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lunes, diciembre 17, 2007

Roberto Blaga: El Otro Alar



Las cosas más cotidianas,
las conviertes en milagro
Hernaldo Zúñiga

Nadie como tú durmió bajo mi tienda. Ni hubo una máscara Cretense que igualara tu memoria. No conseguí leer a Horacio o tener una espada etrusca, pero leí tu libro y me hice de él y dentro de él un Disfraz. ¿Sabes por qué? Sólo para cubrirme, ocultarme a la luz de la luna y no contar cuánto es que te amo; no tener que encontrarme entre arenas de estepa y mar, tratando de describir a cada uno, la mujer que vive dentro de esas hojas, y tener que narrar al primero que pase, que estoy loco por ti.

No decirlo por lo menos en esos dialectos sirios, armenios y árabes, sino en una lengua que nadie entiende; que no es comprensible para quienes tienen como medida el “eso no es posible”, el “no seas tonto”; sino, hablar con un lenguaje distinto: el del corazón lleno de reto y osadía, es decir de pasión única: un decir que te habla y te ama con sílabas y llanto entre-cortados.

Fueron Cioran, y tal vez Mutis y acaso Camus quienes, bajo cabecera y doblez, crearon otro Alar. Uno que ya nació así: adusto para morir y fiel a sí mismo. ¿Lo llegaron a amar? Eso no lo sabe él. Sabe, por uno de sus amados libros, que no ser amado es un poco de mala suerte, pero no saber amar, una verdadera desgracia. Y aquellos y otros dieron vida a este ser lleno de ironía y de llanezas para ver a otras mujeres...Hasta que te vio a ti, y en un solo instante te entregó su vida sin condición.

Un ser con la tendencia a vivir fuera de casa; junto a mares de escolleras antiguas e higueras que le crecen de frente para cubrir lo descarnado de su cuerpo; la herida profunda que le ha causado tu amor ya sin esperanza. Uno que vive sin que se le conozcan los altos amoríos de otros navegantes, mejor dotados, más fuertes, menos medrosos, y con astrolabios que dirigen mejor sus espíritus y son ajenos al destrozo. Uno hecho para encontrarte a ti: mujer Única entre todas. Hallarte no en NY, no en Singapur, en Bulgaria o Malta (donde se compró este cuaderno azul), sino aquí, frente al mar de espuma y sal. Un mar que le hace recordar el día: uno que para él fue su espera de cada día: un instante fulmíneo, un sable al corazón, que se quedó sin pensar, cuando te vio frente a él, leer un pergamino de amor y atar tú esa pasión con el poder de una lágrima.

¿Cómo te llamas realmente? Te llamas Ana y te escondes en otro nombre...Nadie sabe porqué. Sin ser apóstol ni completamente estratega, uno si ha podido adivinar el secreto de tu nombre. Secreto no adquirido en Bizancio o en la tierras donde Cioran el rumano me hablara que, de seguir pensando en ti, este insomnio cuya lucidez es en ocasiones vertiginosa, se me convertiría en tortura en vez de paraíso. No. Fue tal vez por cierta tendencia al amor y al ensueño, el que me concedió el conocer porqué: Otro nombre que no fuera Ana, jamás te hubiera acomodado. Uno escribe y busca, como Novalis en su Shemsamphorash, el nombre que legitime su vida y acaso también su destino. Te llamas Ana. Un nombre que, como tú, se lee al anverso y al reverso; como si un espejo (en un arrebato de dudosa quietud) quisiera desprender de él su Aura, el Aura, L’aura, en francés...
¿Es así? Escribo sin haber estado en Pérgamo, en Tebas o en Siracusa donde se habla de expertos en el pulir de los cristales: Lo escribo porque creo que fuiste hecha para mí, el errabundo, el nunca amado, el que busca en los secretos de los nombres el destino final de su amor y de su muerte.

