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domingo, agosto 31, 2008

Villier de l’Isle-Adam:Los plagiarios del rayo



FE DE ERRATAS: Por un error involuntario salió publicado el nombre de Enrique Patricio, en un escrito del autor galo Villier de l’Isle-Adam. Lo que aconteció fue que, al quedar archivado con su nombre el envío, que muy amablemente nos hizo llegar, para dar a conocer escritores poco difundidos, se "coló " al momento de ser publicado. Como hemos estado fuera por motivos de fuerza mayor, es que hasta ahora rectificamos el yerro.
Si con ello hemos dañado la imagen pública de Patruicio --lo cual no fue de ninguna forma nuestra intención-- ofrecemos reiteradas disculpas si hubo acaso alguna mal interpretación de alguno de nuestros lectores. La gente que le conoce, evidentemente, se dio cuenta del error, pero para aquellos que apenas lo conocen, diremos que reconocemos su limpia trayectoria y su bien ganada acreditación en los diferentes medios donde publica; su valía como ser humano y trabajador de la cultura.
Para concluir, sólo diremos que la seriedad observada en este blog para con lo publicado, no permitiría sacar a la luz pública, ni de broma, un plagio. Mil diculpas a todos nuestros lectores.
Ignacio García
Editor
Los plagiarios del rayo


[Augusto (conde de) Villiers de l’Isle-Adam (1840-1899]. De entre la vasta obra de este escritor francés cabría mencionar Historias insólitas y El secreto del cadalso)
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En aquellos tiempos, una isla de aspecto encantado se extendía magníficamente en el seno de ideales océanos. Era una prodigiosa selva florecida que un Pacífico arrojaba con sus brisas salinas y vivificantes; y, dominando el claro central, se erguía un enorme eucalipto sobre rocas de pujantes ecos. Hacía cerca de un siglo que entre sus sombras superpuestas se multiplicaba una raza de loros enormes y multicolores: el gran árbol resplandecía con ellos en medio de las nubes.

Esos loros que naturalmente escuchan con atención las voces y ruidos que tienen la virtud de imitar, se hallaban así por una casualidad a una altura tal que prácticamente sólo oían las tormentas, cuyas intensas vibraciones habían estudiado, en medio de un silencio singular. Así –con una unanimidad que el sonoro terruño y la irradiación de los sonidos tornaban inquietante— los loros imitaban, con extrema fidelidad, el estruendo eléctrico en el espacio, las quejas de las grandes ráfagas y el ruido del aguacero a través del follaje.

En medio de los rugidos de esa interminable tormenta que comenzaba a oírse sobre sus cabezas desde la aurora, los animales que habitaban la isla se retiraban a sus refugios desalentados, doloridos y aterrados; e incluso sacudiéndose, pues realmente se creían calados hasta los huesos por las lluvias torrenciales que sin duda oían.

En cuanto a la virtud misma de la tormenta, a lo que anima su realidad –en cuanto al relámpago, para ser precisos--, los loros no lo imitaban, sin duda por desdén. Ese detalle les parecía una especie de redundancia y no tenía por qué preocuparse de él un arte más sobrio que su modelo, como el de ellos. Aunque en el fondo no tuvieran una opinión precisa al respecto, el relámpago les resultaba inútil, y lo pasaban por alto sin más. La cuestión era simplificar.

En suma, sólo deseaban imitar el estruendo y, satisfechos de su tormenta postiza, hubieran podido alegar con razón que igualaban a las tormentas reales, ya que lograban efectos, por así llamarlos, análogos, y el ruido que producían tenía sobre el otro la extraordinaria superioridad de la permanencia.

Por consiguiente, los loros florecían, tempestuosos, estruendosos y prósperos. ¿Qué importaba el marasmo en que sumía a la isla su placer favorito? ¿Acaso no eran LIBRES, después de todo, de decir… lo que les venía a la lengua? En rigor de verdad, nadie, en nombre de ninguna ley, hubiera podido discutirles ese derecho. Por consiguiente, todos los demás animales corrían el riesgo de desaparecer. En efecto, al verse obligados a salir únicamente de noche, mientras dormían los pájaros despóticos, para poder conseguir sus alimentos, padecían una creciente anemia, pues comer tarde no beneficia a nadie y no hay nada peor que hacer de la noche día. Pero en síntesis, los loros –cuya relativa y profunda inconciencia no debe olvidarse— no eran muy culpables de las consecuencias lamentables de su pasatiempo favorito porque ellos no habían elegido deliberadamente ese ruido. El apogeo en el cual se hallaban debido a ciertas circunstancias –y que ellos conservaban podría decirse con obstinación—los absolvía… de inmediato. Porfirogenetos involuntarios, repetían con fuerte voz lo que les permitía oír la elevada posición en que se hallaban. Situados a una altura adecuada y según la dispersión normal, ¿no son acaso aves volátiles cuyo plumaje se ha hecho para seducir especialmente por sus reflejos tornasolados?... Todo se debía a que por un caótico azar ellos no se hallaban en su lugar, como se dice. Y como es propio de toda naturaleza que se halla fuera de su sitio tornarse desagradable y a veces hasta criminal, los loros se habían convertido naturalmente en seres desagradables y algo criminales, e indirectamente, los días de lluvia y los demás, se lavaban las patas en su libertad impune, en su maligna irresponsabilidad. Por otra parte, el tipo de ruido que proferían había terminado por envanecerlos y de tiempo en tiempo se picaban las plumas unos a otros, como si en ellos se hubieran despertado confusamente leones o águilas. Para terminar, al convertir finalmente a su edén natal en un lugar de tedio, horror y tristeza para los demás, hicieron inhabitable la isla con el muy especioso pretexto de que tenían “TALENTO”.

