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sábado, abril 14, 2007

Rodolfo Mata: Sobre Jorge Cuesta


EL FRUTO QUE DEL TIEMPO ES DUEÑO
(Jorge Cuesta: Canto a un dios mineral)

Rodolfo Mata
Centro de Estudios Literarios

El literato es un ingeniero.
Con relación a él
yo quisiera ser un físico


Paul Valéry, Cahiers

El suicidio

El temor a la muerte siempre hace del suicidio un acto de un oscuro heroísmo. Alrededor de los suicidas siempre se tejen todo tipo de especulaciones. Si no se sabe la causa exacta, ¿por qué lo hizo?; si se conoce, ¿cómo se atrevió? ¿cómo llegó a ese extremo? Jorge Cuesta se quitó la vida el 13 de agosto de 1942 en el sanatorio del doctor Lavista, en Tlalpan. Tenía 38 años cuando, aprovechando un descuido de los enfermeros, se colgó con sus propias sábanas de los barrotes de la cama. Había sido internado por un segundo acceso de locura que lo había llevado a acuchillarse los genitales. Recaía de una crisis de paranoia que había superado en el Hospital Mixcoac, dos años antes.


Repetir las circunstancias de la muerte de Jorge Cuesta no es acto gratuito ni tributo a una morbosa avidez. Es una explicación de su vida y de su escritura pues, a reserva de las razones fisiológicas (en que Cuesta tanto insistió) y/o psicológicas, encarna el "desenlace ineluctable y lógico de una existencia consagrada a la pasión del espíritu". El suicidio de Jorge Cuesta se abre como un ventanal que, si hacia un lado nos muestra todo su vacío, hacia el otro, en retrospectiva, promete la luz de una explicación. El contraste rige el panorama y repite un rasgo íntimo de la personalidad de Cuesta: su compleja y ambivalente relación con la oscuridad. Pues, como crítico, su afilada lucidez parecía detestarla; pero como poeta, sus parcos despliegues --mezcla de Góngora y Valéry-- parecían alimentarse de ella. Espigado junto a esta imaginaria ventana, Cuesta aparece en claroscuro como un "sueño de la razón". Y si como escritor la oscuridad le era reprochada reiteradamente, cuenta Xavier Villaurrutia en su "In memoriam: Jorge Cuesta", esto le divertía al grado de hacerlo sonreír y hasta reír. Después de todo, la muerte de "el más triste de los alquimistas" dejó el rastro de una oscuridad multiforme, proteica --y por eso semi-demoníaca--, que se repite y reescenifica en Canto a un dios mineral.
René Tirado recuerda que una noche, en un café, Cuesta dejó escrita la siguiente frase en un papel: "Porque me pareció poco suicidarme una sola vez. Una sola vez no era, no ha sido suficiente".
Con el tiempo estas palabras se han convertido en profecía cumplida pues, efectivamente, el suicidio de Cuesta tiene que ser revivido por cada lector que se interna en su Canto a un dios mineral con el ánimo de entender este poema que ha sido calificado de "hermético". Porque, en realidad, como dijo Rubén Salazar Mallén, su poesía es oscura sólo para quienes no conocen su vida o, en palabras de Alí Chumacero, su poesía es poco diferente de lo que vivió.


Instantánea de Jorge Cuesta

Pudiera parecer pecado el querer resumir en unas cuantas líneas la oscuridad de la personalidad de Cuesta. Sin embargo, algunos datos son indispensables para intentar entenderla y así poder interpretar su poesía. Jorge Cuesta nació en Córdoba, Veracruz. Su padre, figura patriarcal con una pasión científica al estilo positivista porfiriano, era agricultor: cultivaba caña, café y naranja. Su madre, hija de inmigrantes franceses, era modelo de la mujer atemorizada por el marido: silenciosa, supersticiosa y abnegada. Al año, Jorge Cuesta cayó de brazos de la niñera y se golpeó la cabeza cerca del ojo izquierdo contra el filo de una mesa de mármol. A los nueve tuvo que ser operado porque el ojo le lloraba. Esto le dejó un párpado caído que, contra lo que podía esperarse, nunca estuvo directamente relacionado con los ataques de migraña que lo asediaron más tarde, ni con los "dolores de hipófisis" que menciona Lupe Marín. Siempre fue un niño solitario, distante, serio, de pocos juegos.


