esos desesperados en busca
de una esperanza propiciada con pan dulce y sidra, con
sirenas y gritos.
Ayer recibí la carta de un muchacho en la que me dice
“tengo miedo del mundo”. Dentro del mismo sobre me
envía una fotografía en la que pude advertir algo, en su
manera de mirar, en sus espaldas agobiadas, que revelaba
una enorme desproporción entre sus recursos y la
espantosa realidad que lo estremece. Siempre hubo ricos y
pobres, salones de baile y mazmorras, muertos de hambre
y fastuosos banquetes. Pero en este siglo ha cundido de tal
manera el nihilismo que se hace imposible la transmisión
de valores a las nuevas generaciones.
Aunque, quizá, sean los chicos los que nos vayan a
salvar. Porque, ¿cómo vamos a poder criarlos hablándoles
de los grandes valores, de aquellos que justifican la vida,
cuando delante de ellos comprueban que se hunden
millares de hombres y mujeres, sin remedios ni techos
donde protegerse? O ven cómo poblaciones enteras son
arrasadas por inundaciones que pudieron evitarse.
¿Creen que es posible seguir mirando por televisión el
horror que padece la pobre gente a la par que la frivolidad
ostentosa y corrupta, entremezclada como en el peor de los
cambalaches? ¿Y así tener hijos que sean hombres de
verdad? La falta de gestos humanos genera una violencia a
la que no podremos combatir con armas, únicamente un
sentido más fraterno entre los hombres la podrá sanar.
Miles de hombres se desviven trabajando, cuando
pueden, acumulando amarguras y desilusiones, logrando
apenas sostenerse un día más en la precaria situación
mientras casi no hay individuo que tras su paso por el
poder no haya cambiado, en apenas meses, un modesto
departamentito por una lujosa mansión con entrada para
fabulosos autos. ¿Cómo no les llega la vergüenza?
Si nos cruzamos de brazos seremos cómplices de un
sistema que ha legitimado la muerte silenciosa. Los
hombres necesitan que nuestra voz se sume a sus reclamos.
Detesto la resignación que pregonan los conformistas ya
que no es suyo el sacrificio, ni el de su familia. Con pavor
he pensado en la posibilidad de que, como esas virulentas
enfermedades de los siglos pasados, la impunidad y la
corrupción lleguen a instalarse en la sociedad como parte
de una realidad a la que nos debamos acostumbrar. ¿Cómo
hemos llegado a esta degeneración de los valores en la vida
social? Cuando fuimos niños aprendimos el
comportamiento viendo a los hombres que simplemente
cumplían con el deber —una expresión hoy en desuso—
esperando recibir una recompensa digna por su trabajo,
pero que nunca hubieran aceptado ningún soborno. Eran
personas con dignidad: no se hubieran metido en el bolsillo
lo que no les correspondiera, ni hubieran aceptado
sobornos ni bajezas semejantes.
Recuerdo que mi padre perdió su molino harinero por
un crédito al que se había comprometido de palabra. Desde
luego, para él significó un inmenso dolor. Pero hubiera sido
indigno de un verdadero hombre evadir su
responsabilidad, ese sentimiento del honor le daba fuerzas
y vivía en paz. ¡Qué decir de lo que fueron alguna vez los
sindicatos! Casi con candor recuerdo la anécdota de aquel
hombre que se desvaneció en la calle y, cuando fue
reanimado, quienes lo socorrieron le preguntaron cómo no
se había comprado algo de comer con el dinero que llevaba
en su bolsillo, a lo que aquel ser humano maravilloso
respondió que ese dinero era del sindicato. No es que en
ese entonces no hubiera corrupción, pero existía un sentido
del honor que la gente era capaz de defender con su propia
conducta. Y robar las arcas de la Nación, las que deben
atender al bien común, era de lo peor. Y lo sigue siendo.
Quienes se quedan con los sueldos de los maestros,
quienes roban a las mutuales o se ponen en el bolsillo el
dinero de las licitaciones no pueden ser saludados. No
debemos ser asesores de la corrupción. No se puede llevar
a la televisión a sujetos que han contribuido a la miseria de
sus semejantes y tratarlos como señores delante de los
niños. ¡Ésta es la gran obscenidad! ¿Cómo vamos a poder
educar si en esta confusión ya no se sabe si la gente es
conocida por héroe o por criminal? Dirán que exagero, pero
¿acaso no es un crimen que a millones de personas en la
pobreza se les quite lo poco que les corresponde? ¿Cuántos
escándalos hemos presenciado, y todo sigue igual, y nadie
—con dinero— va preso? La gente sabe que se miente pero
parece una ola de tal magnitud que no se la puede impedir.
