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jueves, octubre 25, 2007

Marcelo Sánchez: ¿Qué se ama cuando se ama?





¿Qué se ama cuando se ama? Casa y cacería del amor
Tú y yo fuera de nosotros mismos,
estaremos juntos

(Rumi)







“Esta vida que yo vivo / es privación de vivir / y así es continuo morir / hasta que
viva contigo / Oye mi Dios lo que digo / que esta vida no la quiero /que muero porque no
muero”: San Juan de la Cruz. ¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la
vida / o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, qué se halla, qué / es eso: amor? ¿Quién
es?: Gonzalo Rojas. La embriaguez que experimenta el santo carmelita y la impaciencia
que perturba al poeta desean lo mismo que el amor ha deseado en estos siglos: sentirse
unido, ser parte de algo que al mismo tiempo nos conforma, se nos escapa. Mientras el
santo sosiega el cuerpo, su casa, para unirse en la perfección a Dios; el poeta habita el
cuerpo como llave del viejo paraíso. ¿Dónde está el amor? ¿En el encuentro deshabitado,
en la casa vacía de los cuerpos, o en el dejarse caer por el flujo erótico?¿El amor está
más allá o más acá del cuerpo?




Bajo la noche del amor, los cuerpos se desplazan desde una condición a otra,
desde el abandono al poblamiento, desde el éxtasis místico al éxtasis erótico. En ese
trance hemos sancionado y legitimado unas y otras partes del cuerpo. A la luz de ideas y
creencias evocamos y actualizamos relatos en cuyos extremos es posible pensar el amor
que mira al cielo y el amor a las artes de la carne1. Ha entrado la historia y, con ella, el
poder de la escritura para inducir a revelaciones y mutilaciones, a establecer un crimen o
una moral. Se ha provisto de órganos al amor y se los han reprimido o transado bajo esta
misma concesión2. ¿Que escribe la poesía en ese pasaje que va y viene del erotismo al
misticismo o del misticismo al erotismo? El poeta Gonzalo Rojas ha replicado a lo largo de
su obra literaria una de las preguntas esenciales: “¿Qué se ama cuando se ama?”. Su
poema quiere ser una respuesta, en forma de pregunta.
En una lectura tan fundamental como sugerente, leemos a San Juan de la Cruz
como prólogo para la poesía sobre el amor místico y en ese campo reflexionamos en
torno a la lectura que algunos críticos advierten en la producción rojiana: un lugar para el
erotismo místico3. ¿Cómo deviene esa lectura? ¿Cómo se constituye lo erótico?
La ambigüedad y el poder equívoco del amor traza una línea directa con la
advertencia de Eros como un gran demon4, mediador entre la naturaleza divina y la
naturaleza mortal. Lo demónico interpreta y comunica a los dioses las cosas de los
hombres y a los hombres las de los dioses. “Al estar en medio de unos y otros llena el
espacio entre ambos, de suerte que todo queda unido consigo mismo como un continuo”5.
En esa compleja ambivalencia callamos, como calla San Juan de la Cruz, no porque no
tengamos nada que decir, sino porque no sabemos cómo decir todo lo que quisiéramos
decir. La misma invalidez nos fascina cuando hablamos de amor entre seres humanos.
En la relación santa, lo numinoso es un misterio tremendo y fascinante, rechaza y
atrae, provoca lejanía y embarga. Su fascinación conduce a los estados que el místico
caracteriza como quietud espiritual y éxtasis. ¿Cómo verbalizar ese estado, cómo
explicitar la majestad y la aniquilación del sujeto? ¿Cómo decir razonadamente algo a
propósito de esa experiencia? Por último, ¿cómo explicar con palabras de este mundo,
con palabras del cuerpo, el proceso y éxtasis místico?