Por otra parte, los recursos de su sabiduría de vivir se limitaban a ese estrépito celeste. En una ocasión, un águila rozó con sus alas la cima del árbol donde habitaban y ese episodio les produjo tal espanto que guardaron silencio durante dos horas. El águila, habituada a esos rumores fulgurantes, se había aproximado sorprendida por los insólitos estallidos de la tempestad, pero, al ver a los loros, dio un grito desdeñoso y sumergióse en las profundidades del espacio. Pero los loros oyeron ese grito y meditaron sobre él. ¡No había caído en oídos sordos!... Y poco tiempo después trataron de imitar también terribles gritos de águilas que vuelan sobre sus presas.

Y llegó así un día hermoso para los habitantes de aquella isla singular. ¡Qué jubileo! Parecía haberse concluido una tregua con el cielo hasta entonces inclemente. En efecto, aunque es posible que los ruidos de la naturaleza engañen fácilmente a los animales, éstos pueden distinguir muy bien lo profundo de sus voces, reconocer el timbre íntimo. Esta vez era imposible engañarlos un solo instante. Con el candor de su instinto, se dijeron simplemente en su lengua ignota:

--Mira los loros están afuera. ¡Hoy hará buen tiempo!

Y por consiguiente, mientras nuestros emplumados sicofantes se empeñaban en imitar los clamores de inminentes águilas que se lanzaban ferozmente con las garras abiertas sobre todas las cabezas, los animales se embriagaron de sal, hierbas, rocío y flores durante toda la jornada, sin advertir siquiera el tema de los ejercicios de los loros. En otra ocasión, estos últimos trataron de imitar el rugido de un león de las lejanías que había llegado hasta su olimpo y que sin duda incitaba al trueno a gruñir de tan extraña manera.

Lamentablemente, en esta segunda tentativa nuestro areópago experimentó un fracaso por lo menos igual al precedente. Los hambrientos y feroces rugidos que se esforzaban en reproducir las gargantas de las más horribles cacatúas y de los loros más monstruosos, tranquilizaban a los más timoratos de los otros animales como si se tratase de simples pronósticos de buen tiempo. ¡Había que ver a estos últimos retozar apaciblemente bajo las ramas en esa feliz mañana, mezclando sus juegos y sus amores! Todo resultaba placentero.

Por lo tanto, los loros volvieron a su tormenta, en la cual se sentían más seguros y que falsificaban como virtuosos por haber tenido tiempo de estudiarla mejor que el grito del águila o el rugido del león, que al fin y al cabo no interesaban a nadie. Y así siguieron. De vez en cuando, se arriesgaban a evocar aquellos gritos, pero tan brevemente que sólo sentían los efectos benéficos como lamentables amagos.

La isla sumióse pues nuevamente en la desolación. Parecía que el cielo no se despejaría jamás. Todos se quejaban de las imaginarias intemperies sugeridas continuamente por los talentosos papagayos, plagiarios e imitadores juramentados del rayo. Una lóbrega resignación reinaba entre los animales. Los loros habían llegado a tal grado de perfección que ya no se distinguían unos de otros, de modo que el efecto de conjunto en la imitación general era prácticamente impecable. Era la IGUALDAD. Además, la isla sufría el estancamiento y ya no era habitable. Muchos animales jóvenes se refugiaban en el suicidio, cosa nunca vista.

Pero a la larga, esa deidad de ojos distraídos y sagaces llamada la Fuerza de las Cosas, resolvió en las azarosas profundidades de su vago pensamiento confrontar a los loros con el ruido que imitaban y sumergirlos en él, aunque fuera un sacrilegio. Como siempre, encontró el momento oportuno para librar ese lugar luminoso de su lamentable flagelo. Una tarde caldeada, ventosa y oscura, un imprevisto ciclón cercó la isla. Flamígero, bajo sus alas de lluvia, la estremeció primeramente con sus truenos. Luego, lanzándose a través de la selva azotada por sus ráfagas, colgó en el extremo de sus ramas quebradas mil cabelleras de relámpagos. Debido a su altura, en el eucalipto se produjo un entrecruzamiento de rayos.

Al día siguiente, a partir del alba brillante en la cual resplandecía un inmenso cielo despejado, los animales, tranquilizados por la placidez del ambiente, se dispersaron como antes en la vegetación todavía empapada por la noche diluvial, y, al pasar algunos de ellos al pie del tronco fulminado que humeaba en el claro de la isla, vieron centenares de patas carbonizadas, vestigios muy rápidamente desaparecidos de los terroríficos aguafiestas. La muerte común fue pues, para estos últimos, el único testimonio que se dieron de su FRATERNIDAD, aunque sin desearlo. Esta vez el relámpago no les dio tiempo para despreciarlo. El trueno se había producido en serio.

A partir de ese día todo fue una maravilla de vivir, una liberación, un edén recuperado, en ese deseable lugar. Los loros que después llegaron a la isla se situaron menos peligrosamente –para ellos y para los demás animales— que sus honorables predecesores, y, por consiguiente, fueron más amables, no molestaron a nadie y se los escuchó con placer pues sólo imitaron murmullos razonables.

Para terminar con todo recuerdo de los tiranos precedentemente citados, en lo sucesivo legendarios, ¿de qué serviría reconocer en adelante el desacuerdo de que se fue víctima? ¿Acaso su serena nulidad –que tanto tiempo preocupó con su maléfico estrépito— no hace tan insignificante su memoria… QUE DA LO MISMO MALDECIRLA QUE PERDONARLA?

VILLIERS DE L’ISLE-ADAM

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