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viernes, octubre 12, 2007

Alix M. Nakayuma: La Ceremonia del Té




No conocí a mi abuelo. Me cuenta mi madre que él murió durante la Seguna Guerra Mundial en la parte central del Japón. No murió en batalla, sino arando en el campo y al estallido de una bomba sembrada en los arrozales.
De él guardo sólo sus fotografías de joven: subido en un cerezo, bañándose en algún lago, o con otros jóvenes como él, dispuestos a entrar a la escuela. Pero existe una de esas fotos en donde el abuelo se halla sentado en el piso, junto con otros que –por su vestidura—parecen más importantes que él. Me dice mi madre que su padre se halla en esos instantes en lo que se nombra la ceremonia del té…Lo más asombroso es que él es el anfitrión y preside el rito aprendido de sus ancestros: mi abuelo amaba esta ceremonia llena de matices y singularidades hoy casi totalmente desconocidas en Occidente.

En las ultimas décadas del siglo XVI, se afinó la definición de esta ceremonia del té cuyo término japonés en realidad es chanoyu que significa sencillamente agua caliente para el té. El acto ceremonial puede resultar excesivamente formal, pero el hecho es que se trata en todo caso de una suerte de arte en la que un anfitrión invita a sus huéspedes a compartir el gozo del té y que éstos se asombren con los valiosos utensilios en una atmósfera única, preparada con todo esmero. En la antigüedad la ceremonia del té se ofrecía a los samuráis, era símbolo de riqueza para los comerciantes, y proporcionaba legitimidad cultural al gobierno.


El chanoyu ha sido desde su origen uno del los símbolos vitales de la cultura japonesa tradicional. Muchas tendencias culturales han aportado su grano de arena al desarrollo de esta práctica, que a su vez ejercería una profunda influencia sobre aquéllas. Fue a través del chanoyu que se reelaboró y refinó el ideal wabi de la pobreza culta, que permitiría a los japoneses compartir el gusto por las toscas, sencillas e irregulares cerámicas japonesas o coreanas, con el placer por la refinada porcelana china (karamono). La pequeña, rústica y humilde casa de té se convirtió en un mundo aparte en el que las barreras sociales se disolvían temporalmente. Allí, mercaderes y habitantes de las ciudades podían mezclarse con poderosos guerreros o nobles, compartiendo entre todos la pasión por la sencillez y el gusto por los preciados implementos.


Hoy, existen en Japón numerosas escuelas de té; la mayoría se remontan directa o indirectamente hasta Sen no Rikyû, en el siglo XVI. Algunas sirvieron a shogun, daimyô o cortesanos, otras a samuráis o comuneros, pero todas compartirían la misma disciplina ritual, la misma etiqueta y estética y el mismo interés en el la filosofía del Zen.
Los momentos clave de una reunión como éstas es el chaji, un ritual en el que se sirven alimentos junto con el té. Es un instante de carácter casi místico en el que tanto los huéspedes como el anfitrión se preparan para la crear la ilusión en el que la persona se separa del ajetreo mundano… Atravesando, sosegadamente el portal que da al pequeño y rústico jardín (roji) de la casa de té, se llega hasta una puerta intermedia, llamada por algunos como la puerta del parapeto entretejido.


Una vez allí, el mundo externo queda lejos, separado y sin sus efectos contaminantes; de esta manera los huéspedes pueden detenerse a admirar el jardín y acercarse al salón de té. El jardín interior (roji) posee un arreglo de piedras en cuyo centro hay una fuente con agua. Allí se lavan las manos y boca, utilizando para ello un cucharón de madera.
Un maestro llamado Rikyû, influido por el Zen , exigía suma concentración al realizar las tareas más sencillas, pues esto era una opción al despertar súbito o Satori. Otro de los secretos del chanoyu radica en la economía y elegancia de los movimientos a la hora de servir: existe un modo preciso de manipular incluso algo tan cotidiano como un cucharón, o la forma de tomar el asa de la jarra que contiene el té.
El acceso al salón donde se sirve el té, se halla a través de una minúscula entrada (nijiriguchi), incorporada a finales del período medieval como espacios en los que se pueden desplegar valiosos rollos pintados, cerámicas o floreros de bambú. Al comenzar el chaji, se desplegará en el tokonoma un solo rollo, a menudo consistente en una única línea de caligrafía trazada por un sacerdote Zen. Algunos textos contienen poesía pura en forma breve pero con enorme conteido; por ejemplo: “Honrai mu ichibustsu” (“Nada hay en el origen”), una conocida frase del Sûtra de la plataforma del sexto patriarca que a menudo se uso como kôan para provocar la iluminación.