A esos desafíos llega la poesía para evocar la dimensión inefable de la unión
mística, porque la ciencia no lo puede comprender y la experiencia no lo sabe decir.
Dámaso Alonso destaca que la poesía es, de todas las actividades de los hombres, la que
más lleva en sí la huella de un origen divino. Y a esa poesía recurre San Juan de la Cruz.
Pero también encontramos otras formas y contenidos del silencio. Julia Kristeva propone
que el lenguaje amoroso es un vuelo de metáforas. Octavio Paz resuelve que el amor y el
erotismo forman una llama doble6. Georges Bataille asume que “todos sentimos lo que es
la poesía; nos funda, pero no sabemos hablar de ella”. San Juan piensa que hablar de
experiencia mística es balbucear, hablar como niños, no decir ni entender qué hay que
decir. En su experiencia erótica, Gonzalo Rojas encuentra una manera entre lo indecible y
el vuelo, un poema dominado por las preguntas. El procedimiento, como diría Macedonio
Fernández, viene de lejos porque el mundo fue inventado antiguo. El precursor bien
podría ser Sócrates. El filósofo de El Banquete le pregunta a Agatón ¿es Eros amor de
algo o de nada? ¿desea y ama lo que desea y ama cuando lo posee, o cuando no lo
posee? En el poeta chileno, esa insistencia se llama “¿Qué se ama cuando se ama?”.
La fiesta o la herida
“¿Qué se ama cuando se ama?” aparece publicado por primera vez en 1964 en las
páginas del libro Contra la muerte y se irá replicando en sucesivas entregas como Oscuro
y otros cuentos (1977), Del relámpago (1981), 50 poemas (1982), Materia de Testamento
(1988), entre otras ediciones posteriores. El poema se convertirá en uno de sus textos
más reconocibles de su “vertiente erótica y toda la dialéctica del amor”7. Trece versos se
despliegan en tres estrofas:
1 ¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida
o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, qué se halla, qué
es eso: amor? ¿Quién es? ¿La mujer con su hondura, sus rosas, sus
volcanes,
o este sol colorado que es mi sangre furiosa
5 cuando entro en ella hasta las últimas raíces?







ni hay hombre sino un solo cuerpo: el tuyo,
repartido en estrellas de hermosura, en partículas fugaces
de eternidad visible?
10 Me muero en esto, oh Dios, en esta guerra
de ir y venir entre ellas por las calles, de no poder amar
trescientas a la vez, porque estoy condenado siempre a una,
a esa una, a esa única que me diste en el viejo paraíso
Como en los diálogos platónicos, la estructura de las preguntas va determinando
las posibles respuestas, hasta que el propio poeta (el yo, el hablante, el sujeto
enunciante) entorna la suya. El poeta opta por la alusión divina para apoyar el carácter
autorreflexivo de cada estrofa e ingresar en la “dialéctica del amor”. No pregunta a una
mujer, ni a la amada ni a una extranjera. Dios, sin embargo, aparece como expresión
retórica, es la exclamación de la impotencia y una marca rítmica de la respiración solitaria.
Nadie más es llamado a participar en esta perturbación y el poeta termina en una tercera
estrofa donde las preguntas desaparecen con la misma cadencia en que se desvanece el
enfrentamiento de los contrarios. Es la única certeza del poema y, quizás, su carga más
pesada.
El sujeto, sabemos ya concluido el poema, se identifica con la primera criatura:
Adán. Y esa mujer de la condena, esa única, no sería otra que Eva. Más allá del eterno
retorno de la pareja original, el poeta parece advertirnos sobre la precariedad del amor8,
un don que está en todos y en todas partes, un don no una conquista, una posibilidad dual
no múltiple. Así el amor es una potencia que abunda y, a la vez, una condena a vivirlo con
una sola criatura. El amor no sería un hijo de la libertad.
En la actitud interrogativa del poema, Eros se pregunta como lugar de vida o de
muerte (lo uno o lo otro) hasta que el poderoso demonio deviene relato de sexualidad
para poblar el mundo. La mujer “dada”, no seducida, deja huellas sobre el concepto de
amor que el poeta aplica en esta construcción erótica. El mito original enfrentaría a los
amantes a la expulsión del éxtasis. Se entiende, entonces, que Dios deba guardar silencio
y la luz terrible de la vida impaciente a la muerte hasta que vuelva a reunir a las criaturas
con su creador. Lo mismo que la muerte, el amor no parece una elección. Talvez sea ese
el desasosiego de las preguntas. Esa pasión tan nuestra y de cada día nos pertenece
desde siempre, es una posibilidad y una condena, su herencia ambivalente le otorga su
carácter persuasivo.
La atmósfera del poema recuerda la misma actitud de diversos textos de Rojas, como “Réquiem de la mariposa” que medita sobre la imposibilidad de resolver los enigmas de la vida y la muerte. Es un juego del que somos los anfitriones y los invitados: “O esto es un juego / que se parece a otro cuando nos echan tierra”, según acontece en el destino de la muerte cifrado en Réquiem...”; “¿Oh todo esto es un gran juego, Dios mío, y no hay mujer / ni hay hombre sino un solo cuerpo”, como teme al preguntarse “¿Qué se ama cuando se ama?”.