Jorge Cuesta llegó a la ciudad de México a los 18 años para estudiar en la Facultad de Ciencias Químicas. Cuatro años después, en 1925, había concluido sus estudios: restaba únicamente la elaboración de la tesis, tarea que constantemente difirió. Al final de ese periodo, se inició como ensayista y entabló amistad con algunos de los miembros del grupo de Contemporáneos, al que se integraría más tarde. En marzo de 1926, presionado por su padre para que "aplicara sus conocimientos", regresó a Córdoba a trabajar y a hacer su tesis en el ingenio azucarero El Potrero, en donde ayudó exitosamente a mejorar el rendimiento de la fábrica de ron. Al año siguiente volvió a la capital y trabajó como burócrata en el Consejo de Salubridad, llevando una existencia económica precaria. A finales de ese mismo año, Cuesta conoció a Lupe Marín. La mutua atracción que los unió hizo que 1928 fuera un año muy agitado para Cuesta: publicó la Antología de la poesía mexicana moderna por la Editorial Contemporáneos; viajó a París (viaje de disuasión auspiciado por sus padres) en donde permaneció tan sólo dos meses; y regresó para casarse con Lupe Marín.


Resueltas parcialmente las tensiones pasionales, la pareja se fue a vivir al ingenio El Potrero en donde permaneció hasta 1930, año en que regresó a la capital para el nacimiento de su hijo Antonio. El matrimonio duró sólo hasta 1932. Fue en esos años que la carrera literaria de Cuesta despegó. En México, colaboró en Contemporáneos hasta su desaparición en 1932, año en que fundó la revista Examen. Después vino el escándalo del cierre de Examen y la cada vez más lúcida participación de Cuesta en la crítica de la ideología nacionalista que se debatía entonces en el país.
Cuesta, a pesar de su participación en el medio literario y periodístico, nunca dejó de ejercer su carrera de ingeniero químico. De 1932 a 1937 trabajó como técnico en la Sociedad de Productores de Alcohol, en donde tenía un laboratorio a su disposición, y en 1938 fue nombrado jefe de laboratorio de la Sociedad Nacional de Azúcar y Alcoholes, cargo al que renunció pocos meses antes de su muerte. La curiosidad de Cuesta lo llevó a emprender una serie de experimentos en los que intervinieron sustancias por demás misteriosas: un polvo que convertiría el agua en una bebida parecida al vino; un producto que, una vez ingerido, permitía beber toda clase de alcoholes sin embriagarse; una sustancia que suspendía la maduración de los frutos (de la que se dice que se aplicó inyecciones); un producto que, después de ingerido, le causó un estado de catalepsia del que se despertó sólo minutos más tarde; el complejo vitamínico de la marihuana; y la ergotina cuya estructura, alterada, podría convertirse, según él, en una "panacea" Si estas noticias son realidad o fruto de la fantasía poco importa pues encajan en una actitud característica de Cuesta: un sentimiento de alienación y distancia ante la materia manipulable (incluida la materia de su propio cuerpo) acompañado de una simultánea avidez por entenderla y dominarla.