Esto hace sentir impotente a la gente y finalmente produce
violencia, ¿hasta dónde vamos a llegar?
Tampoco podemos vivir comunitariamente cuando
todos los vínculos se basan en la competencia. Es indudable
que genera, en algunas personas, un mayor rendimiento
basado en el deseo de triunfar sobre las demás. Pero no
debemos equivocarnos, la competencia es una guerra no
armada y, al igual que aquélla, tiene como base un
individualismo que nos separa de los demás, contra
quienes combatimos. Si tuviéramos un sentido más
comunitario muy otra sería nuestra historia, y también el
sentido de la vida del que gozaríamos.
Cuando critico la competencia no lo hago sólo por un
principio ético sino también por el gozo inmenso que
entraña compartir el destino, y que nos salvará de quedar
esterilizados por la carrera hacia el éxito individual en que
está acabando la vida del hombre.
Semanas después, otra tarde, cuando me senté a
contestar la carta del muchacho, advertí que yo de joven
escribía cada vez que era infeliz, que me sentía solo o
desajustado con el mundo en que me había tocado nacer. Y
pienso si no será siempre así, que el arte nazca
invariablemente de nuestro desajuste, de nuestra ansiedad
y nuestro descontento. Una especie de intento de
reconciliación con el universo de esa raza de frágiles,
inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos.
Los animales no lo necesitan: les basta vivir. Porque su
existencia se desliza armoniosamente con las necesidades
atávicas. Y al pájaro le basta con algunas semillitas o
gusanos, un árbol donde construir su nido, grandes
espacios para volar; y su vida transcurre desde su
nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no
es desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni
por la locura. Mientras que el hombre al levantarse sobre
las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera
piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza pero
también los orígenes de su angustia; porque con sus manos
y con los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir
esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura
e iba a iniciar así su gran desgarramiento: habrá dejado de
ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios
que su espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado
que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo
de sus dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su
inocencia y no habrá ganado el paraíso de su redención.
Cuántas veces les he aconsejado a quienes acuden a mí,
en su angustia y en su desaliento, que se vuelquen al arte y
se dejen tomar por las fuerzas invisibles que operan en
nosotros. Todo niño es un artista que canta, baila, pinta,
cuenta historias y construye castillos. Los grandes artistas
son personas extrañas que han logrado preservar en el
fondo de su alma esa candidez sagrada de la niñez y de los
hombres que llamamos primitivos, y por eso provocan la
risa de los estúpidos. En diferentes grados, la capacidad
creativa pertenece a todo hombre, no necesariamente como
una actividad superior o exclusiva. ¡Cuánto nos pueden
enseñar los pueblos antiguos donde todos, más allá de las
desdichas o de los infortunios, se reunían para bailar y
cantar! El arte es un don que repara el alma de los fracasos
y sinsabores. Nos alienta a cumplir la utopía a la que
fuimos destinados.
El arte de cada tiempo trasunta una visión del mundo,
la visión del mundo que tienen los hombres de esa época y
en particular el concepto de la realidad. En este nuevo
milenio debajo del gran supermercado del arte, como los
brotes que germinan después de un largo invierno, se
perciben, acá y allá, los testimonios de otra manera de
mirar. Notablemente en el cine, en películas de muy bajo
presupuesto que nos llegan de pequeños países, no
contaminados por la globalización, se expresa el deseo de
un mundo humano que se ha perdido, pero al que no se ha
renunciado. Son películas que nos traen un alivio al ver que
la vida simple, humana, aún está viva. El hombre no sólo
está hecho de muerte sino también de ansias de vida;
tampoco únicamente de soledad sino también de comunión
y amor.
Contemplaba con mirada de pequeño dios impotente el
conglomerado turbio y gigantesco, tierno y brutal, aborrecible y
querido, que como un temible leviatán se recortaba contra los
nubarrones del oeste.
El sol se ponía y a cada segundo cambiaba el colorido de las
nubes en el poniente. Grandes desgarrones grisvioláceos se
destacaban sobre un fondo de nubes más lejanas: grises, lilas,
negruzcas. Lástima ese rosado, pensó, como si estuviera en una
exposición de pintura. Pero luego el rosado se fue corriendo más y
más, abaratando todo. Hasta que empezó a apagarse y, pasando
por el cárdeno y el violáceo, llegó al gris y finalmente al negro que
anuncia la muerte, que siempre es solemne y acaba siempre por
conferir dignidad.
Y el sol desapareció.