Cuando hablamos de amor, lo primero es una pregunta. Esa es la escena que comparten Diotima y Sócrates, eso sí, donde el maestro es sometido a prueba a la hora de dibujar el rostro de Eros. Esa ambigüedad es la misma del doble registro de la poesía mística y erótica. Zonas de contaminación que definen como rasgo común el espacio huidizo de Eros: “más bien duro y seco, descalzo y sin casa”; y también “valiente, audaz y activo, hábil cazador, un amante del conocimiento, un formidable mago, hechicero y sofista” (Platón 1997: 249).




El poema de Rojas va desplazándose por distintos alcances del amor. Por cierto, iniciando desde la unión sexual con la mujer, figurada en una maquinaria falocéntrica9 que mira el cuerpo sinuoso, suave y receptivo de lo femenino, en contraposición con el poder y la furia taurina del hombre. La pregunta por el amor tiene al menos dos cuerpos. Esa es la primera observación. En la segunda estrofa, el amor va más allá de la sensualidad. Es la contingencia de conectarnos con otra medida, una promesa de unión de dos mundos, lo fugaz y lo eterno. Luis Muñoz sostiene que el poema se relaciona con otros textos rojianos en la “concepción del amor sentido más allá del encuentro de los cuerpos y la evocación de la pareja originaria y del ser creado”10. De esta manera, el final del poema sitúa al “sujeto enunciante en el punto de partida, el origen y la búsqueda del sentido”. Sin embargo, ¿es suficiente estar en el origen para hablar de erotismo místico, para citar lo numinoso? El poeta quiere dar caza al amor y en ese proceso llega hasta la lectura bíblica, pero el talante no es tremendo ni fascinante, como lo sería el contacto con el
numen.
El misterio de lo numinoso es lo que la poesía mística quiere explicitar, pero con un lenguaje no preparado para ello. Para los místicos la experiencia del numen es tan diferente que lo expresarán como nada, carente de calificaciones humanas; es una negación del mundo, la naturaleza y del propio ser. Trasciende las categorías del pensamiento y en ocasiones parece desplegarse en oposiciones; es decir, es incomprensible, paradójico y deviene en antinomia. El lenguaje es desarticulado para decir algo. A esas insuficiencias no arriba el poema de Rojas, aunque en sus primeros versos contiene en modo de pregunta algo que no se sabe decir.
Floridor Pérez señala que el poema actualiza “el sentimiento de lo numinoso y de la presencia de Dios, al paso que configura al amor como figura central y asume la actitud apostrófica, cuyas interrogaciones van a caracterizar el lenguaje lírico” (Coddou 1984: 181). Efectivamente, asiente Marcelo Coddou, son muchos los textos de Rojas en los cuales el “motivo básico es el amor en su dimensión erótico-sensual, pero que culminan, en definitiva, en un apóstrofe a la divinidad, que en esta poesía asume una presencia que no siempre aparece con su nominación directa”. Pero algo falta de la presencia de Dios.




En la poesía mística el amor no es una condena. El “muero porque no muero” de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús es un inquietante modo del deseo de vivir. Más allá del cuerpo del amor, de su erotismo o sensualidad (Dios para el místico, el cuerpo-mujer para el poeta), en el proceso místico el amor irradia con su noche oscura el silencio de quien contempla. El alma sale de la afición y operación de todas las cosas creadas y camina a las eternas, sale sin ser notada, sin que sus tres enemigos (demonio, mundo y carne) tengan el poder de impedirlo. En la noche del poeta Contra la muerte, el proceso pudiese asimilar la purgación mística, por ejemplo, pasar del erotismo de los cuerpos al erotismo de los corazones, pero no se constata como ascensión, ni la fase última o arribo del trance irradia comunión.




