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martes, julio 03, 2007

KC Baker Fields: Siete Afortunado



¡Las Vegas! ¡Las Vegas! ¡Las Vegas! Las Vegas, Nevada es la única ciudad en los Estados Unidos cuyo levantamiento urbano no se compone de prominentes edificios, como en Nueva York. O árboles agrupados, como en Wilbraham, Massachussets. O suicidas sueltos en los andamios, como en Filadelfia, sino letreros. Uno puede distinguir la ciudad de Las Vegas en la vieja Ruta 91, con tan sólo la milla de distancia en la escala indefinible donde las nubes o las terrazas de un espejismo atómico rigen, sin necesitar ver las esquirlas de estatuas o el par de dados arrojados sobre el desierto de Mojave, salvo los anuncios. ¡Y qué anuncios! Ellos sobresalen cual torres. Ellos irritan la vista, como el que ve molinos donde hay gigantes. Ellos titilan, ellos relucen igual al sol que trae en el pico ese cuervo que anida en la cuenca de nuestros ojos. Ellos oscilan en formas que ni siquiera el existente vocabulario del arte y las corrientes de vanguardia pueden describir. Sin embargo, ellos parecieran ser un convite menos textual que sexual: Las Vagas Décolletage.
-¿Qué COÑO con todo esto de los ojos de serpiente?
Aquel en preguntar era Sigifredo Monroy, dirigiéndose al tipo con un corte limpio de pelo que maneja el bastoncillo, el empleado encargado en la mesa de craps, el croupier. El manejador de apuestas no tiene la menor idea de lo que este parlanchín le está hablando a las 3:45 de la madrugada en Domingo, pero resiente el tono de su voz. Él le devuelve el paciente arqueo de la cejas conocido como ojos de resignación. Todo el mundo alrededor de la mesa sigue con sus fichas el tiro de salida de los dados. Las odaliscas oriundas de Los Angeles, con maquillaje glamoroso y vestidas en lamé, observaban. Los sexagenarios petroleros oriundos de Texas, con el broche de la solitaria estrella en sus elegantes corbatas de cordón, observaban. Los turistas viajando en grupo económico, sentados en las máquinas tragamonedas, sosteniendo sus vasos de papel encerado repletos de nickles y dimes y quarters, observaban a distancia, pero callados como el loco unisón de los tres rodillos.
-Ok, voy a ser un buen chico. Setenta dólares
A las 4:15 de la mañana de Domingo, Sigifredo escupe en el suelo del Golden Nugget para salir a Fremont Street. La abundancia de bulbos de los desaparecidos casinos The Mint y Horseshoe hacen creer que es mediodía. A distancia, El Rancho Vegas, termina consumido por un incendio en 1960. Los casinos Stardust, Dunes y The Sands son cerrados y demolidos para dar paso a una nueva experiencia. Hey, está bien si tú puede volar a los espléndidos casinos del Caribe o Europa. En Montecarlo todavía son recurrentes los cubiertos equivocados, los nouveau riche con molesto acento, la fama de Joseph Hobson Jagger, la sastrería a la medida y las ancianas en parkas gritando en francés: “¿En donde esta mi autobús? ¡Yo tengo un cupón! Para el debut de Montecarlo como Belle Époque en 1879, el arquitecto Charles Garnier diseñó un Ópera House para el mezzanine du Casino y Sarah Bernhardt leyó un poema simbólico. Para el debut de Las Vegas como paraíso de los jugadores en 1946, Bugsy Siegel contrató a Abbot y Costello. A las 4: 20 de la mañana, Sigifrido detiene un taxi.
-Escuche, amigo –dice el taxista – Yo no canjeo fichas, ¿Qué chingados es esto?
“Ya podrás enterarte de la historia cuando termine de escribir mi libro, pendejo”, piensa con la mirada extraviada. Pero dice:
-La cara feliz de Benny Binion. La cara sonriente del tipo que parece que se salió con la suya, pero no atinas a saber qué.
-Lo que sucede en Las Vegas, queda en Las Vegas…
-Por favor, hacia los hoteles de the Strip, mientras la cossa nostra da su bendición.
-No es necesaria. Si puedes pagarlo, es tuyo. Juego y revancha, Boutiques, Chapel of Love, Elvis, drogas, sexo, Área 51, cualquier cosa en Las Vegas.
-¿Sabe qué? Tengo que recuperar setenta dólares de craps
