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lunes, octubre 15, 2007

Lourdes Franyuti: Amiga



Atardece y con la tarde se abre la cortina de mi negocio. Un trabajo agobiante que se convierte en pesadilla, justo el fin de semana anterior al inicio de clases. Tal parece que los clientes han acordado adquirir su calzado escolar el día de hoy: precisamente este día que he estado esperando con tanta ilusión, ya que se presentará en el Auditorio de la ciudad mi cantante favorito. Entre más cajas de zapatos saco de la bodega, más aumenta mi ansiedad porque los minutos corran y finalice la segunda parte de mi actividad laboral. Estoy al frente del negocio desde que me gradué. Mis padres me encomendaron la tarea de hacerlo producir. No se pueden quejar. Es más próspero ahora que hace siete años. Dos sucursales más se han abierto en este lapso.

El personal no es suficiente para atender a toda la clientela, así que me he colocado el delantal y hago las veces de dependiente. Tomo pedidos, entro y salgo de la bodega, vuelvo al aparador para anotar números y modelos. En una de tantas vueltas a la bodega, alguien me solicita el número nueve de un Florsheim, mismo que surto rápidamente, a la vez que entrego seis pares más. En un santiamén termino mi cometido. No obstante, por más que busco, no logro encontrar al hombre que ha pedido el par de Florsheim del nueve. Una señora que carga un niño levanta su mano y señala al hombre en cuestión. Entre tanta gente sólo alcanzo a ver que él abandona la zapatería. Distingo que es alto y poco robusto. Tengo la sensación de saber quién es… salgo a buscarlo.

La acera está despejada, así que apresuro el paso y lo abordo.
“Alberto, aquí tienes el calzado que pediste”. Abro la caja y saco un zapato para mostrárselo. La mano me tiembla un poco. Hacía ya un año que no lo veía, y el simple hecho de mirarlo me ha puesto nerviosa. Fuimos novios desde la preparatoria, y precisamente hace un año terminamos definitivamente, con la consiguiente entrega del anillo de compromiso por parte mía.
Mis recuerdos divagan en este momento a mil por hora. Hace siete años, para celebrar mi graduación me invitó al concierto del cantante que hoy, precisamente, vuelve a presentarse en la ciudad. Fue allí donde me propuso matrimonio de forma tan original que no pude negarme. La fecha de la boda se fue posponiendo, hasta que él se cansó de esperar y decidimos mejor finiquitar la relación.

Siempre me ha asustado la idea de casarme. Tengo la firme convicción de que el matrimonio es una atadura; que con los años el cuerpo de él cambiará y no lo encontraré atractivo. Todo este tiempo me ha asesiado el dilema: otorgar mi vida a un compañero para siempre o seguir celebrando la libertad que disfruto a diario. Tengo miedo de preguntar qué ha sido de su vida; si ha encontrado la mujer que llena ahora el vacío que dejé en su alma. Por lo que respecta a mi persona, a mis treinta y tres años el prospecto de hombre soltero que busco, ya no lo encuentro tan fácilmente. En la sociedad en la que me he desenvuelto desde niña, la costumbre se ha convertido en ley: casarse.

Alberto me observa. Se queda callado. No dice nada. Sólo pasa su mano acariciando mi cabello alborotado y mal peinado. Me llama amiga y pregunta si asistiré al concierto de Miguel Bosé. Después de confirmarle mi asistencia, saco el boleto que compré desde que éstos se pusieron a la venta. Por pura curiosidad yo también le pregunto si asistirá. Me mira con detenimiento y contesta: "Qué dulce esa palabra y qué sencilla suena hoy" Me toma la mano y la lleva a su boca para besarla. Palidezco al sentir la fría argolla de matrimonio que porta. Me sonríe y da la vuelta para cruzar la calle. No puedo contenerme al verlo marchar, y de mis ojos brotan las lágrimas. Respiro profundamente y regreso, con eas libertad aprendida, a mi negocio. Huelo mi mano. Descubro que su esencia ha quedado ahí, fija, permanente.

“Amiga”… Así me ha llamado. Agradezco que, por lo menos, con ese nombre aún me recuerde.


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