El proceso místico involucra un movimiento ascendente que va desde lo orgánico al amor divino, desde la voluntad a la entrega y el ágape. Por eso las virtudes esenciales de los principiantes son la paciencia y la humildad. Es la condición para purgar las “niñerías” del gusto. La analogía recurrente en la prosa declarativa de San Juan es el destete, es decir, el paso del niño a hombre: “El alma la va Dios criando en espíritu y regalando, al modo de que amorosa madre hace al niño tierno, al cual al calor de sus pechos le calienta, y con leche sabrosa y manjar blando y dulce le cría (...) pero a medida que va creciendo le va la madre quitando el regalo (...) pone el amargo acíbar en el dulce pecho”. En esta figuración, Dios es madre. En los ejercicios espirituales, da Dios su pecho de amor tierno, “bien así como niño tierno” (289-290). Gonzalo Rojas no es un principiante, ni acontece la ternura. Tampoco evoca la perfección del amor como lo cifrará San Juan de la Cruz. El viejo paraíso del poeta chileno es la fuente viva del poeta español.




En el erotismo sagrado12 o místico, la continuidad del ser es lo numinoso. Si la acción erótica disuelve a los seres, lo numinoso se expresa como una continuidad del ser que no es conocible, sino experimentable y muchas veces lleva a formulaciones negativas o a paradojas. La experiencia mística revela una ausencia del objeto, porque no puede decir nada de él. Se desliga de elementos corporales y se constituye en pura interioridad.




En Octavio Paz, lo que no se puede decir es el orgasmo, es tan indecible como la unión mística. ¿Cómo hablamos, entonces, cuando hablamos de poesía mística o poesía erótica? Sabemos, con Paz, que la experiencia de lo otro culmina en la experiencia de unidad, que los dos movimientos contrarios se implican. “El precipitarse en el otro se presenta como un regreso a algo de que fuimos arrancados. Cesa la dualidad, estamos en la otra orilla (...) Nos hemos reconciliado con nosotros mismos” (1998: 113). Por eso para el poeta y ensayista mexicano, el amor y la experiencia de lo sagrado son actos que brotan de la misma fuente. Como en la experiencia de lo sagrado, en el amor late la nostalgia de un estado anterior, de un estado de unidad primordial del cual fuimos separados, del cual estamos siendo separados a cada momento (1998: 115). O, como
sostiene Julius Evola, en el amor sexual hay que reconocer la forma más universal en que
los hombres buscan oscura y momentáneamente “destruir la dualidad, superar existencialmente la frontera entre yo y no yo, entre yo y tú, sirviendo la carne y el sexo de instrumentos para un acercamiento extático a la unión” (1997: 62).




El poema de Rojas sobre lo erótico en su doble registro -amor sexual y amor espiritual, amor del instante y amor eterno-, se deja atravesar por la incertidumbre del transporte amoroso, como lo entiende Kristeva, al referir que “los límites de las propias identidades se pierden a la vez que se difumina la precisión de la referencia y del sentido del discurso amoroso (...) La prueba amorosa es una puesta a prueba del lenguaje: de su carácter unívoco, de su poder referencial y omunicativo” (1983: 2). La dificultad de este discurso es precisamente su valor poético. En esa zona de contaminación, Bataille advierte que en la tentación del religioso y en la delectación morosa es difícil decir si el objeto del deseo es la incandescencia de la vida o de la muerte.13 “La incandescencia de la vida posee el sentido de la muerte; la muerte, el de una incandescencia de la vida” (Bataille 1997: 254).