***
Porque ¿qué explicación puede dar el destino a tanta demora? En tu espera perdí lo no tenido, arrojé la espada y vacié mi pluma. Se cuenta que ese Destino un día me abandonó para ir en busca de la mujer que él mismo ama. ¿Será verdad? Así lo dice Cortázar; y a él hay que creerle todo: incluso que Charlie Praker un día grabó aquel inolvidable Amorous lleno de cannabis y con la certeza de que ese día iba a morir.
O ¿es que mi voluntad puso menos que el deseo de presentarme ante ti, tal y como ahora me conoces: así, rejego, fiel a sus instancias, amante de lo imposible, procurador de lo absurdo y deseador eterno de tus labios; dueño de una espada (ya recogida del suelo) que sólo sabe decir: “No hay destino que no se supere con el desprecio?” ¿Será, amor mío, eso? ¿Será ello lo que me hace caer, Ana Laura, a tus pies?
Ana Laura es capaz de atrapar al menor de los vencidos, al más ausente y al más taciturno de los poetas. Su encanto va más allá de las fronteras de mi pluma, más allá de las órdenes de un corazón ya de por sí desordenado; mucho más lejos de aquel que en el vacío espera verla y, lo que mira, es un ángel, y ese ángel ya ha arrancado (otra vez) la espada de sus manos...
Esto, mi amada Ana Laura (la imposible) provoca en el poeta el daño irreparable de caer en la nada. No sólo eso, sino de aferrarse a vivir lo que de vida le sobra, pensando en Usted, insistiendo en su amor, deseando su cuerpo. Por alguna rara razón (de esas que excusan el porqué no buscarse mejor otra mujer más libre y menos difícil que Usted) ha querido este nuevo Alar, elegir la peligrosa senda de una negación sin límites y de implacables consecuencias: morir con el nombre de Ana Laura en los labios, y proferirlo hasta que los altos cielos se cimbren de amor y de coraje.
Tal vez ella se pregunte por qué tanto insistir en tenerla como guarda de un amor imposible. Por qué insistir si ya nada se puede construir. Por qué no me largo a la Thema de las fronteras persas y revivo allí amores pasados o consigo uno similar a los que ya abandoné. El nuevo Alar no sabe qué decir. Este otro Alar está enviciado de Usted y prefiere los tendajones y cuartuchos donde puede estar solo y meditar con la grandeza que Usted merece. Es un poeta simple; es un hombre descuidado de las estrategias del amor: tímido, callado; que tiene que atarse un listón azul al dedo para no olvidar promesas hechas; ya sea en la travesía de los sueños, en la construcción de sus mundos imaginarios: sean las altas regiones del Bujara, las tierras caladas de Antioquía o la Habana Vieja; tan parecida al Veracruz con edificios infectados por el salitre.

Se trata de un poeta, si bien noble, inseguro de saber si es amado pues (que él sepa, y lo dice sin temor a equivocarse) lo único que hasta ahora conoce es el desamor, el cual, según otro poeta, “es la metáfora de la muerte”. Por lo mismo, no es un individuo del que se pueda esperar algo, y, en tiempos en que la nostalgia llena su cuarto y lo abate, se consuela pensando en que tampoco, por más campañas que realiza en sus sueños ¾y que van desde la cima de los Cárpatos hasta la luminosidad de un jardín borgesiano casi al pie del asfalto citadino¾ la hermosa Ana, insustituible, habrá de darle el favor de sus amores. Alar es un hombre a quien le enseñaron que las derrotas no son amargas, si se evita que éstas se traguen y lleguen al estómago..

El Alar que escribe sufre del desgano riesgoso que rige en el desprendimiento hacia todo lo que signifique poder económico, lujo excesivo, el kitch de las regiones poderosas, la ambición al poder político y aun al lujo de su persona misma. Eso le lleva a obsequiar minucias: brasas ardientes que luego se apagan, un Taj Majal hechos de un papel económico o la simpleza de una copia encontrada al azar con un listón que pende del borde de la hoja, como indicación de un amor eterno hacia esa irremplazable mujer llamada Ana Laura.
Su forma casi monástica de vivir, le llevan al único atractivo de poseer vestigios: conchas de mar, un caleidoscopio de los Zares, un batracio traído de los mercados de Damasco y cosas menores que ahora sería ocioso nombrar aquí. No obstante esa su forma de ser, ésta le otorga también la osadía de amar a Ana Laura hasta la muerte. Le concede el valor de rechazar los pisos lujos y el motor 6 cilindros de un BMW con asientos de antílope. Cualquiera que supiera su historia, es decir, el mantenerse en un amor imposible como el de Ana Laura, a cambio del rechazo de una enorme cama y un cuerpo nada despreciable de otra mujer hermosa, se diría que este otro Alar padece de insanidad y que su amor por Ana Laura ya rebasó los límites de la locura.
Cuando escucha esto, el otro Alar, sólo ríe. Recuerda sus días en las tabernas --ya no sabe si en una de Turquía, en los desabastos de vino en Bulgaria, o en la cantina aquella de Puerto Banderas-- donde oyó alguna vez decir a alguien: “Si la mujer ama a un hombre, no hay casamiento; si es el hombre el que ama, hay boda: pero si ambos se aman ¿para qué entonces hace falta la liturgia y la bendición de la Emperatriz?” Esto lo rememora el Alar a solas; entre el olor de las magnolias y huele-de-noche; los viejos aromas ya familiares del molusco hacinado entre el escollo y los goterones que curvan el ángulo de láminas en los techos; y también, cuando toma el libro y brinca páginas y llega a ese instante en que Ana Laura deja ceñirse de la cintura, y algo más que un simple amor, o la sumisión a la Despoina o el qué dirá su corazón mismo, se deja llevar por el oleaje del mar, ahora ya convertido en una masa de estrellas que, lo único que sabe, es eso: Si hay amor entre ambos ¿entonces para qué los permisos de los jerarcas que, desde Constantinopla y Roma, suelen vigilar lo que desconocen?

