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miércoles, febrero 17, 2010

Alberto Romandìa Peñaflor: Sobre el miedo a la opinión pública



Sobre el miedo a la opinión pública
Alberto Romandía Peñaflor

Quien ama su independencia debe estar dispuesto, para salvaguardarla, a cualquier infamia, a la ignominia inclusive.

Émile Michel Cioran

Una reflexión a propósito de un vicio inmundo, de muy mal gusto y tan en boga en nuestras sociedades pícaras, por nombrarlas de algún modo: cuando los demás hablan mal de uno –quehacer propio de los Estados Mentales vanos y patychapoyescos, como nuestro Mexi.com– hay que saber leer entre líneas y a modo contraproducente los siguientes factores:

1) para empezar, tener presentes los tufos que uno mismo llega a proferir, incluso inconscientemente, cuales lengüetadas de fuego o saetas ponzoñosas a terceros. Luego, ese recelo suyo raya, sólo a primera vista, en acto justiciero –invalidado en rigor, puesto que si se pusiera en movimiento el cerebro y se percibiera la condición del otro, nos dejaríamos automáticamente de pre-juicios. Es a esto a lo que se refería Confucio (el gran maestro de la “confusión” en que degeneraron los certámenes de belleza) con aquello de caminar un largo trecho sobre los zapatos del otro u objeto de nuestras furias. A la comprensión;

2) que dicha sorna y su consecuente burla evidencian en el agresor al verdaderamente vulnerable (pues la impiedad es el efecto más palpable de un dolor no digerido), al más frágil; por no mencionar las bondades y enseñanzas ya implícitas en el escarnio (no humildad: ubicación, criticismo, etc.). Por ahí codifica un proverbio aquello de la inseguridad: en la medida del grito, la injuria o la pistola, ahí también se sopesa el MIEDO del agresor, su gran tamaño;

3) que el maldiciente sin proponérselo deviene también pedagogo generoso: a través de esa mala fe en que se basa para humillar o desacreditar, da asimismo paso a un procedimiento, que si bien se antoja procedente de una mente pedestre o ya grosera, visto más de cerca se asemeja a una lección tipo Mayéutica (técnica mediante la cual Sócrates irritaba a sus discípulos haciendo uso de cuestionamientos que los conducían a éstos a indagar, o sea: a pensar, por sí mismos); gestación inadvertida, claro está, por el prospecto a bravucón. Esto provoca una permuta a modo de acicate, una evolución en el afectado; pues si acaso es cierto que el objeto de esas liviandades puede ser reducido a gusano o a bicho kafkiano, también lo es que le proporciona las herramientas suficientes para postularse ANTE SÍ MISMO como digno de más afortunados adjetivos, que esos con que le han arremetido; y

4) que si uno se anticipara a la agresión, esto es, si comenzáramos por imaginarnos la sepultura de nuestros propios cadáveres (dicho de otro modo, lo efímero de la vida: el ser-para-la-muerte heideggeriano), entonces perdería al instante gravedad cualquier insulto. Sucedería así lo que llamaba Albert Camus la meta-ironía por excelencia: burlarse de la desgracia propia y de la ajena a un tiempo: de ambos al ser prisioneros en una dinámica escurridiza y precaria, como lo es la vida. Ése ya no necesitaría satanizar al otro para valer la pena él.
Ahora bien, téngase en cuenta que cualquier embestida se limita, en su primitivismo, a perpetrar el daño. Mas cuando el implicado o aspirante a víctima da muestras de ser presa dura de cazar, y manifiesta inmunidad ante infamia e ignominia (Cioran), promete con ello paraísos muy distintos a los anhelados por su pobre detractor. Lo realmente esencial para allegarse la dicha radica en gran medida, podríamos tranquilamente suponer, en proceder con un talante autócrata, independientemente de si se satisfacen el morbo y los caprichos en los congéneres. Bertrand Russell, en su disertación sobre El Miedo a la Opinión Pública (The conquest of happiness, Unwin Paperbacks, GB, 1979, p. 107), concluye que la única cura a los impulsos malévolos o mal intencionados radica en un incremento de la tolerancia por parte de ese público. Esto conlleva a una novedosa interpretación de la ignorancia (que subyace cual fundamento de las discordias), ya que ahí se da ese ímpetu rabioso e intransigente de quien no tolera al otro, en ocasiones hasta por el hecho de ser sí mismo –en el mejor de los escenarios. Su punto es apenas fastidiar, labor de desquehacerados.
En conclusión, pocas experiencias en suciedad tan enriquecedoras y forjadoras del CARÁCTER propio, como esa majadera habilidad de no pocos deslenguados: la de dedicarle su tiempo a la devastación de dignidades ajenas. Así, habría que revalorar a semejantes mártires que, por andar de chismorreo en chismorreo, sacrifican sus propias vidas en beneficio de quienes extraen conocimientos incluso de la derrota y el desprecio. Pues al perpetuar el monólogo de sus cóleras simplonas, nos brindan el exacto pretexto para elevarnos y trascender a esos demonios del prestigio (del latín praestigium: ardid, apariencia o engaño), tan difíciles de exorcizar. Parafraseando a Honoré de Balzac: reservémosle la vanidad a quienes no poseen algo más interesante que exponer ante los otros. En última instancia, dejemos bramar a los bovinos. Por lo demás, ¡qué tedioso es tomarse a uno mismo tan en serio!
“Ahora para no quedar ensimismado, caminarás con el resto del ganado, ¿qué importa si es atrás o adelante de la gente? Lo medular consta en dejar de pender entre la vida y la muerte” (dijo un borrachín en la banqueta).

Tomado con autorización del autor de: El libre pensador (28/01/2010)


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