La puesta a prueba del lenguaje intenta reanimar dos orillas de un mismo espacio: vida-muerte, búsqueda-hallazgo, mujer-hombre, rosas-furia, hondura-sol, fugacidadeternidad, invisible-visible. Es una manera de decir algo, sin decirlo. Es el “no sé qué que quedan balbuciendo” de San Juan de la Cruz. Es el erotismo como silencio, como lo han dicho en voz baja Georges Bataille y Octavio Paz. Si la reunión de los contrarios se da cita en la poesía, el amor es el cruce de esa esquina y el tránsito sólo es posible allí en medio. “La poesía afirma que la vida humana no se reduce al “prepararse para morir” de Montaigne, ni el hombre del “ser para la muerte” del análisis existencial. La existencia humana encierra una posibilidad de trascender nuestra condición: vida y muerte, reconciliación de los contrarios” (Paz: 1998, 155).




En el poema de Gonzalo Rojas la reunión de los contrarios es una forma obligada del amor: un primer hombre y una primera mujer. El poeta reprocha que no sean múltiples los cuerpos de mujer, que el amor como invención del paraíso sea la compañía de una sola, esa única Eva. En esa lectura, advertimos el riesgo de actualizar arquetipos sin una modulación que amplifique sus resonancias. Eros a menudo es trasgresión y Adán no articuló la palabra ironía.
Diremos también que el tono dubitativo del texto poético cambia en el tercer y decisivo párrafo del poema. La mimesis con el arquetipo de la pareja original vuelve a las palabras mayores: Adán, el primer gran yo, el que nombra las primeras cosas; el Paraíso, el primer espacio del amor; la Biblia, un primer relato colectivo, un primer contrato moral.




Los amantes vuelven al origen, son indisociables. ¿Que se ama cuando se ama?: La política de la mirada y el espejo. “En último término, el hombre que ama y desea busca la confirmación de sí mismo, la participación en el ser absoluto, la destrucción de la privación y la angustia existencial que va unidad a ella”. Esta marca, será, resume Evola (1998: 62), un camino que conduce al ámbito del erotismo místico y del uso sacral o mágico del sexo.
Rojas, casi como San Juan, evoca la experiencia amorosa en el orden fundado por Dios; vía Adán resucita el paraíso; el santo carmelita, vía el proceso místico convierte la contemplación en un principio de esperanza. Lo que San Juan experimenta como perfección, aunque fugaz, siempre es posible y en amor; en Rojas se vive como experiencia insatisfecha, frustrada, como condena de escribir una misma historia. No es el sosiego ni la celebración mística. Más bien, se nos aparece como un relato que evoca una caída, que ni Eros, o quizá a causa de él, puede convertir.






Los opuestos siguen en cada orilla.




En el autor de Contra la muerte la “condena” a esa una, a esa única del paraíso, se parece a una herida. Esta otra llama es la que vislumbra Julia Kristeva en sus Historias de amor14: “Por muy vivificante que sea, el amor siempre nos quema. Hablar de él, aunque sea después, no es posible más que a partir de esta quemadura”. Por cierto, no estamos ante la presencia de un amor estivo. El poema ha expulsado cualquier indicio lúdico o sonriente. Romeo nos reclama que se ríe de las llagas quien no conoce heridas.
Sin duda, el amor como herida no es cortés. Como digresión, recordamos la sugerente tesis de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Sostienen que sería un error interpretar el amor cortés bajo la forma de una ley de la carencia o de un ideal de trascendencia. Por el contrario, es “un estado conquistado en el que el deseo ya no carece de nada, se satisface a sí mismo y construye su campo de inmanencia (...) El amor cortés no ama el yo, ni tampoco ama la totalidad del universo con un amor celeste o religioso” (1997: 161).




El poema rojiano, si de juego sexual se trata, adviene como fuerza, dominación, deslumbramiento (“entro en ella hasta las últimas raíces”). O como escribe en el poema
que da título al libro Contra la muerte: “no me canso de amar a las mujeres: me alimento /
de abrir el mundo en ellas”. Si de seducción hablamos, parece una “guerra”, una impotencia (“no poder amar trescientas a la vez), una “condena” y una ofrenda (“que me diste”). La angustia de no saber y esencialmente de no poder, desarticulan la voluntad.