Y un día más terminó en Buenos Aires: algo irrecuperable
para siempre, algo que inexorablemente lo acercaba un paso más a
su propia muerte. ¡Y tan rápido, al fin, tan rápido! Antes los años
corrían con mayor lentitud y todo parecía posible, en un tiempo
que se extendía ante él como un camino abierto hacia el horizonte.
Pero ahora los años corrían con creciente rapidez hacia el ocaso, y
a cada instante se sorprendía diciendo: “hace veinte años, cuando
lo vi por última vez”, o alguna otra cosa tan trivial pero tan
trágica como ésa; y pensando enseguida, como ante un abismo,
qué poco, qué miserablemente poco resta de aquella marcha hacia
la nada. Y entonces ¿para qué?
Y cuando llegaba a ese punto y cuando parecía que ya nada
tenía sentido, se tropezaba acaso con uno de esos perritos
callejeros, hambriento y ansioso de cariño, con su pequeño
destino (tan pequeño como su cuerpo y su pequeño corazón que
valientemente resistirá hasta el final, defendiendo aquélla vida
chiquita y humilde como desde una fortaleza diminuta), y
entonces, recogiéndolo, llevándolo hasta una cucha improvisada
donde al menos no pasase frío, dándole algo de comer,
conviniéndose en sentido de la existencia de aquel pobre bicho,
algo más enigmático pero más poderoso que la filosofía parecía
volverle a dar sentido a su propia existencia. Como dos
desamparados en medio de la soledad que se acuestan juntos para
darse mutuamente calor.


QUINTA CARTA:
La resistencia
Son los expulsados, los
proscriptos, los ultrajados, los
despojados de su patria y de su
terruño, los empujados con
brutalidad a las simas más
hondas. Ahí es donde están los
catecúmenos de hoy.
E. JÜNGER


LO PEOR ES EL VÉRTIGO.
En el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio
del vértigo es el miedo, el hombre adquiere un
comportamiento de autómata, ya no es responsable, ya no
es libre, ni reconoce a los demás.
Se me encoge el alma al ver a la humanidad en este
vertiginoso tren en que nos desplazamos, ignorantes
atemorizados sin conocer la bandera de esta lucha, sin
haberla elegido.
El clima de Buenos Aires ha cambiado. En las calles,
hombres y mujeres apresurados avanzan sin mirarse
pendientes de cumplir con horarios que hacen peligrar su
humanidad. Ya sin lugar para aquellas charlas de café que
fueron un rasgo distintivo de esta ciudad, cuando la
ferocidad y la violencia no la habían convertido en una
megalópolis enloquecida. Cuando todavía las madres
podían llevar a sus hijos a las plazas, o visitar a sus
mayores. ¿Se puede florecer a esta velocidad? Una de las
metas de esta carrera parece ser la productividad, pero
¿acaso son estos productos verdaderos frutos?
El hombre no se puede mantener humano a esta
velocidad, si vive como autómata será aniquilado. La
serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida
del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las
plantas, o del nacimiento de los niños.
Estamos en camino pero no caminando, estamos encima
de un vehículo sobre el que nos movemos sin parar, como
una gran planchada, o como esas ciudades satélites que
dicen que habrá. Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso
quién de nosotros camina lentamente? Pero el vértigo no
está sólo afuera, lo hemos asimilado a la mente que no para
de emitir imágenes, como si ella también hiciese zapping; y,
quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en
clave de urgencia para que todo pase rápido y no
permanezca. Este común destino es la gran oportunidad,
pero ¿quién se atreve a saltar afuera? Tampoco sabemos ya
rezar porque hemos perdido el silencio y también el grito.
En el vértigo todo es temible y desaparece el diálogo
entre las personas. Lo que nos decimos son más cifras que
palabras, contiene más información que novedad. La
pérdida del diálogo ahoga el compromiso que nace entre
las personas y que puede hacer del propio miedo un
dinamismo que lo venza y les otorgue una mayor libertad.
Pero el grave problema es que en esta civilización enferma
no sólo hay explotación y miseria, sino que hay una
correlativa miseria espiritual. La gran mayoría no quiere la
libertad, la teme. El miedo es un síntoma de nuestro
tiempo. Al extremo que, si rascamos un poco la superficie,
podremos comprobar el pánico que subyace en la gente que
vive tras la exigencia del trabajo en las grandes ciudades.
Es tal la exigencia que se vive automáticamente, sin que un
sí o un no haya precedido a los actos.
La mayoría de la humanidad es empleada de un poder
abstracto. Hay empleados que ganan más y otros que
ganan menos. Pero ¿quién es el hombre libre que toma las
decisiones? Ésta es una pregunta radical que todos hemos
de hacernos hasta escuchar, en el alma, la responsabilidad a
la que somos llamados.
Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero
hoy, cuántas veces me he preguntado cómo encarnar esta
palabra. Antes, cuando la vida era menos dura, yo hubiera
entendido por resistir un acto heroico, como negarse a
seguir embarcado en este tren que nos impulsa a la locura y
al infortunio. ¿Se le puede pedir a la gente del vértigo que
se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de
mi país que se nieguen a pertenecer a este capitalismo
salvaje si ellos mantienen a sus hijos, a sus padres? Si ellos
cargan con esa responsabilidad, ¿cómo habrían de
abandonar esa vida?
La situación ha cambiado tanto que debemos revalorar,
detenidamente, qué entendemos por resistir. No puedo
darles una respuesta. Si la tuviera saldría como el Ejercito
de Salvación, o esos creyentes delirantes —quizá los únicos
que verdaderamente creen en el testimonio— a
proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos ha de
dar los pocos metros que nos separan de la catástrofe. Pero
no, intuyo que es algo menos formidable, más pequeño,
como la fe en un milagro lo que quiero transmitirles en esta
carta. Algo que corresponde a la noche en que vivimos,
apenas una vela, algo con qué esperar.
Las dificultades de la vida moderna, el desempleo y la
superpoblación han llevado al hombre a una dramática
preocupación por lo económico. Así como en la guerra la
vida se debate entre ser soldado o estar herido en algún
hospital, en nuestros países, para infinidad de personas, la
vida está limitada a ser trabajador de horario completo o
quedar excluido. Es grande la orfandad que cunde en las
ciudades; la gran soledad de la persona original es una de
las tragedias del vértigo y de la eficiencia.
La primera tragedia que debe ser urgentemente
reparada es la desvalorización de sí mismo que siente el
hombre, y que conforma el paso previo al sometimiento y a
la masificación. Hoy el hombre no se siente un pecador, se
cree un engranaje, lo que es trágicamente peor. Y esta
profanación puede ser únicamente sanada con la mirada
que cada uno dirige a los demás, no para evaluar los
méritos de su realización personal ni analizar cualquiera de
sus actos. Es un abrazo el que nos puede dar el gozo de
pertenecer a una obra grande que a todos nos incluya.
Si a pesar del miedo que nos paraliza volviéramos a
tener fe en el hombre, tengo la convicción de que
podríamos vencer el miedo que nos paraliza como a
cobardes. Yo he pasado riesgos de muerte durante años.
¿Sin miedo? No, he tenido miedo hasta la temeridad pero
no he podido retroceder. Si no hubiese sido por mis
compañeros, por la pobre gente con la que ya me había
comprometido, seguramente hubiera abandonado. Uno no
se atreve cuando está solo y aislado, pero sí puede hacerlo
sí se ha hundido tanto en la realidad de los otros que no
puede volverse atrás. Cuando trabajé en la CONADEP, de
noche soñaba aterrado que aquellas torturas, frente a las
cuales yo hubiera preferido la muerte, eran sufridas por las
personas que yo más quería. Impávido en el sueño, luego
me despertaba angustiado y sin saber cómo seguir, pero
horas después no podía negarme a escuchar a quienes
pedían que yo los recibiera. No podía, era inadmisible que
hubiese dicho que no a esos padres cuyos hijos, en verdad,
habían sido masacrados.
Quiero decirles que no lo podía hacer porque ya estaba
adentro, involucrado. Así es, uno se anima a llegar al dolor
del otro, y la vida se convierte en un absoluto. Las más de
las veces, los hombres no nos acercamos, siquiera, al
umbral de lo que está pasando en el mundo, de lo que nos
está pasando a todos, y entonces perdemos la oportunidad
de habernos jugado, de llegar a morir en paz, domesticados
en la obediencia a una sociedad que no respeta la dignidad
del hombre. Muchos afirmarán que lo mejor es no
involucrarse, porque los ideales finalmente son envilecidos
como esos amores platónicos que parecen ensuciarse con la
encarnación. Probablemente algo de eso sea cierto, pero las
heridas de los hombres nos reclaman.
Pero esto exige creación, novedad respecto de lo que
estamos viviendo y la creación sólo surge en la libertad y
está estrechamente ligada al sentido de la responsabilidad,
es el poder que vence al miedo. El hombre de la
posmodernidad está encadenado a las comodidades que le
procura la técnica, y con frecuencia no se atreve a hundirse
en experiencias hondas como el amor o la solidaridad. Pero
el ser humano, paradójicamente sólo se salvará si pone su
vida en riesgo por el otro hombre, por su prójimo, o su
vecino, o por los chicos abandonados en el frío de la calles,
sin el cuidado que esos años requieren, que viven en esa
intemperie que arrastrarán como una herida abierta por el
resto de sus días. Son doscientos cincuenta millones de
niños los que están tirados por las calles del mundo.
