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jueves, diciembre 03, 2009

Martha Durazzo: ESPERANZA



ESPERANZA

Al Centro Metafísico de Tolome, Ver.


Barrunta el viento sobre la zona del Totonacapan… Las nubes impiden el paso de los rayos del Sol; sobre lo oscuro del paisaje resaltan, como miles de soles, las naranjas… Más allá se vislumbra el Centro Ceremonial del Tajín, tierra del señor del Trueno…


Aprecio el paisaje en un alto que hago… La ventisca cambia su ruta y levanta los pliegues de mi falda, cuyo vuelo, rápido detengo.
-Ojalá que el señor del Trueno me deje llegar sin las resonancias de su orquesta y el acompañamiento del agua.
Continúo mi marcha y noto que, pese a lo empinado de la cuesta, comienza a cambiarme el ánimo, ensombrecido, que me acompañaba y recobro el deseo de vivir.
Se vuelve a levantar mi falda y, convencida de la soledad del entorno, dejo que el viento juegue con ella, tal cual hace con las flores, que se balancean, sin más…
Veo el reloj y compruebo que dispongo de tiempo para admirar el paso de las nubes que parecen presurosas por llegar…
-¿A dónde van viajeras incansables, libres de maletas, señoras sin fronteras? ¿Al mar? ¿A sentarse en Perote, Acajete o La Esperanza? ¿Irán a Machu Pichu, Keops o la Acrópolis? Con un giro quisiera elevarme, viajar en ellas y deslizarme, desde una escalera, torrente de agua, sobre el Partenón para mirar el atardecer y luego regresar a casa.
Un rayo cae sobre una montaña vecina; vuelvo a mirar la carátula del reloj… Comienza a brisar… Recomienzo a caminar…
-He de llegar.
Distingo la casa; el humo de la leña es una columna que indica mi ruta… Descalzo mis pies y aspiro el aroma a tierra mojada; unos pasos más y llego… Toco, me abren la puerta Rosita y Aura con sus rostros como de Sol amaneciendo y el arco iris de los listones de sus trenzas coronando sus cabezas… Nos abrazamos; saco del bolso los chocolates que traigo para ellas y pregunto por su mamá, la chamán, mi maestra Esperanza.
Aura, en voz queda, comienza a comentarme:
-Está con Don Ernesto, el esposo de Merieth. ¿Lo recuerdas?
-Sí, primero la regañaba porque venía a curarse y luego, porque venía a aprender.
-En estos meses que anduviste de viaje fue perdiendo el movimiento de las piernas; Merieth le dijo que viniera y no quiso; lo llevaron a varias ciudades y médicos; en lugar de mejorar, empeoró hasta necesitar usar silla de ruedas. Un día le dijo a Merieth que bastaba de peregrinar y regresaron…Tiempo después le recordó a Don Ernesto que aquí, muchos encuentran el alivio a sus males…
-¡No creo en esas brujerías!
-Es herbolaria, ciencia de los ancestros y metafísica.
-¡Patrañas!
-Viste cómo me curaron y algo he aprendido, pero sin tu autorización, imposible ayudarte.
-¡Deja de insistir!
-Difícil hacerlo. Te amo y veo que sufres. Sé que lo tuyo tiene remedio.
-¿Lo sabes?
-Sé.
-¿Cómo lo sabes?
-He aprendido.
-¿Qué has aprendido?
-Lo necesario para pronunciar lo que expreso.
Rosita continúa narrándome, en tanto Aura enciende un copal.
-Tres días después le pidió a Merieth venir.
Sigo oyendo… Ahora Rosita hace una pausa para levantarse e ir a encender una veladora a la Virgen de Guadalupe… En medio de nuestro silencio, recuerdo el mal que me comenzó en el segundo mes de mi viaje y por el cual me desahuciaron… Ellas regresan a sentarse y Rosita continúa:
-Ya en el Recinto Don Ernesto, mamá pidió que Conchita y Carmen, las videntes, miraran lo que tenía; ellas fueron diciendo:
-Tres brujos colocaron un triángulo de sombras sobre él.
-Ataron sus pies y piernas.
-Colocaron una espina en su columna vertebral.
-Apretaron su frente con un lienzo negro; debe dolerle seguido la cabeza.
-Pusieron una venda en sus ojos para que no viera el camino y la verdad.
-Como consecuencia, incluso, algunas veces se le empaña la vista.
-Escribieron en su mente el nombre de una mujer… Hay una herida que, desde la infancia, lacera su corazón, nunca lo ha dicho y no ha podido perdonar; eso provocó que el trabajo cobrara mayor fuerza. Recuperará el movimiento de sus piernas, sanará su vista, desaparecerán los dolores de cabeza y columna. El trabajo fue pedido por una mujer despechada –dijo mamá, quien con sus ojos cerrados, siguió mirando el pasado:
-Veo una mujer; una secretaria que se enamoró o encaprichó de usted; una y otra vez se le insinúa y usted la ignora; ella fue y pagó por unas infusiones para vencer su voluntad; la veo poner gotas en las tazas de café que le llevaba; usted empezó a sentirse atraído por ella, pero aunque comenzó a distanciarse de Merieth y sus hijos, su fuerza de voluntad y el recíproco amor, pudo más y se apartó de aquella mujer; ahora la veo ir a México, entra en un lugar y pide que le hagan a usted un trabajo que primero lo dejó impotente, hoy inválido y lo ya dicho por mis hermanas. De manera recurrente piensa en ella. Usted sanará, pero necesito su ayuda.
-Cierto es lo de aquella secretaria y los demás males que me aquejan, de los cuales, excepto la invalidez, nunca había hablado con nadie de ellos. Estoy impresionado y agradecido. Ofrezco una disculpa por mis dudas anteriores. ¿En qué puedo ayudar?
-Vendrá siete veces más, siguiendo el tratamiento y perdonando.