Que el acto amoroso asemeje los dispositivos del lenguaje bélico y sus estrategias, hacen posible hablar de sensación de pérdida o, talvez, sensación de autosuficiencia.
Precisamente los versos que cierran el poema omiten a la mujer sea como rosa, pareja sexual o llave del paraíso. Es mencionada genéricamente como “ellas” y específicamente como “una”, “esa una” y “esa única”. Quien enuncia tiene el poder de decir Yo y esa invención de un sujeto istórico, incluye también la invención de un espacio histórico, en este caso, una réplica del paraíso.




Desde otra ladera, podríamos suponer que las parejas sexuales escriben su propia biografía y en ella el amor sexual transforma la sensualidad en ternura, “y la ternura atenúa la violencia de las delicias nocturnas”, aunque desde su rincón la violencia sexual “tiende a perturbar esas relaciones tiernas”. La cita es de Bataille (1997: 247) y, sin afán de mediar entre las partes, aducimos una ley del deseo: su reversibilidad y mutabilidad. El sujeto bien puede ser una invención de resistencia, pero para ello debe asumir el “neutro” de Blanchot o, como en Deleuze, el advenimiento de la tercera persona que nace cuando nos despojamos del Yo o, como en Foucault, cuando el lenguaje habilita un vacío que se convierte en lugar de residencia.




El amor tiene tantos años como el paraíso, pero pensamos que vuelve desde cero en cada esquina del mundo. Si se ama lo que falta, es la posibilidad de alcanzar, no otro cuerpo que nos complete, sino esa fascinante promesa de historia; mejor, debiéramos decir es potencia y metamorfosis, algo así como la resistencia de los cuerpos a permanecer habitados por un solo tiempo, por un solo espacio. En esa fuga, el deseo de algo o de nada, la carencia o la abundancia, es una transformación continua. Esa movilidad y esa velocidad hace que en todas aquellas esquinas del mundo la promesa de amor sea contagiosa y urgente. Es cierto, cada locura desata su amor. Algunos tienen nostalgia de lo perdido y buscan la totalidad. El relato más prestigioso lo moduló Platón. Instaló marcas para buscar el amor: “Cada ser lleva en sí una marca y busca instintivamente y sin cesar la mitad correspondiente de sí mismo que lleva la misma marca”. Amor, resumió, es el deseo y la búsqueda de esta naturaleza completa, “como si cada mitad, añorando su propia mitad, se acoplase a ella en su deseo de fundirse en un solo ser”. Para Platón los dos sexos son mortales y su unidad es inmortal. Sabemos que la caída de Adán es el alejamiento del árbol de la vida. Es la caída en el tiempo. Así, Eros intenta superar la caída, recobrar un estado primordial17. Esa es la invitación de El banquete: “El amor empuja a los seres humanos unos hacia otros; es congénito en la naturaleza humana y busca restaurar nuestra primitiva naturaleza tratando de unir dos seres distintos en un solo, tratando, por tanto, de sanar de nuevo la naturaleza humana” (189-190). Gonzalo Rojas es platónico, pero la salud del poema es enfermiza.




