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jueves, julio 31, 2008

Cristina Caballero: Syvial Plath: La Campana de Cristal



LA CAMPANA DE CRISTAL
El cumplimiento de un guión fatalista



Cristina Caballero Betancourt
Lecturas literarias:
La Campana de Cristal. Sylvia Plath
Dra. Alma García Alcáraz
Séptimo semestre (2008)
Círculo de Psicoterapia Analítica de México, A.C.
Ciudad de México

…cierro los ojos y el mundo muere:
Levanto los párpados y nace todo nuevamente.
Creo que te inventé en mi mente…

Canción de amor de la joven loca
Sylvia Plath



Tenía que leer La Campana de Cristal de Sylvia Plath. Había oído de ella apenas: su sino trágico, poeta, esposa de un notable poeta inglés, suicida, símbolo feminista. Phillipe Brenot, en su libro El genio y la locura, intenta explicar los mecanismos del genio, mencionando para empezar que acerca de ello se han propuesto numerosas explicaciones, a fin de comprender a posteriori los destinos fuera de lo común y su proximidad con los trastornos mentales. Y que con frecuencia, se evoca la precocidad del genio y su infancia traumática, la importancia del padre y la madre en la génesis de su personalidad, el papel de la obra como factor de equilibrio y, más tarde, el de la locura, la depresión y el suicidio que acompañan la vida de tantos seres excepcionales. De Sylvia Plath se afirma que padecía un trastorno afectivo, posiblemente bipolar, como concluyó Nancy Andreasen en su famoso estudio acerca de escritores estadounidenses, donde compara quince escritores con un grupo de sujetos maníacos. La autora observa en el conjunto de ellos, maníacos o escritores, una misma e intensa energía, un humor en expansión. En lo que a esto respecta, no son muy diferentes. Tal vez, dice, los artistas literarios son ciclotímicos. P. Brenot opina que su libro no pretende enunciar una verdad indiscutible, ya que los seres excepcionales son ante todo seres humanos. Y que en general, la obra literaria es de las manifestaciones creativas más tardías (aparecen primero los genios musicales y plásticos, donde predomina el lenguaje preverbal y aún está en formación la simbolización, el dominio del lenguaje). Pope, el gran poeta inglés del siglo XVIII, compuso una tragedia sobre La Ilíada, a los doce años de edad, y entre los trece y los quince, un poema épico de cuatro mil versos. Lewis Carroll también escribió a los trece años su primer diario, “poesía útil e instructiva”, precisa el propio autor. A los catorce, Víctor Hugo compuso los tres cantos de Le déluge, y a los quince escribió la tragedia Irtamène. A la misma edad Rimbaud, el niño poeta, publicó su primer texto, Les étrennes des orphelins. Esta capacidad del genio en los primeros años de la vida, parece relacionarse con lo lúdico, con la curiosidad, la inventiva, y la imaginación. También se encuentra en muchos de ellos, un trauma afectivo provocado por las pérdidas sucesivas, que activa las defensas de esa personalidad que debe decir adiós a un ser cercano, mediante la transformación del intenso choque afectivo en un movimiento creativo, como si se tratara de un principio de la conservación de la energía. Los duelos vividos a una edad temprana constituirían entonces –dado que no son superados-, una sublimación en la obra reparadora. En el caso de Sylvia Plath, la búsqueda creativa, que de acuerdo a Winnicott, se origina en un elemento femenino, transmitido al niño a una edad muy temprana, del orden de la mirada metaforizante, es decir, que permite proyecciones imaginarias, parece relacionada más con la búsqueda del padre, ese padre muerto cuando ella tenía diez años de edad. Para André Bourguignon, el padre es el acceso al pensamiento abstracto y la madre, la puerta de la poesía: “me ha parecido que muchos poetas han tenido un padre ausente o lo han perdido muy pronto, como si la presencia exclusiva de la madre inclinara a la efusión lírica, mientras que la situación inversa orientara hacia el pensamiento abstracto –matemáticas y filosofía-, como sucedió en el caso de Descartes, Spinoza, Pascal y tantos otros que perdieron a su madre en la infancia”. Parece ser que en la literatura, se inicia la obra en el momento de la muerte