Estos chicos nos pertenecen como hijos y han de ser el
primer motivo de nuestras luchas, la más genuina de
nuestras vocaciones.
De nuestro compromiso ante la orfandad puede surgir
otra manera de vivir, donde el replegarse sobre sí mismo
sea escándalo, donde el hombre pueda descubrir y crear
una existencia diferente. La historia es el más grande
conjunto de aberraciones, guerras, persecuciones, torturas e
injusticias, pero, a la vez, o por eso mismo, millones de
hombres y mujeres se sacrifican para cuidar a los más
desventurados. Ellos encarnan la resistencia.
Se trata ahora de saber, como dijo Camus, si su sacrificio
es estéril o fecundo, y éste es un interrogante que debe
plantearse en cada corazón, con la gravedad de los
momentos decisivos. En esta decisión reconoceremos el
lugar donde cada uno de nosotros es llamado a oponer
resistencia; se crearán entonces espacios de libertad que
pueden abrir horizontes hasta el momento inesperados.
Es un puente el que habremos de atravesar, un pasaje.
No podemos quedar fijados en el pasado ni tampoco
deleitarnos en la mirada del abismo. En este camino sin
salida que enfrentamos hoy, la recreación del hombre y su
mundo se nos aparece no como una elección entre otras
sino como un gesto tan impostergable como el nacimiento
de la criatura cuando es llegada su hora.
Los hombres encuentran en las mismas crisis la fuerza
para su superación. Así lo han mostrado tantos hombres y
mujeres que, con el único recurso de la tenacidad y el valor,
lucharon y vencieron a las sangrientas tiranías de nuestro
continente. El ser humano sabe hacer de los obstáculos
nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una
grieta para renacer. En esta tarea lo primordial es negarse a
asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como
lo han hecho heroicamente los pueblos ocupados, la
tradición que nos dice cuánto de sagrado tiene el hombre.
No permitir que se nos desperdicie la gracia de los
pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una
mesa compartida con gente que queremos, unas criaturas a
las que demos amparo, una caminata entre los árboles, la
gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una
casa en llamas. Éstos no son hechos racionales, pero no es
importante que lo sean, nos salvaremos por los afectos.
El mundo nada puede contra un hombre que canta en la
miseria.


EPÍLOGO:
La decisión
y la muerte
Al morir, esa inasible acción
que se cumple obedeciendo,
sucede más allá de la realidad,
en otro reino.
M. ZAMBRANO


CADA HORA DEL HOMBRE es un lugar vivo de nuestra
existencia que ocurre una sola vez, irremplazable para
siempre. Aquí reside la tensión de la vida, su grandeza, la
posibilidad de que la inasible fugacidad del tiempo se
colme de instantes absolutos, de modo que, al mirar hacia
atrás, el largo trayecto se nos aparece como el desgranarse
de días sagrados, inscriptos en tiempos o en épocas
diferentes.
Detener la vida, su inefable transcurrir, no sólo es
imposible sino que, de hacerlo, caeríamos en la más negra
de las depresiones; los días nos pasarían carentes de toda
trascendencia, nos sobrarían y podríamos desperdiciarlos
banalmente ya que nada esencial se jugaría en ellos. La vida
del hombre se reduciría a la felicidad que pudiera acuñar,
como si la más grande de las existencias fuese la que mejor
se asemejase a un viaje de placer en un barco de lujo.
Creo que lo esencial de la vida es la fidelidad a lo que
uno cree su destino, que se revela en esos momentos
decisivos, esos cruces de caminos que son difíciles de
soportar pero que nos abren a las grandes opciones. Son
momentos muy graves porque la elección nos sobrepasa,
uno no ve hacia adelante ni hacia atrás, como si nos
cubriese una niebla en la hora crucial, o como si uno tuviera
que elegir la carta decisiva de la existencia con los ojos
cerrados.
Algo de esto nos pasa hoy, cuando millones de personas
comprendemos la urgencia que nos reclama, y no atinamos
a divisar la luz que nos oriente. Unidos en la entrega a los
demás y en el deseo absoluto de un mundo más humano,
Ernesto Sabato
resistamos. Esto bastará para esperar lo que la vida nos
depare.
Desde joven he vivido la zozobra de la libertad. He
pasado momentos de angustia sin saber qué hacer, sin
comprender qué resultaría de una elección grave frente a la
cual, sin embargo, nunca pude evaluar con mesura los
hechos. Me recuerdo como quien corriera un tramo por un
sendero perdido, y luego volviera hacia atrás, sin hallar el
dato definitivo que probara que aquél era un buen camino.
