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jueves, febrero 08, 2007

Luis Tejeda: El humo


El humo
Luis Tejeda

Para vergüenza y confusión de algunos amigos míos, que sin razón o con razón han resuelto dejar de fumar, voy a escribir este pequeño elogio del tabaco. ¡Ojalá que mis palabras los aparten del peligroso camino del ascetismo, que haría de ellos al fin esa cosa monstruosa y horripilante que llaman “hombre ejemplar”!

Hay que desconfiar siempre un poco de toda persona que no fuma. ¡Qué otros tremendos vicios tendrá! Porque el tabaco es una delgada canal por donde salen y se dispersan en infinito nuestros instintos perversos. Fumando se torna el alma levemente cándida y azul como el humo ligero ¿Andáis buscando por todas partes con vuestra linterna al hombre bueno y feliz? Yo sé dónde lo encontraréis. Es aquél que está sentado en su habitación, frente a la ventana, al atardecer. Tiene la cabeza echada sobre el respaldo del amplio sillón frailuno. Las piernas estiradas y colocadas sobre un parapeto eminente. Mira caer la lluvia al través de los cristales pálidos. Fuma. De su boca, como de un pebetero hierático, asciende el humo en leves volutas, recto, grave y silencioso, adhiriéndose a las estrías del cielo raso, buscando los menudos promontorios de la madera para rodearlos, hundiéndose en los huequecillos y quedándose un instante prendido a los clavos solitarios, para difundirse al fin en la penumbra de los rincones. ¡Ah, os prometo que ese es el hombre bueno y feliz! Sus pensamientos serán puros y elevados, y su alma se habrá ablandado al influjo de aquella columna inefable que surge de su pecho en ondas tenues y aladas. Dios lo ve porque su humo sigue hacia lo alto como en el holocausto de Abel.


El tabaco tiene su santidad callada y emocionante. Es místico. Su alma será purificada por el fuego. La brasa encendida y misteriosa consumirá su carne y limpiará su espíritu. ¡Ay! ¡Esas filas de largos y ascéticos cigarros que veis encerrados en sus cajas herméticas, son mojes severos que van a su Tebaida! La hoja humilde, encierra, sin embargo, la esencia de las transformaciones supremas que elevan y dignifican la materia: se convertirá en ceniza blanca, símbolo de la muerte y de la evolución de la naturaleza hacia fines inconocibles; y se convertirá en humo azul, símbolo del espíritu alado que tiende hacia el espacio sin límites.


El tabaco es cordial, fraternal, sencillo. En las penosas horas de trabajo nocturno nos acompaña y nos conforta, porque posee una pequeña vida que Dios no concedió a las otras cosas inertes que nos rodean: los retratos mudos de los abuelos, las sillas tiesas sobres sus patas, los libros enfilados en el estante, el lecho solitarios y blanco que descansa en una esquina. Nada se mueve, nada habla. Sólo el cigarro, colocado con la ceniza hacia arriba sobre el tintero, despide ligeras espirales móviles, inquietas, que nos hacen guiños minúsculos. Sabemos que algo palpita ahí, que una diminuta alma encendida se consume junto a nosotros y pasará. ¡Pero esos retratos no pasan nunca y esas sillas estarán siempre ahí! Este medio cigarro que nace y muere, y es efímero, está más cerca de nosotros que todo aquello eterno. Es un resumen infinito de nuestra vida. Por eso nos consuela y nos acompaña.


No fuméis, amigos míos. Pero ¡oh! Cuán angustiosa y demasiado sola será vuestra soledad.

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