del padre. Joyce, Pascal, Proust o Freud no fueron realmente creativos hasta después de que muriera su padre, como si necesitaran esa autorización del destino para existir. Didier Anzieu dice que la creación es matar a alguien, imaginaria o simbólicamente, como dice haber hecho Sylvia Plath en el poema Daddy: mata al padre con el que nunca “pudo hablar”, este padre que se convierte en vampiro, verdugo y que finalmente la derrota. Ese fantasma, parece perseguirla después de su muerte, con el uso que se hace de su historia por el feminismo, “defendiéndola” de ese hombre terrible, que se “atreve” a quemar sus diarios, que la obliga al silencio. Como si los problemas de relaciones vinculares tuvieran que ver con el hecho de ser mujer, o si el género tuviera la exclusiva en cuanto a divorcios, suicidios, amores imposibles. Después de leer la Campana de Cristal, busqué datos acerca de su vida, y me enteré que se trataba de una novela autobiográfica, casi cien por ciento. La novela en sí, aún sin el conocimiento de su historia personal, ya deja ver que se trata de algo que la autora conoce de sobra: el sin sentido que llega de pronto a la vida de una joven, esa frialdad de muerte, la desvinculación con el adentro y el afuera que se va instalando en la vida del personaje, la extrañeza que la invade, el predominio de lo torcido, lo trágico, como iniciar su texto con: era un verano extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg. Además de la visión higiénica del mundo americano, tan esquemático a veces, con una represión de lo emocional en su lenguaje, e incluso en la obra plástica, y en la arquitectura tan característica de esa cultura. Una noche, mientras esperábamos clase del Círculo de Psicoanálisis, nos preguntamos en el grupo, qué hubiera sucedido si la autora escribe un final distinto, si desarrolla en su novela ese suicidio que puso en el personaje de aquella amiga, y evadió poner en primera persona. Inevitable asociar la vida de los personajes a la de la autora. Ese sin sentido que se introduce de pronto en su vida, esa campana de cristal bajo la que ella misma cuenta que se ve, que la atrapa, impidiéndole comunicarse con el exterior y con el interior. El deslizamiento hasta la psicosis apenas advertido desde lejos, sin hacer ningún juicio acerca de ello; pero descrito minuciosamente desde dentro, me dio un panorama aproximado de cómo deben ver los enfermos con una crisis psicótica, hospitalizados en un psiquiátrico, los tratamientos de sus médicos, los otros enfermos que son espejos, la terapia electroconvulsiva realizada en aquella época y probablemente los choques insulínicos (en desuso hace por lo menos 50 años). La historia narrada en primera persona, con una gran habilidad -en mi opinión-, tanto que no soy capaz de advertir el momento en que inicia su retorno paulatino a la “normalidad”, sino por el símil con la campana de cristal, que ella misma efectúa. El límite es apenas entrevisto, tan difuso a veces, tan frágil en personas como ella, con su necesidad reparatoria y su capacidad de sublimación. La campana, bajo la que ella desaparece y se separa del exterior pero también de ella misma, la imagino en la oscuridad, en el silencio: es una imagen aterradora, y me remonta a miedos infantiles. De acuerdo al Diccionario de símbolos de J. E. Cirlot, la campana tiene un sonido que es símbolo del poder creador. Por su posición suspendida participa del sentido místico de todos los objetos colgados entre el cielo y la tierra; por su forma tiene relación con la bóveda, y en consecuencia, con el cielo, tal vez con el dios-padre. El cristal, como las piedras preciosas, es un símbolo del espíritu y del intelecto a él asociado. Es interesante la coincidente veneración mostrada hacia el cristal por los místicos y los surrealistas. El “estado de transparencia”, se define como una de las más efectivas y bellas conjunciones de contrarios: la materia “existe”, pero es como si no existiera, pues se puede ver a su través. No hay dureza a la contemplación, no hay resistencia ni dolor. ¿Un refugio entonces? Así se ha dicho en ocasiones como explicación de la crisis psicótica en algunas personas. Para otros compiladores