Debe decirse de este otro Alar, que halló la extraña manía de desear a Ana Laura sin pedir nada a cambio. Cayó a sus pies --aquella tarde, ya contada del pergamino, y en él un poema a su belleza-- y desde entonces, sin que el corazón o su investidura de hombre y guía de ciertos clásicos de la literatura le dieran ventaja alguna, se propuso amarla sin pedirle nada a cambio. Sólo su silencio. Su enamoramiento por Ana Laura lo llevó a extrañas distracciones, al desorden de sus libros, a olvidar en los ríos el lavado de sus ropas encargado a mujeres de la ribera. Su mente sólo era para Ana Laura. Un trabajo que cualquier macedonio hubiera hecho en sólo tres días, le llevó a este otro Alar, casi una semana. Los amigos, nada extraños a la sospecha y el chisme, no dejaron de darse cuenta del ahora severo cambio en la conducta del Alar.

Si bien, otras mujeres jamás le habían hecho cambiar el combate y el honor como stratigoi; esta vez ni siquiera la intención de una de ellas --que le ofreció su mansión a cambio de tu tienda clavada entre el pedregal del río-- logró mellar en el Alar su amor por Ana Laura. Un amor, le dijeron, por demás imposible. Su solitaria e interior lejanía, eran el desayuno de quienes le miraban, ahora, con un brillo distinto en los ojos y –los más avezados—la identidad de ese carácter del Alar cuando se enfrentaba a lo absurdo e imposible.

En la imaginación ya cada vez menos lúcida de este otro Alar, ya no cabe saber porqué ama a Ana Laura con la pasión que lo hace: sólo sabe que ya no hay posibilidad alguna de romper con eso que él se impuso desde que se enamoró de ella. Ya no cabe saber tampoco si se trata de una Alesi que él rescató (en su pensamiento perdido) de los barberiscos. Este otro Alar sólo conoce de su desgarramiento por ella. De su demencia por Ana Laura. De su deseo terrible de tenerla entre sus brazos y que sus manos suaves y tibias (contrario a lo que ella misma alguna vez le dijo) abracen su cuerpo y midan en él –si penetrar es posible a las fibras del alma-- el tamaño del amor que el Alar siente por ella.

De vez en cuando. En tardes cuando el norte muestra su feroz dentellada y bate los techos de paja y zumba por la tienda donde este otro Alar cuida de sus libros, suele también echarse a soñar; y en el sueño simular que fue él quien (a base de más garabatos que poemas) describió, sin ningún temor, el día en que conoció a la mujer que daría a sus últimos días una profunda y nueva felicidad, y a su muerte una particular intención y sentido.

Fue así que su mente quedó atrapada para siempre en la belleza inigualable de Ana Laura. Verla lejana, indiferente, hermosa hasta la saciedad y llena de una ternura más allá de cualquier frontera que él hubiera podido conocer y conquistar, le fascinaron los gestos y bondad de ella, y –más que eso aún— convirtieron a este otro Alar en un adicto, en un necesitado, un esclavo de los que el mucho conocía: un ser inescapable a la hermosura y forma irremplazable de Ana Laura. Sin complicar para nada su mente, pronto dejó que su espíritu amara sin condición a esta mujer capaz de enloquecer lo poco que de cuerdo le queda, y quitar de su mano una espada para cambiarla por un amor cuyo doble filo parece tener serios límites. Se dice, --entre las otras mujeres que conocen al Alar y por puro decir aluden a su antigua imagen-- que es así como él, aplicando con rigor su fidelidad a ese amor imposible, consigue poner cada día en orden el tumultuoso y caótico latido de su sangre. Nadie ha comprobado nunca si aquellas mujeres tienen razón.

