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domingo, agosto 31, 2008

Genaro Aguirre Aguilar: Del cine en la música, una cuenta saldada




A nosotros no nos sorprendió, como tampoco la ausencia de condena en los rostros de los chicos acomodadores, quienes mencionaban que habían sorprendido a una pareja en pleno agasajo sexual en una de las salas del complejo cinematográfico. En todo caso, lo que nos llamó la atención fue reconocer que la sonrisa de ellos, estaba más cercana al goce que al asombro propio de quienes han pasado a formar parte de una generación que no suele asumir la sala de cine como un lugar de aprendizaje erótico, amoroso o sentimental; pues los vientos de la modernidad terminaron por higienizar ciertas prácticas que apenas ayer eran tan comunes entre aquellos que íbamos a las viejas salas de cine.
Tan sólo por esta experiencia, creemos vale la pena revisitar algunas canciones que sentimos no sólo relatan sino realizan un lúdico ejercicio reflexivo para describir o traer a colación aprendizajes (a caso recuerdos) de aquellos años mozos cuando en los cines se vivían correrías que con el tiempo terminaron por agradecerse. En este caso, hablamos de Los fantasmas del Roxi de Joan Manuel Serrat, Una de romanos, de Joaquín Sabina, Cine, cine, cine, de Luís Eduardo Aute y de Sesión continua de Ismael Serrano. En descarga del tinte español, habremos de decir que cada uno de estos cantantes vienen a ser ciudadanos del mundo, valedores capaces de ser personajes de una cierta universalidad en territorio hispano, como para que lo sintamos nuestros. O bien, porque hasta ahora no hemos encontrado algo interesante letrísticamente hablando en esta parte del mundo latino, que nos remita al cine como lo hacen ellos.
Si ya el viejo Allen nos encantó con La Rosa Púrpura del Cairo o el núbil romanticismo que se hizo presente en Cinema Paradiso de Tornatore nos estremeció, aun cuando no tanto como la melancolía crepuscular recreada en Splendor de Scola, no podemos negar que el cantaor barcelonés, con su canción Los fantasmas del Roxi, nos entrega una historia cantada plagiada de imágenes que por su elocuencia ofrecen la oportunidad de recrear viejos recuerdos, así como de entender cuanta falta hacen aquellas vivencias que nos arrebatara la emergencia de complejos de hormigón a que ha dado cabida la nueva arquitectura urbana. Inspirado en un relato de Juan Marsé, Serrat compone una delicia melódica para el cinéfilo, pues no sólo apela al mito fílmico al nombrar a las Bacall, los Bogart, Gable, Ford, Astaire y las Rogers, también nos hace ver lo imprescindible que son para la memoria cinéfila como para nuestra cultura y la vida misma; no por menos nos dice que si en algún momento vemos que alguien hace cola en el banco y viste a la vieja usanza o nos coquetea con su sonrisa ladeada y socarrona, no nos asustemos, se trata de “los fantasmas del Roxy que no descansan en paz.”
Como si fuera continuidad de ello, que para esto el de Úbeda se pinta solo, vendría el tal Sabina para describir un espacio emocional por excelencia y meternos en el túnel del tiempo ataviados por la nostalgia, para mostrar otra de las caras que conforman la cultura cinematográfica así como los itinerarios sentimentales de una generación que vivió aprendizajes significativos junto al cine. Por ello al hablar de aquellas cintas con historias de romanos, el escucha puede recordar las matinées y las permanencias voluntarias, para ser envidia de las nuevas generaciones quienes no sólo no las disfrutaron sino que no saben en qué consistían. En Una de romanos, lúdico como es él, recuerda algún pasaje amoroso junto a la chiquilla que aún no pintaba los quince y ya hacían de los juegos de manos la estratagema para construir sobre sus cuerpos parte de su vida erótica; para lo cual “Era condición esencial organizar bien el modo, de entrar en la semioscuridad blanca y negra del No-do…”, pues mientras en pantalla un león daba cuenta del cristiano, en la sala “la nena se dejaba besar”, sin que la pillara su hermano. Cuántos de quienes leemos podemos abrir la ventana para escapar y volver a ese país del nunca jamás que representa historias como éstas.
Por su parte, Luis Eduardo Aute, un tanto más sociológico, recuerda algunas películas, sus temáticas y cómo los organismos censores en sus tiempos mozos, cercenaban las historias para que, finalmente y gracias a la imaginación del espectador, él mismo terminara por completarla. Así, todo pesimismo sacrílego, toda historia que indagaba en regiones oscuras del alma humana, era travestida por el acto sacro de la censura religiosa, quien ante el infeliz final o el truculento mundo planteado por el director, solícita proclamaba acudir a una homilía para sanar el espíritu. Habilidoso para apropiarse y resignificar todo lo que toca, el avecindado español es quizá el cantautor que mejor provecho le ha sacado a las historias y los mitos del relato fílmico. Por ello un escucha querendón, puede hacer suyas muchas de las canciones y en especial aquellas que hacen del séptimo arte, un lugar para vivir lo mismo que para imaginar, de allí que lo entendamos cuando pide perdón por confundir el cine con la realidad, pues al apelar a su imaginación, terminó por inventarse desenlaces que nada tenían que ver la película. Al final, y antes de dejarnos escuchar el sonido del proyector, clama “Cine, cine, cine, más cine por favor, que todo en la vida es cine, que todo en la vida es cine y los sueños, cine son”.
Finalmente, para quienes andamos pasaditos de los cuarenta, Ismael Serrano, con su Sesión continua, entrega una ilustrativa canción capaz de recuperar anécdotas, iconografías y nostalgias, pues al hablar de aquellos días de algodón de azúcar, en algún verano cuando vivía sus primeros encuentros con el cine, fue enamorándose de este arte lo mismo que de la taquillera, rostro de mujer que reconocía en cada uno de los personajes femeninos que veía en las películas del Excélsior, mientras él se trasmutaba en Han Solo, Indiana Jones y el mismísimo Octavo Pasajero. Como parece que suele ser costumbre en este compositor, los guiños a otras canciones lo mismo que la referencia a ciertas películas, son una suerte de homenaje al maestro o al filme que lo marcó en su vida (un poco lo que hace en su disco Naves ardiendo más allá de Orión); agradecimientos que el escucha hace carne trémula en estrofas como esa que dice “pero el cristal sólo me devuelve el reflejo de este niño que se empeña en no crecer”, aun cuando sabe que puede acudir al cine en busca de aquello que nunca fue.
Por eso cuando en la TV pasan aquellas historias de romanos, la imaginación se vuelca en la nostalgia y trata de reinventarse los días, prendido del deseo de querer ver emerger del monitor televisivo aquel personaje que siempre se ha querido ser o bien porque con esa película vista en la televisión, se presentan recuerdos de alguna travesía emocional como las que narran estas canciones que -después de todo-, generan imágenes con propiedades curativas incluso, de sanación si así lo queremos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

saludos felicidades