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viernes, agosto 03, 2007

Jaime G. Velázquez: Licenciadas, doctoras, escritoras




Es difícil saber la edad de las mujeres, incluso si uno les pregunta tratando de no cometer una descortesía, porque la ocultan como si fuera un crimen. Es igual con las escritoras, entonces tiene uno que recurrir a cuantas fuentes pueda para completar una sencilla ficha biobibliográfica. ¿Por qué es importante ese dato, la edad? Vivimos atrapados en el tiempo y al escribir dejamos señales inocultables de una cultura que no deja de cambiar, que se desliza por lustros o décadas hasta nuestro presente: agregar la fecha de nacimiento facilita el trabajo de lectores, profesores, críticos.


A Rosario Castellanos (1925-1974) la he leído estos días como si fuera una hermana joven. Beatriz Espejo anota la fecha del último libro de Castellanos, 1971, en el que apareció el cuento que leemos treinta años después como si fuera nuevo.
Con un humor que deberían envidiarle las escritoras nacidas en los años setenta, o después, Castellanos escribe:
“Cierto que la señora Justina siempre había tenido la virtud de preferir un esposo dedicado a las labores propias de su sexo en la calle que uno de esos maridos caseros que revisan las cuentas del mercado (…) Un marido en la casa es como un colchón en el suelo”.
Espero que las mujeres actuales, sean escritoras o no, se decidan a cambiar esa costumbre que adoptaron no sé de quiénes ni cuándo.



Vayamos por lo pronto a otro tipo de clasificación. Ya sabemos que las escritoras mayores son Inés Arredondo, nació en 1928; Castellanos, 1925; Elena Garro, 1920. Las demás, la mayoría deben tener entre 50 y 70 años, habitantes de y educadas en el DF.
Once de dieciocho escritoras incluidas en el libro Atrapadas en la madre (Santillana, 2007) estudiaron licenciatura en la UNAM; una en la Ibero, una en la ENAH, una en Guadalajara y una en el extranjero. Cuatro de las once se doctoraron en la UNAM y una cursó maestría allí mismo. Cuatro hicieron postgrados en el extranjero. De tres no hay datos. (No cuento a Helena Paz Garro.)



Esto nos revela el universo desplegado en el libro. Las escritoras incluidas han sido universitarias y esto pesa en sus narraciones. Así como pesan los apellidos de algunas de ellas: Blue, Kolteniuk, Huberman. Lavín, Petersson y para el caso faltarían Esther Seligson, Sabina Berman y Jennie Ostrosky.



En ese universo es notable la ausencia de personajes masculinos. Hago un rápido recorrido.
Inés Arredondo escribe: “viuda”, “me quedé sola”. Liliana V. Blue: “su marido (…) se encuentra ausente”, es “infiel”. Rosario Castellanos: el marido está “bien enterrado”. Martha Cerda: “los desgraciados”. Beatriz Espejo: “el sillón favorito de su padre”, muerto en el presente del relato. Amparo Espinosa: divorciada con tres hijos. Anamari Gomís: el padre muerto, “mi suegro, médico”, el marido en el extranjero. Ethel Kolteniuk: divorciada, con nueva pareja. Mónica Lavín, sola con sus hijas, su “padre ya no vive con su madre”.



Silvia Molina: mamá divorciada, con tres hijos; el marido en el extranjero. Angelina Muñiz: sin marido. Margarita Peña: “un resabio de infancia: la dependencia de su madre respecto a un marido machista y tiránico”. Aline Petersson, recuerdo de infancia sin figuras masculinas. Margarita Ponce: una mujer de 31 años y siete hijos va al médico sin decirle a su marido. Marcela del Río: “estaba sola en un mundo de hombres”; detalla la relación de un personaje con la madre y con la hija, con la que se casa y luego se divorcia. Halina Vega, divorciada. Socorro Venegas, el abuelo huye en un barco y en el relato no hay padre ni marido.
En el relato de Elena Garro, parte de su libro Andamos huyendo Lola (1980), hay varios personajes masculinos cuya presencia es muy importante, así como el hijo y su amigo en el cuento de Inés Arredondo, incluido en La señal (también 1980). En otros, incluido el hijo discretamente homosexual del texto de Castellanos, los hombres pasan de lado. Quizás el cuento que ataca de frente el problema es el de Marcela del Río, “La feria”, donde El Largo, que “asomaba por todos los rincones del sueño”, hace auténtico daño.



El tema de los hombres en el mundo femenino aparece como un problema no resuelto, como una intromisión. Al contrario de lo que pasa con los asuntos masculinos, que idealizan a las mujeres, que escriben libros completos narrando la búsqueda que se emprende en pos de una mujer, los relatos de Atrapadas en la madre muestran personas autosuficientes, ya sea por el divorcio, el alejamiento de la pareja, la viudez, y por tanto parecen imposibles complementos de los hombres, como decir: en el principio, cuando Adán y Eva, ella huía y él la buscaba.
Las editoras de Atrapadas en la madre no se esmeraron en la redacción de las fichas de las autoras y la introducción de Beatriz Espejo debería ser epílogo, pues hace revelaciones que pueden echar a perder la lectura-descubrimiento de los lectores, como cuando alguien te cuenta el final en una película que querías ver.



En fin, tenemos estos valiosos testimonios de “mujeres preparadas por la academia” (Beatriz Espejo, p. 16), que sufren y resuelven sus conflictos con una entereza finalmente envidiable, fría: las escritoras académicas ponen, al mal tiempo, buena cara. Excepto, claro, Elena Garro y su hija, Helena Paz, quienes no tuvieron reparos para enfrentar al marido y padre como la pesadilla surreal que fue detrás de su fama pública de diplomático que le renunció en 1968 a Gustavo Díaz Ordaz, lo que quizás desencadenó la ira que alcanzó a su ex mujer y a su hija.

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