Pendulaba a la deriva hasta el momento crucial en que me
llegaba la decisión al alma, y entonces avanzaba hacia ella
cualesquiera fuesen las consecuencias.
Los valores son los que nos orientan y presiden las
grandes decisiones. Desgraciadamente, por las condiciones
inhumanas del trabajo, por educación o por miedo, muchas
personas no se atreven a decidir conforme a su vocación,
conforme a ese llamado interior que el ser humano escucha
en el silencio del alma. Y tampoco se arriesgan a
equivocarse varias veces. Y sin embargo, la fidelidad a la
vocación, ese misterioso llamado, es el fiel de la balanza
donde se juega la existencia si uno ha tenido el privilegio
de vivir en libertad.
Hay momentos decisivos en la vida de los pueblos
como en la de los hombres. Hoy estamos atravesando uno
de ellos con todos los peligros que acarrean; pero toda
desgracia tiene su fruto si el hombre es capaz de soportar el
infortunio con grandeza, sin claudicar a sus valores.
Como en la vida de los hombres, las culturas atraviesan
períodos fecundos donde los momentos de dolor y de
alegría se alternan bajo el mismo cielo; los pueblos siguen el
acontecer de la vida con una mirada que les viene de
generaciones e incorporan los cambios a un sentido que los
trasciende.
Éste no es uno de esos momentos, por el contrario, es un
tiempo angustioso y decisivo, como lo fue el pasaje de los
días imperiales de Roma al feudalismo, o de la Edad Media
al capitalismo. Pero me atrevería a decir que es más grave
porque es absoluto, ya que la vida misma del planeta está
en juego.
Nuestra cultura está mostrando signos inequívocos de
la proximidad de su fin. Sin tregua se ve obligada a
reinventar noticias, modas o nuevas variantes, porque nada
de lo que extrae de sí es perdurable, fecundo o sanante.
Como cuando un enfermo está muy grave y el médico
le receta algo nuevo cada día y la familia, en su
desesperación, cambia de médico y de tratamientos. Así
nos está pasando, confundimos noticia con novedad. Lo
decisivo es no creer que todo seguirá igual y que este modo
de vivir da para rato.
La capacidad de convicción de nuestra civilización es
casi inexistente y se concentra en convencer a la gente de
las bondades de sus cachivaches, que por cientos de
millones se ofrecen en el mercado, sin tener en cuenta la
basura que se acumula hora a hora, y que la tierra no puede
asimilar. La globalización, que tanta amargura me ha
traído, tiene su contrapartida: ya no hay posibilidades para
los pueblos ni para las personas de jugarse por sí mismos.
Ésta es una hora decisiva no para este o aquel país, sino
para la tierra toda. Sobre nuestra generación pesa el
destino, es ésta nuestra responsabilidad histórica.
Estos tiempos modernos de Occidente, hoy en su fase
final, otorgaron a los hombres una cultura que les dio
amparo y orientación. Bajo su firmamento, los seres
humanos atravesaron con euforia momentos de esplendor
y sufrieron con entereza guerras y miserias atroces. Hoy
con dificultad vamos aceptando su muerte, su necesario
invierno, sabiendo que ha sido construida con los afanes de
millones de hombres que han dedicado su vida, sus años,
sus estudios, la totalidad de sus horas de trabajo, y la
sangre de todos los que cayeron, con sentido o inútilmente,
para bien o para mal, durante cinco siglos.
La Modernidad comenzó con el Renacimiento, un
tiempo inigualable en creaciones, inventos y
descubrimientos. Fue una etapa que, como la niñez, estaba
aún bajo la mirada de sus predecesores. Fue el racionalismo
su verdadera independencia.
Se han recorrido hasta el abismo las sendas de la cultura
humanista. Aquel hombre europeo que entró en la historia
moderna lleno de confianza en sí mismo y en sus
potencialidades creadoras, ahora sale de ella con su fe
hecha jirones.
Estamos indudablemente frente a la más grave
encrucijada de la historia, ya no se puede avanzar más por
el mismo camino. Hace tiempo que el sentimiento
humanista de la vida perdió su frescura; en su interior han
estallado contradicciones destructivas: el escepticismo le ha
minado su ánimo. La fe en el hombre y en las fuerzas
autónomas que lo sostenían se han conmovido hasta el
fondo. Las altas torres se han derrumbado. Demasiadas
esperanzas se han quebrado en el corazón de los hombres.
