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lunes, abril 21, 2008

Lourdes Franyuti: Tiempo, más tiempo




Nunca he estado tan segura de que el tiempo puede convertirse a veces en nuestro mejor aliado. Aprovechando que ayer fue mi día de descanso, decidí pasar la tarde en el centro comercial, observar los aparadores de las tiendas y sentarme a tomar una deliciosa y aromática taza de café.

Un impulso de comprar por comprar me envolvió. Estaba indecisa en adquirir un disco o un libro. Me demoré un buen tiempo en revisar, leer contraportadas de los diferentes libros que hojeaba; lo mismo con los discos, pregunté por las novedades musicales y ninguno acaparaba mi atención.

Decidí regresar a casa. Me dirigía a las escaleras eléctricas cuando sentí que alguien me miraba. Volteé y me percaté que un hombre muy alto me observaba desde el interior de una tienda de antigüedades. Me gusta coleccionar objetos viejos y valiosos, así que sin pensarlo, entré. Más que local comercial, parecía un museo: vajillas, lámparas, cuadros, tapetes… Buscaba algo que pudiera adornar mi librero, pensaba en un jarrón o en alguna figura extraña que detuviera los libros. Un reloj de arena me atrajo, su perfecta madera tallada, el cristal en forma de prisma y sobre todo el color blanco de la arena.

“Llévelo, al adquirirlo necesitará tiempo… más tiempo”. Fueron las palabras textuales de aquel caballero alto que tanto me observaba. Tenía aspecto y acento árabe. Sus ojos eran imponentes, enormes y la barba le daba cierto misterio. No entendí su frase, por lo que le pedí que se explicara. Sólo me sonrió.

En cuanto llegué a casa lo coloqué en un lugar privilegiado, en el centro de mi librero, se veía precioso pero faltaba lo más importante: darle la vuelta para que la arena cayera. Me cambié de ropa para disponerme a hacer ejercicio. Todas las noches me ejercito alrededor de treinta minutos en la caminadora, así que le di el giro al reloj. El tiempo empezó a correr y, a medida que ese polvo blanco caía, mis piernas se iban debilitando; lo mismo pasaba con mis brazos, sudaba más de lo normal y los ojos comenzaron a nublarse. Corrí a lavarme la cara; al verme al espejo me asusté: había envejecido. A mis treinta y tres años, parecía una mujer de setenta. No lo podía creer. Me volví a echar agua, veía mis ojos abultados por las hondas ojeras, arrugas en todo el cuello, mis cejas nada delineadas, mi cabello, si bien, largo y lacio, lucía canoso.

Pensé que el reloj tenía que ver con el envejecimiento repentino, así que lo paré y le volví a dar vuelta. Me senté en el piso alfombrado a esperar que mi piel volviera a recobrar juventud. El solo hecho de mirar la arena caer me arrullaba. Sin darme cuenta me quedé dormida. Desperté casi al amanecer, alcé mis manos, revisé cada dedo. Mi piel había cambiado. Me vi al espejo: Había regresado a mis treinta y tres años. Me serví agua fría en un vaso y lo bebí de corrido. Salí a la terraza y esperé a que el sol me diera los buenos días.

Miro el primer rayo de luz y confirmo que el tiempo es un gran aliado. Si bien, hace unas horas me robó varios años, también me ha regalado la capacidad de reflexionar en esos preciosos años robados. ¿Hubiera aprovechado realmente ese tiempo?. No lo sé. Solo sé que el árabe de gran estatura tiene mucha razón: Siempre necesitaré tiempo, más tiempo… para vivir.

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