Para finalizar, se debe decir que una sola cosa se le critica a este otro Alar. El haber comenzado a amar a Ana Laura con la firme convicción de no pedir nada a cambio, pero ahora despertar bajo cielos tachonados de estrellas, deseando que esa mujer despierte a su lado. Es entonces cuando se levanta. Se acuerda que esas madrugadas están hechas sólo para los que sueñan. Tiene el Alar la oportunidad de apagar los fuegos de su corazón con tragos de buen vino traídos de remotas regiones o, mejor: pedir que una de las mujeres que hurgan a veces entre las cosas de su tienda, venga a saciar la voluntad de éxtasis que todo cuerpo humano demanda. Pero él se mantiene firme. No quiere a mujer alguna. Ama (¡Dios lo ampare!) lo imposible, lo improbable, lo absurdo. Que su deseo sea tener a Ana Laura en sus brazos, y que los labios de ella consuman los suyos, no le impide una (ya se ha dicho) rara virtud en él como hombre: su fidelidad a sí mismo. Y con ello, demostrar el amor inaudito que siente por su Ana Laura. Cuando piensa en ella y la obediencia que su amor le reporta, junto con la belleza traída por los sueños y de vez en cuando presencias reales gozadas en aquellos jardines borgesianos, una gran tranquilidad le visita y cada episodio de su rutina de poeta, de escritor, de estratega, se le ofrecen con una luz nueva y reveladora de insospechadas fuentes de vida. El amor por Ana Laura le impide ya buscar detrás de cada cosa significados remotos o improbables. Trata más bien de rescatar de ella esa presencia que le dé la razón para vivir cada día. Y esa razón, y esa improbabilidad no ponen a este Alar en el camino de nadie ni nadie atraviesa su senda sino sólo esa mujer por la que daría su vida entera. Escribe porque la ama con locura, pero lo hace sin esperanza. Habla, porque desea que Ana Laura se mantenga lo más posible cercana a él, regresándole sus, a veces, cartas absurdas, y antes de que el silencio pernicioso termine por poner punto final a lo único que él ama.

Consciente de que un día Ana Laura ya no tendrá de él memoria; este otro Alar libra cada día la ultima de sus batallas: es y no es, ama y desama, rompe y recompone; y en medio de todo este soñar en otro destino, de imaginar que tiene que ver con el qué hubiera sido si Ana Laura no hubiera visto en él el bárbaro inadvertido en el que ahora ya poco a poco se convierte al desear de ella su boca (cosa que, ya se dijo, se le critica); lo único que hace ahora este otro Alar es inventar que sueña mientras sueña: toma a Ana Laura de la mano, le entrega estrellas en la onda de su vestido levantado; le habla del mar y su potencia y se lo promete por puro esconder de él el coraje que siente cuando despierta y todo lo que lo inunda es su jerga destemplada y su forma de dormir sola y rabiosa.

El otro Alar. Este que escribe, ama a Ana Laura con la ternura que aprendió de los poetas griegos, con la dureza y el incendio que le proveyeron tirios y troyanos; y más que nada, con un corazón tan noble que si alguien lo adivinara, inmediatamente retiraría de su pecho la insigne de estratega que algún día le fue otorgada bajo juramento.
***
Finalmente. Debe decirse que este otro estratega ya no te dejará de amar (¡cuántas veces ya te lo habrá escrito!) Él no sabe por qué. Es su sangre la que se lo dicta...Es ella la que, después de tanto trajinar por el mundo, le ha indicado que eres tú su mujer ideal. Que no haya esperanza, le da igual. Que no lo ames; batallas y heridas no lo amaron jamás. Este otro Alar es uno de esos últimos herederos que saben amar de forma inmortal. Una manera única que da al hombre, a él, a este otro Alar, la respuesta que siempre buscó para el amor y que una mujer de nombre Ana Laura le vino a conceder. Creo en mi función de poeta, de hombre sensible y sencillo corazón y la cumplo cabalmente, conociendo de antemano que no es mucho lo que se puede hacer, pero que el no hacerlo sería peor que morir.

Y si eso sucede ¿qué más que hacerlo con tu nombre en los labios? Como el último estertor de una vida que tuvo sentido sólo cuando se te pudo amar a ti.

...................................................................FIN

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una historia muy conmovedora. Bien dicen que detrás de un gran hombre, hay una gran mujer. ¡Qué no daría por ser la envidiable Ana Laura!.
Pregunto: ¿Quién es el otro Alar?... Que hasta podría morir con el nombre de "Ana Laura" en sus labios. Esa mujer única e ideal.

La otra Ana.