-Queda olvidado y perdonado; deseo el bien para el alma de esa mujer y mi salud.
-Lamento tener que remover aquellas heridas de la infancia, ¿podrá perdonar a aquel ser que se las infirió?
-Don Ernesto pareció cimbrarse; estuvo callado un rato y después dijo:
-¿Usted sabe?
-Nada que no quiera usted que sepa y que, libremente, quiera o no perdonar.
-Don Ernesto cubrió con sus manos el rostro y comenzó a llorar antes de hablar:
-Parece que veo aquella casa… La vergüenza, miedo, el temor que mi padre matara a mi padrino, el amor por mi madrina y mi madre, me silenciaron.
-Volvió a llorar. Nosotras rezando para que lograra sacar aquello que tanto le había herido… Siguió contando:
-Era la única casa que no fuera la mía, en que mis padres me permitían dormir… Ellos no tenían hijos y mi madrina, que me quería mucho, pedía a mis papás que me mandaran en las vacaciones; para sentir mi madrina que, en aquella casa tan grande, no tuviera miedo, ponía una camita al pie de su cama. Mi madrina se tomaba su pastilla de dormir. Yo no podía dormir; cuando él calculaba que ella dormía profundamente, se levantaba, alzaba mis cobijas… Sus rugosas manos tapaban mi boca, me amenazaba, me quitaba el pantalón de mi pijama, la trusa y comenzaba a manosearme… Ponía su miembro en mi boca, luego me ponía de espaldas; yo apretaba las piernas, pero sólo era un niño…
A Don Ernesto le brotaban, como un manantial, las lágrimas y volvió a callar. Nosotros seguíamos rezando.
-Nunca le deseé un mal; sin saber lo que yo sufría, mi mamá y mi madrina siempre hablaban de amor, de perdón. Yo noche a noche, durante mis vacaciones, viví aquel terror nocturno. Hasta que me hice adolescente mi madrina aceptó que durmiera en otra habitación. No concluyó mi terror. Mi madrina me pedía que, para mi mayor seguridad, no pusiera el pasador y dejara la puerta entreabierta, por si yo sentía miedo, ella alcanzara a oírme si la llamaba. Noche a noche me mantenía despierto la pesadilla de que aquel hombre pudiera levantarse y entrar al cuarto. Cuando el sueño me vencía, el más ligero ruido, me despertaba; un sudor frío recorría mi frente; quería gritar y suplicar ayuda; fueron alaridos de dolor atrapados en mi garganta. Cuando aquel hombre envejeció y agravó, oí que el cura al salir de su habitación, donde lo había confesado, dijo a mi madrina:
-“Hizo una confesión tan buena y completa que irá directo con Dios al cielo”.
-Entonces experimenté un infierno y lo odié, y deseé que se largara un rato al purgatorio por aquello que me había hecho y quizá hubiera hecho a otros… Al paso del tiempo, creí haber perdonado; entendí que la misericordia de Dios es infinita y su perdón es alcanzable por todos aquellos que lo solicitan… Aún por las noches me llego a sobresaltar; no soporto dormir sin cubrirme, ver descubierta de sus sábanas a Merieth o nuestros hijos, algunas veces, sin saber exactamente por qué, llamo a mi madre. Tuvo tantas repercusiones en mi vida. Merieth jamás entendió algunas cosas, ni yo le expliqué. Jamás le dije a nadie. Sólo callé y en el fondo, me volví un solitario… Solo, con mi dolor… Me hice desconfiado; mis padres que tanto me amaban eran quienes me mandaban a aquél lugar donde vivían un ángel, mi madrina y un demonio, aquel hombre.
-Don Ernesto entró en una crisis de dolor; su corazón se debatía entre su natural bondad, amor y capacidad de perdón y las heridas; dudaba de su capacidad de olvidar porque el resentimiento luchaba por no abandonar el espacio que había ocupado; lloraba también porque pensaba que sin querer, por aquello, había hecho sufrir a los que amaba, su familia, amigos, compañeros; él permanecía a la defensiva y le costaba distinguir el cariño, las intenciones, el sentido de algunas palabras y actitudes; todo esto nosotros, como tú sabes, lo íbamos viendo, como la gente ve una película, y oyendo su voz interna, en el debate de su conciencia… Seguíamos invocando el auxilio divino; entonces él recordó aquello que pronunció Jesús en el Padre Nuestro: “Perdona nuestras ofensas, como nosotros también perdonamos a los que nos ofenden” y prorrumpió en llanto y vimos cómo aquél resentimiento iba saliendo de su corazón, hasta quedar radiante; entonces Pola, Rosendo y José entraron trayendo más luz y ollas con agua hirviendo con las hierbas para que sus emanaciones ayudaran a sanarlo; con cuidado le pasamos a la cama donde, por primera vez, desde su niñez, tuvo un sueño tranquilo, reparador; nos relevamos para orar y curarlo; despertó y comenzaron los desalojos y tratamientos con baños y flores… Puntual ha venido las siete veces, que hoy concluyen, durante las cuales fue mejorando y hoy que te pedimos trajeras las rosas blancas, lo verás…
Se abre la puerta y sale caminando Don Ernesto; nos saluda y le vemos partir…
Yo miro al interior de aquella habitación en que están Esperanza y mis amigos, entro y entrego las rosas… Abrazo a mis compañeros y ya no dudo que libré aquella enfermedad por la que me desahuciaron… Aprendí a perdonar y olvidar.




Boca del Río, Ver. Octubre 16 de 2007.


Nota:
Texto publicado en el libro "Narrativa en Miscelánea III", UNAM.

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