-Buddy, no me importan sus setenta dólares. En esta ciudad, la megalomanía del juego es, por supuesto, la misma obligación de perder. Se lo pongo de esta forma: Una mujer pasa horas en el bingo, hasta que le da sed. Ella se encamina a la maquina vendedora e introduce un dólar, La coca cola cae. La rubia vuelve a introducir un dólar. Otra coca cola cae. La rubia se dispone a introducir un dólar más, pero un guardia le pregunta que hace. Ella responde: ganando.
-Mi primera impresión de Las Vegas fue por televisión, la cual es la mejor mano de juego.
-Sí, entiendo el chiste. Ja, ja.
-En realidad, mi divorcio fue lo peor que pudo ocurrirme el resto de mi vida. No me importan los setenta dólares de mi finiquito conyugal.
-Vino a olvidar, ¿eh?
-Absolutamente
-Mire, a su izquierda puede ver el Flamingo, con su triste historia de amor también.
- Ya podrás enterarte de la historia cuando termine de escribir mi libro, pal
-Muy interesante. En el día, las escorts y sexy showgirls se pasean en bikini por las albercas, pero de noche se han sabido de casos de vampiros en Las Vegas
-Leyendas urbanas
-¿Quiere apostarlo?
El pasajero se apea frente al famoso anuncio luminoso Welcome to Fabulous Las Vegas, localizado al sur del perfecto naipe nacarado que forman los mayores hoteles, en el mismo rumbo hacia el aeropuerto McCarran. Lo peor de todo está aún por suceder. También lo más interesante, la prueba más peligrosa, el dolor más agudo, la mayor apuesta.
Los límites de la ciudad se cierran.
Largas sombras se movían allí.
Carlitos, el compañerito golpeador de cuarto grado. El asesino Zodíaco, la amenaza anónima que anunció volar uno a uno los camiones escolares. Rufus, el perro que estuvo a punto de morder su pierna derecha. El actor Cachirulo, que delató su enuresis durante el mágico ritmo del programa para niños. La enfermera de las brigadas de vacunación escolar. El coronel Muammar Al-Gaddafi, con toda la imaginaría utilizada en la guerra fría. Santa Claus, que nunca trajo los juguetes deseados. Patricia uno, Patricia dos, Virginia, Verónica, no más responsables de la burla como el resto del mundo. El ladrón desconocido que lo amagó en el callejón Cañonero Tampico. Judith que ríe, con su demanda de divorcio en mano. Todos y cada uno de ellos de la legión cobarde.
Ellos venían por su persona.
Por primera vez, dio cuenta de sus colmillos. No precisamente los vampiros de Las Vegas, aunque sí algo de silbidos de serpiente.
El momento previo a darle alcance se hizo tan apoyado en el calor y silencioso como el desierto que rodea a la eterna Sin City. El no tuvo tiempo para superar el alto grado de ilogicismo de estos seres. No se trataba de Sigifredo Monroy siendo envenenado con mordeduras fatales cada día del calendario, cada hora del día y la noche, cada minuto que se llena con tristes nostalgias del alma. Como en un vaso, ellos vierten los dolores de lejanos recuerdos y funestas desgracias. La presencia en el lugar se explica cómo se explica la peregrinación cuando surgen de su prisión los olvidados, el insomnio tenaz en la hora de los muertos, en la hora del reposo. Sigifredo pensó cantar una canción. Un eco vago en que toda purga se exprimía por la voz. Las predicaciones de Caín o las lamentaciones de Job, los testimonios de los mártires o las visiones de Nietsche y Heine en sangre tintos ¡Oh, Dios! En el deseo íntimo, él necesitaba rodearse de gente que lo admirara y tocara. Él necesitaba el amor y atención de las masas, el abrir de una puerta. Y para Sigifrido Monroy, su carencia era el principio de muerte, la entropía del universo. A partir de ese momento, se hallaba advertido del enorme trauma físico y mental, oloroso a azufre.
Ellos ensuciaban su sangre.
Cuando el ritual pasa, el cuerpo yace en la cuneta, el corazón hinchado de dolor. Las sombras se disipan. La bailarina de contorsiones rojas responde a los aplausos en el Pair-o-dice Club, en 1931.
Los recuerdos se movieron en búsqueda de otro cerebro hospitalario y pulsante donde hincar su mordedura.

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