de símbolos, la campana, al igual que los olores o el aire, el sonido de la campana es una percepción real, pero no puede ser capturada por la vista ni el tacto, las sensaciones que más seguridad y realidad transmiten a los hombres. Por ello, en muchas narraciones tanto olores como sonidos suelen tener la virtud simbólica de comunicar el mundo físico con el metafísico. Como reflejo de ello, ha proliferado la creencia de que el tañer de las campanas afecta a hombres, dioses y espíritus por igual (su sonido, que puede ser musical y alegre, suele emplearse para ahuyentar presencias malignas). Partiendo de esas consideraciones generales, en China, las leyendas populares hablaban tanto de la capacidad de que su sonido anunciase suertes o desgracias como de la posibilidad de que las campanas volasen como lo hace su sonido. Allí las campanas son un adorno frecuente de jardines y carros, ya que se considera que alejan a los malos espíritus (el budismo repite esta idea, lo que conduce a identificarlas con la sabiduría). Siguiendo en la cultura china, una similitud lingüística relaciona la campana con el éxito en los exámenes, por lo que se las representó para intentar traer suerte en dichas pruebas. En la tradición occidental, la campana comenzó siendo empleada en las fiestas egipcias consagradas a Osiris, en las dionisiacas griegas y en procesiones romanas, siempre con un sentido positivo, como símbolo que atrae las buenas influencias y aleja las perniciosas. Fue en el cristianismo cuando cobró una mayor importancia. En época paleocristiana ya se empleaba en las catacumbas para llamar a misa y a partir del siglo VI su presencia en monasterios y conventos es algo usual. Se convirtió así en la llamada más eficaz a los fieles identificando su sonido con la presencia de Cristo y su protección bienhechora. Este sentido, encontrar lo divino en el sonido de la campana, no constituye una concepción exclusiva de la cristiandad. En el Islam, su tañido es reflejo de la revelación coránica, al igual que en la India y en China transmiten los principios de orden y armonía que rigen sobre el mundo creado. Aunque más importante hubiera sido conocer lo que significaba este símbolo para Sylvia Plath. Como en el video donde ella misma lee su poema Daddy y se observa a una niña, encerrando una muñeca en una campana de cristal. ¿Habrá significado una especie de tumba anticipada, de vuelta al seno materno? El cristal, mineral traslúcido es símbolo de pureza, claridad y conocimiento (deja pasar la luz y, por tanto, la sabiduría). Su transparencia, que en los cristales naturales se traduce más bien en destellos y formas que parecen provenir de su interior, condujo a la proliferación de su uso en amuletos y talismanes (de aquí proviene la popular imagen de la bola de cristal). Phillipe Brenot aborda desde el punto de vista psicoanalítico el genio creador, y que el yo creador se puede comprender como la consecuencia de una problemática, esencialmente depresiva; muchos creadores oscilan entre esos dos polos –expresión depresiva o creatividad-, y otros, no creadores, tienen tapiado el acceso a la salida reparadora de la obra. Para Melanie Klein, esta posición depresiva es un cruce de varias patologías, todas ellas constitutivas de personalidades geniales. En términos psicoanalíticos, la creatividad supone una comunicación fértil entre inconsciente y consciente, entre el orden simbólico y el lenguaje, entre las representaciones de objetos y las representaciones de palabras. Esta conmutatividad libre parece propia de todos los procesos inventivos, ya que permite establecer fácilmente vínculos desusados sobre las ideas y sus representaciones. Delacroix en su Diario, escribe que lo que caracteriza a los hombres geniales, o más bien, lo que ellos hacen, es esa idea obsesiva de que lo que ha sido dicho aún no lo ha sido bastante. Linneo, un naturalista dice: “cuando los pensamientos se centran en una sola cosa y se pierde el gusto por las otras ciencias, comienza la melancolía … por tanto la melancolía no es sino una preferencia obstinada y tenaz por una cosa, que provoca desprecio y descuido hacia todas las demás”. Sylvia Plath escribe antes de morir:

Desde las dulces y profundas gargantas de la flor nocturna
La luna no se habrá de entristecer
Allá en su atalaya de hueso
Tiene, de todo esto, la costumbre
A rastras crujen sombras negras

Este poema lo inicia diciendo que “ha llegado a la perfección, que ha cumplido su deber y su pecho está vacío”, por lo cual, se otorga el derecho –esa impresión me queda-, de morir por su propia mano. Dice P. Brenot que la depresión parece estar en el camino de la creatividad, lo que lleva a pensar que esta depresión se halla presente en el desequilibrio y las heridas del narcisismo, que son otra condición de ese proceso creador. “Esa fuerte imagen de sí mismo, ese profundo investimiento del yo en detrimento de los objetos exteriores que confina a la autosatisfacción, caracteriza el narcisismo que habita al creador”. Una ambición megalómana tan elevada que resulta inaccesible. El creador, el inventor, el profeta, el conquistador o el ser genial, paradójicamente y en multitud de casos, es desgraciado, y con frecuencia se siente decepcionado de la imagen que se había formado de sí mismo. Este golpe a la integridad, esta pérdida de la ilusión de omnipotencia, en cierto modo la problemática de una infancia prolongada, constituye una herida del narcisismo y en bastantes ocasiones el verdadero motor de la obra. Después de La Campana de Cristal , Sylvia Plath continua sus éxitos, es reconocida como una poeta fuera de lo común, parece tener todo lo que se requiere para ser feliz, aunque con inevitables altibajos en todas las áreas de su vida. Este incremento de la actividad al salir de la depresión, dice P. Brenot, es el que permite la obra, pero el creador se eclipsará ante ella, que lo representará a partir de ahí. “El suicidio”, dice Paul Morand en L’art de mourir, “es uno de los tristes privilegios de la especie humana; para matarse es preciso saber primero que se vive, y que se vive mal”. De este tema se ha dicho de todo, de acuerdo al talante, el momento, la época, la moda … porque como precisa Morand, “en seis meses incluso la muerte cambia de moda”, ya tenemos el ejemplo actual en los Emos, donde la depresión y el suicidio dan una identidad, un estatus entre algunos grupos de adolescentes. Para el psicoanálisis, en el orden de lo simbólico, el suicidio equivale a matar el objeto al que no se puede decir adiós. ¿Al padre, en el caso de Sylvia Plath? . Cesare Pavese, por ejemplo, va describiendo en su Oficio de vivir, este guión fatal, llevado hasta las últimas consecuencias, actuado en la vida real del artista. Sería necesario imaginar que las ideas suicidas han estado presentes en estas personas durante años, agazapadas en los repliegues de la vida. Con independencia de la historia personal, la pulsión suicida demuestra una caída brutal de la estima y la confianza en uno mismo, así como un derrumbamiento de todos los niveles de deseo, simultáneos a la disminución de determinadas hormonas cerebrales, en especial la serotonina, como si los suicidas manifestaran la escandalosa falta de esas hormonas cerebrales necesarias para su equilibrio. Si se observa con este prisma el suicidio de los creadores, si se penetra en su biografía sin prejuicios, los últimos días de sus vidas, no parecen en absoluto diferentes de los de los pacientes que tratamos en las mismas condiciones, dice Brenot. Como escribió Wittkower, a quien le asombra no encontrar en el suicidio de los artistas el valor y la decisión lúcida que preconizaba este acto en la Antigüedad, “los casos de los que tenemos conocimiento son menos heroicos; evocan las dificultades, los sufrimientos y las frustraciones de hombres atormentados”. Me detuve un instante en el umbral, escribe la autora en las últimas líneas de su libro, y esa es la impresión que me queda, que no llegó a elaborar aquel pensamiento suicida en su novela hasta hacerlo propio, y evitar de esa manera llevarlo a su vida real, para cobrar aliento y vi al doctor de cabello plateado que me había hablado de los ríos y de los peregrinos en mi primer día, y el rostro cadavérico y lleno de cicatrices de la señorita Huey, y ojos que pensé haber reconocido alguna vez sobre máscaras blancas.
Los ojos y los rostros se volvieron hacia mí, y guiándome por ellos, como por un hilo mágico, entré en la habitación.

