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martes, junio 12, 2007

Genaro Aguirre: Tiempos de mocedades musicales



Tiempos de mocedades musicales[1]

A mis abuelas y padres,
de quienes seguiré aprendiendo siempre.


Era muy de mañana aún para ser sábado en un puerto como el de Veracruz, pero allí estábamos en busca de un ramo de flores para llevar a una abuela que cumplía años. Como casi siempre ocurre en ocasiones como esta, el compromiso histórico con un personaje investido de aires de matriarcado ensombrecido, convocaba a la familia en extendido para reunirse a degustar los instantes crepusculares de quien -desde que tengo razón-, suele dejar escapar expresiones como: “Este puede ser el último cumpleaños.”



En eso estaba cuando de alguna casa se dejó escuchar una vieja canción que –inmediatamente- nos remitió al barrio de la infancia, aquel que viera crecer los años mozos de un puñado de chiquillos, quienes en medio de la algarabía cándida, vivían arropados por una inocencia que tenía que aprender a convivir con la rudeza serpenteante, al ser parte de un entorno donde los colores neón, la música estridente y el espectáculo nocturno de los burdeles de la zona, flanqueaban el acontecer diario; lo que no inhibía la imaginación y el deseo para reinventar las tardes, después de haber cumplido a duras penas con el colegio y los aprendizajes formales que esto supone.


Es precisamente por aquellos días cuando -poco a poco-, fuimos aprendiendo a incorporar a nuestros tempranos gustos y consumos musicales, cantantes y canciones que eran significativos en aquel momento, pero que nunca imaginamos serían profundamente entrañables en la recapitulación de nuestra vida.


Por ello aquella mañana cuando escuchamos la estrofa “Si tú mueres primero, yo te prometo, escribiré la historia de nuestro amor, con toda el alma llena de sentimiento, la escribiré con sangre, con tinta sangre del corazón…” (Nuestro juramento, en la versión de Julio Jaramillo), terminamos por reconocer que en los devaneos argumentales que pretendieron hablar de los territorios del amor en la música contemporánea (texto que nos llevaría a deshilvanar parte de los retazos de educación emocional en un segundo escrito), había quedado ausente un estadio vital que merecía la pena recuperarse; esencialmente por lo que significó en la travesía de los diez y tantos, escuchar boleros o la música tradicional mexicana o una que otra canción venida de algún lugar de América Latina, para encontrar en ellas atisbos de un aprendizaje musical familiar.


Así que aquí estamos una vez más, tratando de redimensionar un puñado de canciones que de tarde en tarde, eran parte de los cobijos sonoros, cuando en casa un disco de 33 o 45 rpm, dejaba escapar (junto a los acordes de guitarras o la elemental instrumentación de algún grupo), una voz de medio tono, bravía o acoplada a algún trío, para con ella traspasar los umbrales de un paraíso musical casi siempre romántico, entregado, pero no por ello menos agridulce, por muy melódico que fuera.


Citar a Los Panchos, Los Dandys, Los Tres Caballeros, Los Tres Ases, es recordar que hubo un tiempo cuando los sentimientos destilaban dolor y postración, bordados por una lírica emocional en donde la inventiva de los compositores alcanzaba a rasgar la noche pero sobretodo a acurrucarse en el alma del escucha, cuanto más si era de la inspiración de una mujer que clamaba “Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez…” (Bésame mucho, Consuelo Velásquez), para que casi en comunión, algún hombre le susurrara al oído: “Eres la gema que Dios convirtiera en mujer para bien de mi vida…” (Gema, de Güicho Cisneros) Y si esto no bastaba, asomarse a los terrenos de la blasfemia con la canción La gloria eres tú (José Antonio Méndez), era entrever en lo terrenal apasionado la posibilidad de rayar en lo celestial. Y allí estábamos, en una adolescencia incapaz de entender la emoción que en nuestro padre afloraba cada vez que trataba de sacarle armonías a su guitarra para interpretar alguna de aquellas melodías.


Y si con los tríos mexicanos canciones como La barca, El andariego, Dos gardenias, Miénteme, Mucho corazón, Rayito de luna, Solamente una vez, las abuelas solían recuperar parte de un presente extinto, en la casa paterna las tardes también se construían emocionalmente con otros trazos melódicos, particularmente con una música que sonaba tan diferente y que solía interpretar gente como Leo Marini, Bienvenido Granda, Nelson Pinedo, Alberto Beltrán, Bobby Capó, Celio González.