¿Era el destino del ser humano intentar su supremacía y su
independencia?, ¿estaba esta hora inscripta ya en los
papiros de la eternidad?
Debo confesar que durante mucho tiempo creí y afirmé
que éste era un tiempo final. Por hechos que suceden o por
estados de ánimo, a veces vuelvo a pensamientos
catastróficos que no dan más lugar a la existencia humana
sobre la tierra. En otros, la capacidad de la vida para
encontrar resquicios donde volver a crear me dejan
anonadado, como quien bien comprende que la vida nos
rebalsa, y sobrepasa todo lo que sobre ella podamos pensar.
Sé que a mucha gente le irritará esta carta, yo mismo la
hubiera rechazado hace años cuando confundía resignarse
con aceptar. Resignarse es una cobardía, es el sentimiento
que justifica el abandono de aquello por lo cual vale la pena
luchar, es, de alguna manera, una indignidad. La
aceptación es el respeto por la voluntad de otro, sea éste un
ser humano o el destino mismo. No nace del miedo como la
resignación, sino que es más bien un fruto.
No sé si alguien, antes de Berdiaev, predijo que
volveríamos a una nueva Edad Media. Sería posible y
también sanante. Ciertos elementos parecieran estar
presentes indicando semejanzas, como el estado de
putrefacción del poder en Roma, donde el cuidado que se
había puesto en la elección de los sucesores del César
decayó hasta la irresponsabilidad, que es un grave síntoma;
la tendencia a enfeudarse, por los peligros externos.
Entonces, como ahora, afuera no había seguridad y la
violencia diezmaba a quienes no quedaban protegidos por
las murallas. También la drástica división entre poderosos
y pobres; la creciente religiosidad. Entonces los que
quedaron cortados fueron los caminos, hoy habrían de ser
los cables, a no ser que fueran ellos los “convertidos” y la
televisión pasara a servir a la gente.
Sentimos la Edad Media como noche, como tiempo
severo, austero, cuando todo el esplendor de la civilización
romana fue acallada. Berdiaev dice:
La noche no es menos maravillosa que el día, no es
menos de Dios, y el resplandor de las estrellas la
ilumina, y la noche tiene revelaciones que el día ignora.
La noche tiene más afinidad con los misterios de los
orígenes que el día. El Abismo no se abre más que con la
noche.
Para nuestra cultura, la noche sería la pérdida de los
objetos, que es la luz que nos alumbra.
¿Quién podrá guiarnos hoy?, ¿quiénes son esos seres
humanos que, como Juana de Arco o el pequeño David,
convirtieron una historia con la sola ayuda de su fe y de su
coraje?
Así como en la muerte individual hay algo que sucede
en el espíritu, y que da lugar a la aceptación de la muerte,
es importante que nuestra cultura termine de deshojarse.
Toda conversión, como la muerte misma, tiene un pasaje,
un tiempo para abandonar los rasgos del pasado y aceptar
la historia como se acepta la vejez. Hacernos cómplices del
tiempo para que caigan los velos y se desnude la verdad
simple. Si algo se les debe a los hombres es la posibilidad
de que la verdad madure y se muestre una vez por entero,
sin las distorsiones de la propaganda o de los
oportunismos.
Siento con entusiasmo esta posibilidad de recomenzar
otra manera de vivir. Lo que ayuda a la decisión es un mar
de fondo, que se ha ido formando a través de hechos
aislados que comienzan a entramarse, imágenes que nos
sorprenden, libros que leemos. La gente que frecuentamos,
un sentimiento de patria cuando estamos en el exilio. Algo
diferente que se valora, que nos asombra y que sentimos
como una utopía que se nos acercara. El cambio se da
cuando nuestra mirada no se separa de ella.
No podemos olvidar que en estos viejos tiempos, ya
gastados en sus valores, hay quienes en nada creen, pero
también hay multitudes de seres humanos que trabajan y
siguen en la espera, cortes no son tajantes, y ya en las postrimerías del Imperio
Romano, sus ciudadanos frecuentaban a sus vecinos
bárbaros, y es seguro que tendrían amores con ellos; así ya
están entre nosotros los habitantes de otra manera de vivir.
Hoy como entonces hay multitudes de personas que no
pertenecen a esta civilización posmoderna, muchas están
trágicamente excluidas y otras muchas parecen aún formar
parte de las instituciones sociales pero su alma está
preñada de otros valores.
El pasaje es un paso atrás para que una nueva sensación
del universo vaya tomando lugar, del mismo modo que en
el campo se levantan los rastrojos para que la tierra
desnuda pueda recibir la nueva siembra.
¡Si nos enamoráramos de este pasaje!