El amor promete una historia y es histórico. “La idea o filosofía del amor es histórica y brota sólo allí donde concurren ciertas circunstancias sociales, intelectuales y morales” (Paz 1991: 46). A Platón, imagina Octavio Paz, le habría repugnado la idealización del adulterio, el suicidio y la muerte, y se habría asombrado con el culto a la mujer. A nosotros nos escandalizarían las escalas del amor de la enseñanza de Diotima: sería absurdo no reconocer que otros cuerpos son igualmente hermosos, sería absurdo no amarlos a todos. “Para nosotros la fidelidad es una de las condiciones de la relación amorosa” y, en realidad, concluye Paz, para Platón el amor no es propiamente una relación: es una aventura solitaria. Los objetos eróticos, sean el cuerpo o el alma, nunca son sujetos. Para la modernidad, las fronteras entre el alma y el cuerpo se han atenuado (1991: 47).
Hay otra manera de mirar el tiempo, no en la suspensión de la muerte, sino como instante que se eterniza. Bataille diferencia el tiempo profano (tiempo ordinario del trabajo y del respeto de las prohibiciones) y el tiempo sagrado (tiempo de la fiesta, es decir, esencialmente de la trasgresión de las prohibiciones). Entonces, el deseo del erotismo es el deseo que triunfa sobre la prohibición. Por eso, en el plano erótico, la fiesta sería a menudo el tiempo de la licencia sexual. En el instante místico, “el sujeto perdido en la presencia indistinta e ilimitada del universo y de sí mismo deja de pertenecer al desarrollo sensible del tiempo. Está absorto en el instante que se eterniza. Aparentemente de forma definitiva, ya sin apego al porvenir o al pasado, está en el instante, y sólo el instante es eternidad” (Bataille 1997: 254). En el instante del éxtasis sexual percibimos la misma fuente.
¿Vivirá el amor en la nostalgia de la pareja original? ¿Tiene cuerpo el amor? Platón no quería el cuerpo físico para el amor. Pero el erotismo, aún el místico, pasa por el cuerpo. Al igual que los textos eróticos y los textos religiosos “son lo uno, lo otro y algo más: poesía”; el acto erótico es sexo y algo más (Paz 1991: 13). Cientos de poemas y relatos han multiplicado estas variaciones del amor. El amor parece eterno mientras se ama. Julius Evola recuerda un curioso estudio del término amor: “por imaginaria que sea la etimología, está cargada de sentido: a-mors (sin muerte) (inmortalidad)” (1997: 62). Por eso para Bataille, el erotismo será un deseo de vivir hasta en la muerte. Es su aspiración, no su condena. Según Paz, el acto poético muestra que ser mortales no es sino una de las capas de nuestra condición. La otra es: ser vivientes. El nacer cesa de ser sinónimo de carencia y condena apenas dejamos de percibir como contrarios la muerte y la vida. Tal es el sentido último de todo poetizar (1998: 155).




Qué más perturbador que la oposición entre lo físico y lo espiritual desfallezca en la experiencia erótica. También sabemos que en los albores del siglo veintiuno, el amor más que un don es una entrega, como lo festinan los amantes que se preparan para vivir. ¿Qué se ama cuando se ama?: La vida. No en el nacimiento del mito, ni de la gran historia, ni de las vidas ejemplares. Los cuerpos, en el amor, se dejan atravesar por múltiples historias. Como diarios de vida son páginas escritas y por escribir. Algo no se cansa en el amor que conoce tantos nombres y cada día une a otros desconocidos. A esa apuesta conduce la poesía que comunica la biografía de un amor y de sus cuerpos.



Referencias bibliográficas




Alonso, Dámaso. 1958. La poesía de San Juan de la Cruz (desde esta ladera). Editorial
Aguilar, Madrid.
Bataille, Georges. 1997. El erotismo. Editorial Tusquets, Barcelona.
Coddou, Marcelo. 1984. Poética de la poética activa. Ediciones LAR, Madrid-Concepción.
De la Cruz, San Juan. 1995. Noche oscura. M.E. Editores, Madrid.
Deleuze Gilles, Guattari Félix. 1997. Mil Mesetas. Capitalismo y Esquizofrenia. Pre-
Textos, Valencia.
Evola, Julius. 1997. Metafísica del sexo. Sophia Perenis. Barcelona
Giordano, Enrique (editor). 1987. Poesía y poética de Gonzalo Rojas. Instituto Profesional
del Pacífico, Santiago.
Kristeva, Julia. 1987. Historias de amor. Siglo Veintiuno Editores, Madrid.
Paz, Octavio. 1998. El arco y la lira. Fondo de Cultura Económica, DF México.
1990. La otra voz. Editorial Seix Barral, Barcelona.
1991. La llama doble. Amor y erotismo. Editorial Seix Barral, Barcelona.
Platón. 1997 Diálogos. Vol III. Editorial Gredos, Madrid.
Rojas, Gonzalo. 1992. Contra la muerte. Editorial Universitaria, Santiago.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Qué se ama?

Si preguntamos qué amamos cuando amamos a alguien, podemos responder de inmediato: la nobleza de su alma.

No soy poeta, pero sí, una persona que ama la vida.