Sylvia Plath estuvo hospitalizada y pudo recuperarse, aunque como otros artistas que se suicidaron finalmente, no del todo. Sostenida por su obra, sigo preguntándome si su decisión de morir hubiera cambiado de haber desarrollado en esta novela o en las subsiguientes ese acto suicida, para no actuarlo en la realidad, pero como hemos leído ya en Los cuatro conceptos fundamentales de Jacques Lacan, las personas tienen un plan predeterminado, inconsciente, y quieren algo que no saben que quieren; a veces, pueden descubrirlo en su obra, o en una psicoterapia, pero no siempre. En Estructura del carácter y organización del Self, Lawrence Josephs comenta que la concepción literaria del carácter engloba el punto de vista psicológico, pero va más allá. En la concepción literaria, el carácter tiene relación con la noción de fatalidad y destino. El carácter refleja un tema literario, una “línea histórica”, que posee un principio, una parte intermedia y un final, con el final de esta historia implícito en el principio. Aunque el final de la historia no puede ser enteramente predicho desde el principio, y sin embargo, el final de la historia parece ser casi inevitable. Esta impresión es la que me quedó después de leer la novela de Sylvia Plath y conocer su historia personal, aunque sin duda, hay más ahí de lo que es evidente, cuando en la autora parecen estar mezclados tanto un poder destructivo, fatalista, como una decisión de cumplir destino, en sentido positivo, constructivo, creador. Es esta batalla la que parece que al final dejó de querer ganar. Probablemente en su caso, por una grave patología del carácter y una estructura, finalmente, psicótica (en el sentido de que tenía una distorsión de la realidad consensuada). Pero para lograr una comprensión más profunda de la historia de una persona, artista o no, es necesario que esa persona nos sea accesible en sentido vincular. Con esta artista, la relación sólo puede darse a través de su obra. Y la misma, siempre matizada por mis propias vivencias, las que dificultan ver objetivamente su vida, sus palabras, su legado. Alejandro Dumas escribió en 1850 en El tulipán negro (flor que aparece en la obra del Bosco, La piedra de la locura): …esta es la celda de la que se evadió. Pues bien, yo respondo que nadie se evadirá de ella jamás… Aunque claro, en ese tiempo, aún no existía la alternativa de una psicoterapia para este tipo de pacientes. El arte de los locos”, escribe Brenot, “es un descubrimiento reciente, o para ser más exactos despierta interés en nosotros desde fines del siglo pasado, en que al mismo tiempo se desarrolla la psiquiatría y se transforma la expresión artística, que ya no acepta el corsé del academicismo”. Pero parece haber una mayor gravedad entre aquellos artistas que trabajan con las palabras, comparados con los músicos y los plásticos. Numerosos creadores han intentado curarse, y a menudo ellos mismos han encontrado las mejores condiciones para controlar el desasosiego, en una época en la que no se podía recurrir a otra cosa. Opio, alcohol, ó café y cigarrillos, eran los antidepresivos del siglo pasado. Curar el genio, dice Brenot, es una decisión personal, y si bien la obra deja de ser la obra de la neurosis al “curar” a un artista, esta seguirá siendo la obra de su autor. Robert Schuman pidió que lo curaran, que lo hospitalizaran. Se pregunta Brenot cómo habría evolucionado este artista si su enfermedad, indiscutiblemente cíclica, hubiera sido equilibrada. Sus momentos de exaltación, opina, habrían sido atenuados, componer le habría exigido más esfuerzo, pero las grandes fases depresivas y melancólicas que apagaban la inspiración habrían desaparecido también, y no habría vivido los terribles años estériles del final de su vida. Y Schumann, tal vez, siempre habría sido Schumann.

REFERENCIAS

Brenot, Philippe. El genio y la locura. Ediciones Grupo Zeta. 1998
Cirlot, JE. Diccionario de símbolos. Ediciones Siruela. 1997
Dumas, Alejandro. El tulipán negro. 1850 (búsqueda en Internet)
Josephs, Lawrence. La estructura del carácter y la organización del Self. Columbia University Press. N. Y. 1992
Plath Sylvia. La Campana de Cristal. Edhasa. 1989
Serrano, A., Pascual, C. Diccionario de símbolos. Diana. 2003

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