¡Si en vez de alimentar los caldos de la desesperación y
de la angustia, nos volcáramos apasionados, revelando un
entusiasmo por lo nuevo que exprese la confianza que el
hombre puede tener en la vida misma, todo lo contrario de
la indiferencia! Dejar de amurallarnos, anhelar un mundo
humano y ya estar en camino.
Como la luz de la aurora que se presiente en la
oscuridad de la noche, así de cerca está la muerte de mí. Es
una presencia invisible.
Algunas veces en la vida sentí que estaba en peligro y
podía morir. Y sin embargo, aquel sentimiento de la muerte
en nada se parece al de hoy. Entonces hubiera sido parte de
mis luchas o de alguna circunstancia: un fracaso de mis
proyectos. Podría haber muerto inesperadamente y no
habría sido como hoy, en que la muerte me va tomando de
a poco, cuando soy yo quien me voy inclinando hacia ella.
Su llegada no será una tragedia como hubiese sido
antes, pues la muerte no me arrebatará la vida: ya hace
tiempo que la estoy esperando.
Hay días en que me invade la tristeza de morir y, como
si pudiera ser la muerte la engañada, me atrinchero en mi
estudio y me pongo a pintar con frenesí, confiado en que
ella no me arrebatará la vida mientras haya una obra sin
terminar entre mis manos. Como si la muerte pudiese
entender mis razones, y yo hacer de Penélope para
detenerla.
Cuando la gente me para por las calles para darme un
beso, para abrazarme, o cuando voy a algún acto, como en
la Feria del Libro, donde una multitud durante horas me
está esperando y me colma con su afecto, una invencible
sensación de despedida me nubla el alma.
Cada vez me ocupan menos los razonamientos, como si
ya no tuvieran mucho que darme. Como bien dijo
Kierkegaard, “la fe comienza precisamente donde acaba la
razón”. Momentos en que navego sin preguntas mar
adentro, no importan las lluvias ni los fríos. Y otros, en que
me amarro a viejas sabidurías esotéricas, y encuentro calor
en sus antiguas páginas como en las personas que me
rodean y me cuidan. Me avergüenza pensar en los viejos
que están solos, arrumbados rumiando el triste inventario
de lo perdido.
Antes, la muerte era la demostración de la crueldad de
la existencia. El hecho que empequeñecía y hasta
ridiculizaba mis prometeicas luchas cotidianas. Lo atroz.
Solía decir que a la muerte me llevarían con el auxilio de la
fuerza pública. Así expresaba mi decisión de luchar hasta el
final, de no entregarme jamás.
Pero ahora que la muerte está vecina, su cercanía me ha
irradiado una comprensión que nunca tuve; en este
atardecer de verano, la historia de lo vivido está delante de
mí, como si yaciera en mis manos, y hay horas en que los
tiempos que creí malgastados tienen más luz que otros, que
pensé sublimes.
He olvidado grandes trechos de la vida y, en cambio,
palpitan todavía en mi mano los encuentros, los momentos
de peligro y el nombre de quienes me han rescatado de las
depresiones y amarguras. También el de ustedes que creen
en mí, que han leído mis libros y que me ayudarán a morir.

2 comentarios:

cristina caballero dijo...

uyyyy, para leerlo con mucha calma, son asuntos importantes los que aborda desde su humanidad, desde su propia vida...qué legado

cristina caballero dijo...

y como reconforta saber que él experimentaba la misma extrañeza que yo ante el ruido generalizado en todas partes, y que se puede pedir que esto no sea así. En una ocasión que estaba de vacaciones en el puerto, fui con amigos a un Sanbors el del Zócalo, era la efervescencia del Mundial de Fútbol y se les ocurrió poner pantallas a todo volumen en el área del restaurant y no en el bar como siempre se hacia. Estaba realmente insoportable el volumen impidiéndome comunicarme con mis amigos, por lo que decidimos irnos, no sin antes pedir la libreta consabida para anotar ahí mi queja, los empleados intentaron disuadirme de no hacerlo, pero pedí amablemente que me permitieran dejar por escrito mi inconformidad, que si yo hubiera querido ver el partido de tal...me habría ido al bar, que para eso son esos lugares, para aturdirse y reír alto y etc. (yo también he estado en lugares ruidosos muchas veces y tan a gusto). En honor al sitio mencionado, la siguiente ocasión, no hubo pantalla y cuando vuelven a ponerla por algún otro motivo, les pido -siempre amablemente-, que bajen el volumen para poder platicar con mis amigos y así lo hacen...tiene razón este gran hombre, no tenemos que resignarnos a una vida sin sentido. Saludos