Por otra parte, si se persiste en considerar lo anterior más como el resultado de una leyenda sorprendente, hay un hecho del que Cuesta sí dejó evidencia escrita. "El más triste de los alquimistas" llegó, en efecto, a usar su cuerpo como conejillo de indias: ingirió enzimas con fines experimentales. Esta noticia aparece mezclada con parte de otra leyenda: la de su homosexualidad. Después de una crisis de hemorroides en que sangró, Cuesta imaginó que estaba cambiando de sexo y que se trataba de menstruaciones. Obligado por su hermana Natalia y su amigo Eduardo Villaseñor, consultó al psiquiatra Gonzalo Lafora, quien le diagnosticó disturbios mentales debidos a tendencias homosexuales reprimidas. Cuesta reaccionó escribiendo una carta en que le reprochaba atribuir la enfermedad, a priori, al sistema nervioso, sin hacer un examen fisiológico y objetivo que considerara la posibilidad de transformaciones anatómicas, posiblemente debidas a "las sustancias enzimáticas que he estado ingiriendo". Desde el punto de vista lógico, Cuesta tenía razón, pero lo que sorprende es, una vez más, su insistencia en encontrar primero las causas en la materia antes que en la psique. Parece que Cuesta se consideraba un paso más allá de su cuerpo. Se resistía a evaluar la posibilidad de que existiera algo reprimido y oscuro que fuera capaz de engañar a su deslumbrante inteligencia para convertirse en origen de síntomas fisiológicos: la causa debía de estar en el cuerpo, en la materia que actuaba en forma independiente como si se tratara de un reloj que él contemplaba.
Se podría decir que Cuesta abusaba en la aplicación de una especie de "método científico" que, exacerbado, llevaba a la objetividad del observador a transformarse en fractura drástica entre la percepción de la realidad y la autopercepción. En otros términos, Cuesta se planteaba a sí mismo como una consciencia aparte, no sólo de la realidad que contemplaba sino de su propio cuerpo y de su sustento psíquico integral: asumía una ausencia de sentimientos y emociones que no tuvieran un sustrato racional, que no fueran "pasiones de la inteligencia". Desde luego, si esta situación, por un lado, lo hacía hermético y le dificultaba la comprensión cabal de su propio psiquismo (Cuesta llegó a quejarse de que no podía sentir), por otro se transformaba en una fuente poderosa para la imaginación. La capacidad de "enfriamiento" de Cuesta es una de sus grandes virtudes creativas y críticas.


Los rasgos temperamentales de Jorge Cuesta aparecen resumidos plástica y magistralmente en el retrato que Elías Nandino ofrece de él:
Jorge Cuesta era completamente ajeno a su cuerpo. Su existencia se consumaba por su evasión. Como el radium, se hacía presente por el poder que esparcía. Su cárcel molecular quedaba borrada ante la fuerza de su irradiación. Por esto su materia no intervenía en su palabra. Cuando hablaba se hacía oír, pero no se sabía de dónde venía su palabra; era como el ventrílocuo de sí mismo y las frases que transmitía daban la impresión de nacer de los fantasmas del aire.


Aunque plástica y poetizada, la descripción explica por qué Gilberto Owen se deleitaba tanto en repetir que su amigo era la imagen encarnada de Monsieur Teste el famoso personaje de Paul Valéry. Elías Nandino continúa su retrato comparando la verticalidad de Cuesta con la de un ciprés en un cementerio enlunado. Sus movimientos --dice-- eran mecánicos, antihumanos. Caminaba con aire marcial, tieso, sin doblar las rodillas como un compás. Era una especie de estatua. Al atardecer, su piel tomaba un color de cerebro. Era una amargura escondida, una serenidad simulada que no conoció la niñez. Portaba la actitud de un juez temible y no parecía humano ni inhumano. Hablaba poco de sí. Cuenta Elías Nandino que Cuesta odiaba la inspiración. "Afirmaba que la poesía era un problema que el lector debía resolver". "Jorge Cuesta --dice-- era químico y quizá por eso vivía analizando, inventando fórmulas y buscando simpatías entre las palabras y los colores; entre los olores y las imágenes, así como la tienen los ácidos por los metales, o los cuerpos higrófilos por la humedad del aire". Era de un "rigor masóquico" que resultaba en una "poesía ensayada, comprobada, pasada por la reflexión y la lógica, decantada sin piedad", que necesita ser incinerada con la lectura. "Por esto he llegado a la conclusión de que Jorge Cuesta era un hombre químico, de fórmulas audaces, de concepciones mágicas, de corazón transformado a fuerza de lo corrosivo en punzante témpano de sal". A esto habría que agregar que Cuesta, como todo científico apasionado de la inteligencia, no sólo disfrutaba el placer de la comprensión sino que padecía la posterior melancolía, una especie de "tristitia post-coitum". Se podría decir que Cuesta había trasladado el erotismo del cuerpo a la inteligencia.


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