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miércoles, julio 23, 2008

Ignacio García: Razón y sociedad








Antonin Artaud murió la mañana del 4 de marzo de 1948 en el asilo de Ivry-sur-Seine. Tal vez había aún querido vestirse, pues sostenía un zapato en la mano. Había contraído el cáncer y debía tomar fuertes dosis de cloral para aplacar sus sufrimientos. Quince días atrás, había recibido una invitación de sus íntimos, que querían llevarlo al sur. Entonces les dijo: "A fines de febrero o a comienzos de marzo estaré muerto. La profecía se cumplió."
Días anteriores a su aislamiento y muerte, habitaba un cuarto desolado, un antiguo pabellón de caza en el bosque. En la pared había unos dibujos fulgurantes suyos que recordaban los bocetos de Van Gogh. En aquel entonces había arrancado y dedicado uno de esos bocetos a Jean Marabini. Las letras de la dedicatoria rezaban: "¿Hasta qué tonalidad de sangre iremos juntos?", y sobre la edición de su Van Gogh, Artaud respondió a sí mismo: "La tonalidad de sangre irá hasta el negro".
Artaud odiaba tanto a sus “médicos” que solía repetir: “Lo que quiero decir antes de morir es que odio a los psiquiatras. En el hospital de Rodez yo vivía bajo el terror de una frase: ‘El señor Artaud no come hoy, pasa al electroshock’. Sé que existen torturas más abominables. Pienso en Van Gogh, en Nerval, en todos los demás. Lo que es atroz es que en pleno siglo XX un médico se pueda apoderar de un hombre y con el pretexto de que está loco o débil, pueda hacer con él lo que le plazca. Yo padecí cincuenta electroshocks, es decir, cincuenta estados de coma. Durante mucho tiempo fui amnésico”.


Van Gogh había muerto el 29 de julio de 1890, y su arte era para Artaud una suerte de traducción de lo que el mundo puede hacer para descuartizar a personas como el pintor (autor de 900 cuadros, 1600 dibujos y unas 600 cartas, casi todas dirigidas a Theo, su hermano). En un texto llamado “Van Gogh el suicidado por la sociedad” Artaud dira: “La lucidez en acción de Van Gogh, deja a la psiquiatría en un tugurio de gorilas, obcecados y perseguidos que sólo tienen como recurso, para atenuar los más terribles estados de angustia y opresión humana, una terrible terminología [...]Van Gogh no murió a consecuencia de un estado delirante definido, sino por haber encarnado el lugar de acción de un problema del cual se debate, desde los orígenes, el espíritu injusto de esta humanidad, el de la prevalencia de la carne sobre el espíritu, o del cuerpo sobre la carne, o del espíritu sobre una y otra. Y en este delirio donde se encuentra el yo del ser humano, Van Gogh, a lo largo de su vida, buscó el suyo con excepcional energía y decisión. Y no se suicidó por una crisis por la desesperación de no llegar a encontrarlo, por el contrario, acababa de encontrarlo y de descubrir quién era él mismo, cuando la conciencia unánime de la sociedad, para vengarse por haberse alejado de ella, lo suicidó”.


Tremendas palabras las de Antonin, si se tiene de él un consenso de hombre demente, con ideas sin ilación alguna y labios cosidos, que nada tienen que decir a este espíritu envenado de nuestra sociedad. El subrayado “para vengarse por haberse alejado de ella”, nos deja con ese sabor de reflexión, de cuántas veces un hombre de salud mental excepcional, es tratado como “loco” sólo por ir contra la corriente caduca, corrompida, saturada de intereses económicos intocables de nuestra actual sociedad.
“Demente” es la palabra principal del oponente que mira sus privilegios en peligro, su status imperante criticado, sus ideas reaccionarias puestas en duda. El poder otorga ese derecho a sus poseedores: quien habla contra los poderes, es un desquiciado. A ello, Antonin Artaud, el famélico de las mazmorras, con un pensamiento que rebasa los límites de lo que la sociedad considera “razón”; bien puede repetir en estos instantes aquello que escribió hace años: “Dr. hay un asunto sobre el cual quisiera insistir: es el de la relevancia sobre la cual operan sus inyecciones; esta especie de languidecimiento esencial de mi ser, esta disminución de mi estiaje mental, que no quiere decir, como podría creerse, un rebajamiento cualquiera de mi moralidad (de mi alma moral), ni siquiera de mi inteligencia, sino más bien de mi intelectualidad servible, de mis recursos razonantes, y que se relaciona más con el sentimiento que tengo yo mismo de mí mismo yo que con lo que pongo de manifiesto en él.”
Una inmensa mayoría de esta sociedad estática en la que vivimos, navegante del glamour y los ocios dictados por los televisores; habrían tal vez de sorprenderse de que éste demente escuálido y greñudo, de mirada sumida y relampagueante, pudiera apreciar desde el fondo de un alma aparentemente “dañada”, la obra de otro símbolo inefable de aquellos que la high-society califica como deleznable: Vincent Van Gogh. De él, Artud dirá: “…sus telas conformaban mezclas incendiarias, bombas atómicas, cuyo punto de vista, frente a aquellas que causaban furores la época, hubiera podido alterar gravemente el conformismo larval del Segundo Imperio, y de los icarios de Thiers, tanto como los de Napoleón III […] Van Gogh es un hombre que elige convertirse en loco –en el sentido en que se usa socialmente la palabra, antes que traicionar un pensamiento superior de la dignidad humana. Por este motivo, la sociedad se sirve de los asilos para amordazar a todos aquellos de los que quiere deshacerse o defenderse por haberse negado a convertirse en cómplice de las más grandes porquerías”.
Resulta atroz que, apenas unos meses atrás de este 2008, Sotebey’s halla rematado un cuadro del pintor en una suma con la que él hubiera vivido toda su vida. La crema y nata del consumismo artístico, estaba presente. Casi sabemos, qué hubiera sucedido si el revivo Vincent hubiera levantado la mano en esa puja, ofreciendo 30 florines por una cuadro que, en ese instante, los de estolas y esmeraldas tasaban en 1.5 millones de dólares.


Termino este texto con la visión que Jean Marabini nos deja del Artaud que rebasó la línea de pensamiento que nosotros consideramos como normal”; esa visión Artaudiana plagada de furor e incendio, azuzada por los fulgores de un pensamiento que “piensa” más allá de sí mismo, y otorga a los parias de este mundo, no un sitio privilegiado, sino la sinrazón médica certificada de que, quien así piensa, debe ser colocado en la jaula donde deben estar quienes desafían los poderes de este mundo.
Dice Marabino: “Recuerdo que un día me confesó haber encontrado en el cloral esa libertad que buscaba, la liberación de sus obsesiones, lo que él llamaba su "rotación interna". Observo cerca de la chimenea la varilla de hierro que partió en dos durante su último delirio nocturno. Lo animaba entonces una fuerza luciferina. Afuera, unos abetos, un pabellón oculto entre la maleza. Me dice que es la morgue y que en esa maleza irreal que lo rodea, a doscientos metros apenas del bosque por un costado y de las chimeneas de las fábricas por el otro, que ese pabellón podría ser el "jardín de la muerte" de Andersen. Antonin Artaud contemplaba la cercanía de su fin desde hacía semanas. Aquella libertad que buscaba desesperadamente la halló por fin en aquel encierro de Ivry-sur-Seine.”

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