Tras examinar el rollo, los huéspedes proceden a sentarse alrededor del pequeño cuarto cuadrado que ocupa el centro de la habitación. El cuarto (así de minúsculo) y de reminiscencia rústica, es otro de los aportes de Rikyû para señalar no sólo intimidad sino que lo mínimo puede abarcar la vastedad del universo. Al final, entra el anfitrión. El huésped principal le agradece la invitación y la cuidada preparación de todos los detalles y se s refiere al contenido del rollo y otros objetos. Cada una de las etapas del chaji tiene sus propios movimientos, gestualidad y conversación. Esta ha de ser breve y limitada a lo que sucede dentro del salón. Si embargo, incluso en un marco tan restringido, se exige por sobre todas las cosas naturalidad y espontaneidad a los participantes. Todo un rito que trata de expresar el respeto que se tiene por la persona, el mundo, la creación.


Según Rikyû, el kaiseki debe ser ligero y de delicada cocción, y tan apetitoso a los ojos como al paladar. La voz kaiseki proviene, como tantas otras del chanoyu, del budismo Zen. El Vinaya prohibía a los monjes budistas que tomaran alimentos después del mediodía; sin embargo, los monjes zen, chinos y japoneses, realizaban duras labores físicas y muchos maestros les permitían un tentempié vespertino aunque, en lugar de llamarlo “comida”, se referían a él como una piedra caliente escondida entre sus ropas: kaiseki.
Cada huésped recibe del anfitrión una bandeja con boles de laco con arroz, sopa, pescado y verduras, todo tapado y acompañado de palillos nuevos de madera de cedro. El anfitrión les invita a comer y vierte sake de una tetera de hierro en boles más planos. Tras haber comido un ligero postre consistente en una fruta u otro producto de la estación, los huéspedes abandonan el salón para tomarse un breve descanso. Durante el mismo, el anfitrión lo dispone todo para servir un espeso té.
Al regresar al salón, los huéspedes se encuentran con que el rollo de caligrafía del tokonama ha sido sustituido por un florero con una única flor. Esta única flor es uno de los detalles más hermosos del Zen.
El anfitrión calienta agua en una tetera de hierro, enjuaga los boles y utensilios, coloca el té verde en polvo en el bol con una cuchara de bambú, le añade agua caliente con el cucharón del bambú, revuelve el té con un batidor de bambú hasta que aparece espuma en la superficie y lo sirve asus invitados. La consistencia del té es de dos tipos. El té espeso (koicha), más formal, es de consistencia cremosa y su sabor es más amargo; se bebe del mismo bol y en pequeñas cantidades. El té más ligero e informal (usucha) se sirve al final de la ceremonia en boles individuales.
Los boles de té varían según el gusto de la persona que prepara la infusión, según la estación o las circunstancias. Los boles estivales suelen ser más planos y abiertos, a fin de dispersar el calor y dar una impresión refrescante. Los invernales son más altos y cerrados, para retener el calor.

En la foto, no sé en qué época es que mi abuelo está sentado en ese saloncillo en que recibe a sus huéspedes dentro de la foto. Lo veo sí, en actitud de reverencia. En una mesita de patas cortas, se halla un florero y en él esa única flor de durazno que parece no marchitarse, soportar los temporales, retener el tiempo y dejarme al abuelo en los ojos de mi madre, también ahora ya muerta; o mejor dicho, ya en el traspatio donde el roji luce sus sombras de arena y esa fuente de agua perenne que no pocas veces ha saciado la sed de mi alma.

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