De allí que resulte entendible la emoción que hoy nos embriaga cuando recordamos frases como “los aretes que le faltan a la luna, los tengo guardados para hacerte un collar, los hallé una mañana en la bruma, cuando caminaba junto al inmenso mar…” (Los aretes de la luna), con Vicentico Valdés. O aquella que dice “Pretendiendo humillarme pregonaste, el haber desdeñado mi pasión y fingiendo una honda pena imaginaste, que moriría de desesperación…” (Total) con el entrañable Celio González; y ni qué decir de aquella que aseguraba: “Por alto que esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo, que un amor profundo no pueda romper…” (Obsesión) en la voz de quien hiciera –a decir de un amigo- de la cursilería un estilo inigualable: Daniel Santos. Y es que en la mocedad de aquellos años, sin duda los entendimientos estaban en pañales, lo que no inhibía encuentros con aquellas letras que tanto decían del amor, sin que nosotros supiéramos bien a bien ni el sentido de sus metáforas o la calidad lírica de sus interpretes; tan sólo nos gustaban por el puro placer de oír, además porque con ellas podíamos percibir en los ojos de nuestros padres sus ensueños y, en las sonrisas de las abuelas, estados placenteros que seguro las trasportaban a algún lugar o a situaciones de las que sólo la memoria tenía entendimientos. Algo que al cabo de los años uno siente tan cerca al escuchar a José Alfredo Jiménez, a Agustín Lara, a Víctor Iturbe “El Pirulí”o a Javier Solís; pues no sólo porque el oído se desnuda con placer rendido ante el color de sus voces sino porque la melancolía se libera para salir de su amodorramiento, sobre todo en estos momentos que podemos estar cruzando por una etapa de vida en la que las resonancias sentimentales buscan anclajes en instantes ajenos que pasan a ser reflejo de inquietudes personales.


Por ello, en letras como “Solamente la mano de Dios podrá separarnos, nuestro amor es más grande que todas las cosas…” (La mano de Dios) del maestro José Alfredo Jiménez, uno no deja de sorprenderse del aprendizaje que la vida misma le diera a quien vino a resignificar el canto folclórico en nuestro país; tanto como en aquellos momentos que uno se sienta a degustar verdaderamente las interpretaciones de Javier Solís en canciones como Sombras, Si Dios me quita la vida, Lloraras, lloraras y tantas otras, como aquella que susurra: “…Esta vez, ya no soporto la terrible soledad, yo no te pongo condición, harás conmigo, lo que quieras, bien o mal...” (Entrega total).


Ya para cuando las ganas nos ganaban, el andamiaje sentimental se desbordaba en una educación musical que se vería sorprendida con un tipo de música bailable por naturaleza, pero en donde uno podía encontrar lugares para sumarlos al paisaje amoroso que habíamos esbozado hasta entonces. Por la puerta que daba a la calle y no sólo por la ventana de la casa (como había ocurrido cuando en medio de la noche alguna canción se desgarraba en las cantinas del barrio, como aquella de Los Ángeles Negros que decía “Quédate sentada donde estas, que soy el eco nada más de tu conciencia…” [Debut y despedida] o la de Los pasteles verdes que dice “Hipocresía, morir de sed teniendo tanta agua, morir de amor fingiendo estar alegre…” [Hipocresía]), entraría otro tipo de música, gracias al tío Toño, pianista en una agrupación musical.


Sería lo que entonces comenzó a llamarse Salsa, con exponentes como Héctor Lavoe, Rubén Blades, Jonny Pacheco, Celia Cruz, Ismael Miranda, Roberto Roena, Willie Colón, quienes más allá de la polémica sobre el nombre de tal propuesta, encabezaron un movimiento musical que encontró en el sello discográfico FANIA el territorio fértil para demostrar que una larga tradición latina y una vasta cultura musical, podían sacar de la chistera ejecuciones capaces de remover parte del alma de la América Hispana; pero igual entre los que habitábamos un trocito de barrio cuenqueño que siempre era el mundo mismo; aquellos que encontrábamos en frases, metáforas y líneas melódicas, ocasiones para reinventar o imaginar vidas. Por eso canciones como De ti depende con Héctor Lavoe, Hay cariño con Santos Colón en la voz, Idilio de Willie Colon, entre muchas otras que el espacio no permite ni la memoria deja traer a colación, terminaron por definir el arco iris y una polifonía donde el eclecticismo sonríe.


Hoy que hemos hecho una travesía que nos ha remitido a los primeros estadios de vida, no queda más que asumirnos parte de una familia alimentada por fantasías y la rudeza de un contexto, donde el dolor, el llanto y la alegría se entremezclaban diariamente; justo en un momento cuando las primeras rupturas vitales tenían un aliento sublimado por la cursilería, por una ingenuidad honesta antes que pícara; eso sí, en medio de un regodeo emocional y gozoso en donde la pluralidad de formas sonoras, cobijaban las tardes hogareñas; pero sobretodo por la gentileza y lo generoso de una familia que en la música encontró las tácticas para proveernos de una cierta educación ante la ausencia de referentes formales en quienes apenas y si llegaron a cursar la primaria o –incluso-, ni siquiera tuvieron la fortuna de asomarse a las puertas de un colegio. Entre las cosas que finalmente nos heredaron quienes prácticamente no tuvieron nada más que un sentido honorable y estético de la vida, fue precisamente eso: el gusto por la música. Aunque después de todo, cuando la abuela materna volvió al puerto para llevarnos hasta la puerta de la universidad y con ello garantizar nuestro ingreso, sumó un grano de arena a eso que hasta entonces habían sido lecciones de vida.



[1] Con este texto damos por concluido lo que terminó siendo una suerte de tríptico, en el que echamos una mirada al pasado y el presente para tratar de dibujar el paisaje de una cierta educación sentimental alimentada por la música; recorrido más emocional que racional, pero que trató de dejar algunos trazos para recordar y entender parte de los aprendizajes amorosos en -por lo menos- tres generaciones.

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